“La dialéctica de la soledad”
El laberinto de la soledad, primera edición (Cuadernos americanos), 1950, Apéndice.
La soledad, el sentirse y el saberse solo, desprendido del mundo y
ajeno a sí mismo, separado de sí, no es característica exclusiva del mexicano.
Todos los hombres, en algún momento de su vida, se sienten solos; y más: todos
los hombres están solos. Vivir, es separarnos del que fuimos para internarnos
en el que vamos a ser, futuro extraño siempre. La soledad es el fondo último de
la condición humana. El hombre es el único que es búsqueda de otro. Su
naturaleza -si se puede hablar de naturaleza al referirse al hombre, el ser
que, precisamente, se ha inventado a sí mismo al decirle “no” a la naturaleza-
consiste en un aspirar a realizarse en otro. El hombre es nostalgia y búsqueda
de comunión. Por eso cada vez que se siente a sí mismo se siente como carencia
de otro, como soledad.
Uno con el mundo que lo rodea, el feto es vida pura y en bruto,
fluir ignorante de sí. Al nacer, rompemos los lazos que nos unen a la vida
ciega que vivimos en el vientre materno, en donde no hay pausa entre deseo y
satisfacción. Nuestra sensación de vivir se expresa como separación y ruptura,
desamparo, caída en un ámbito hostil o extraño. A medida que crecemos esa primitiva
sensación se transforma en sentimiento de soledad. Y más tarde, en conciencia:
estamos condenados a vivir solos, pero también lo estamos a traspasar nuestra
soledad y a rehacer los lazos que en un pasado paradisíaco nos unían a la vida.
Todos nuestros esfuerzos tienden a abolir la soledad. Así, sentirse solos posee
un doble significado: por una parte consiste en tener conciencia de sí; por la
otra, en un deseo de salir de sí. La soledad, que es la condición misma de
nuestra vida, se nos aparece como una prueba y una purgación, a cuyo término
angustia e inestabilidad desaparecerán. La plenitud, la reunión, que es reposo
y dicha, concordancia con el mundo, nos esperan al fin del laberinto de la
soledad.
El lenguaje popular refleja esta dualidad al identificar a la
soledad con la pena. Las penas de amor son penas de soledad. Comunión y
soledad, deseo de amor, se oponen y complementan. Y el poder redentor de la
soledad transparenta una oscura, pero viva, noción de culpa: el hombre solo
“está dejado de la mano de Dios”. La soledad es una pena, esto es, una condena
y una expiación. Es un castigo, pero también una promesa del fin de nuestro
exilio. Toda vida está habitada por esta dialéctica.
Nacer y morir son experiencias de soledad. Nacemos solos y morimos
solos. Nada tan grave como esa primera inmersión en la soledad que es el nacer,
si no es esa otra caída en lo desconocido que es el morir. La vivencia de la
muerte se transforma pronto en conciencia del morir. Los niños y los hombres
primitivos no creen en la muerte; mejor dicho, no saben que la muerte existe,
aunque ella trabaje secretamente en su interior. Su descubrimiento nunca es
tardío para el hombre civilizado, pues todo nos avisa y previene que hemos de
morir. Nuestras vidas son un diario aprendizaje de la muerte. Más que a vivir
se nos enseña a morir. Y se nos enseña mal.
Entre nacer y morir transcurre nuestra vida. Expulsados del
claustro materno, iniciamos un angustioso salto de veras mortal, que no termina
sino hasta que caemos en la muerte. ¿Morir será volver allá, a la vida de antes
de la vida? ¿Será vivir de nuevo esa vida prenatal en que reposo y movimiento,
día y noche, tiempo y eternidad, dejan de oponerse? ¿Morir será dejar de ser y,
definitivamente, estar? ¿Quizá la muerte sea la vida verdadera? ¿Quizá nacer
sea morir y morir, nacer? Nada sabemos. Mas aunque nada sabemos, todo nuestro
ser aspira a escapar de estos contrarios que nos desgarran. Pues si todo
(conciencia de sí, tiempo, razón, costumbres, hábitos) tiende a hacer de nosotros
los expulsados de la vida, todo también nos empuja a volver, a descender al
seno creador de donde fuimos arrancados. Y le pedimos al amor -que, siendo
deseo, es hambre de comunión, hambre de caer y morir tanto como de renacer- que
nos dé un pedazo de vida verdadera, de muerte verdadera. No le pedimos la
felicidad, ni el reposo, sino un instante, sólo un instante, de vida plena, en
la que se fundan los contrarios y vida y muerte, tiempo y eternidad, pacten.
Oscuramente sabemos que vida y muerte no son sino dos movimientos, antagónicos
pero complementarios, de una misma realidad. Creación y destrucción se funden
en el acto amoroso; y durante una fracción de segundo el hombre entrevé un
estado más perfecto.
En nuestro mundo el amor es una experiencia casi inaccesible. Todo
se opone a él: moral, clases, leyes, razas y los mismos enamorados. La mujer
siempre ha sido para el hombre “lo otro”, su contrario y complemento. Si una
parte de nuestro ser anhela fundirse a ella, otra, no menos imperiosamente, la
aparta y excluye. La mujer es un objeto, alternativamente precioso o nocivo,
mas siempre diferente. Al convertirla en objeto, en ser aparte y al someterla a
todas las deformaciones que su interés, su vanidad, su angustia y su mismo amor
le dictan, el hombre la convierte en instrumento. Medio para obtener el
conocimiento y el placer, vía para alcanzar la supervivencia, la mujer es
ídolo, diosa, madre, hechicera o musa, según muestra Simone de Beauvoir, pero
jamás puede ser ella misma. De ahí que nuestras relaciones eróticas estén
viciadas en su origen, manchadas en su raíz. Entre la mujer y nosotros se
interpone un fantasma: el de su imagen, el de la imagen que nosotros nos
hacemos de ella y con la que ella se reviste. Ni siquiera podemos tocarla como
carne que se ignora a sí misma, pues entre nosotros y ella se desliza esa
visión dócil y servil de un cuerpo que se entrega. Y a la mujer le ocurre lo
mismo: no se siente ni se concibe sino como objeto, como “otro”. Nunca es dueña
de sí. Su ser se escinde entre lo que es realmente y la imagen que ella se hace
de sí. Una imagen que le ha sido dictada por familia, clase, escuela, amigas,
religión y amante. Su feminidad jamás se expresa, porque se manifiesta a través
de formas inventadas por el hombre. El amor no es un acto natural. Es algo
humano y, por definición, lo más humano, es decir, una creación, algo que
nosotros hemos hecho y que no se da en la naturaleza. Algo que hemos hecho, que
hacemos todos los días y que todos los días deshacemos.
No son éstos los únicos obstáculos que se interponen entre el amor
y nosotros. El amor es elección. Libre elección, acaso, de nuestra fatalidad,
súbito descubrimiento de la parte más secreta y fatal de nuestro ser. Pero la
elección amorosa es imposible en nuestra sociedad. Ya Breton decía en uno de
sus libros más hermosos -El loco amor- que dos prohibiciones impedían, desde su
nacimiento, la elección amorosa: la interdicción social y la idea cristiana del
pecado. Para realizarse, el amor necesita quebrantar la ley del mundo. En nuestro
tiempo el amor es escándalo y desorden, transgresión: el de dos astros que
rompen la fatalidad de sus órbitas y se encuentran en la mitad del espacio. La
concepción romántica del amor, que implica ruptura y catástrofe, es la única
que conocemos porque todo en la sociedad impide que el amor sea libre elección.
La mujer vive presa en la imagen que la sociedad masculina le
impone; por lo tanto, sólo puede elegir rompiendo consigo misma. “El amor la ha
transformado, la ha hecho otra persona”, suelen decir de las enamoradas. Y es
verdad: el amor hace otra a la mujer, pues si se atreve a amar, a elegir, si se
atreve a ser ella misma, debe romper esa imagen con que el mundo encarcela su
ser.
El hombre tampoco puede elegir. El círculo de sus posibilidades es
muy reducido. Niño, descubre la feminidad en la madre o en las hermanas. Y
desde entonces el amor se identifica con lo prohibido. Nuestro erotismo está
condicionado por el horror y la atracción del incesto. Por otra parte, la vida
moderna estimula innecesariamente nuestra sensualidad, al mismo tiempo que la
inhibe con toda clase de interdicciones -de clase, de moral y hasta de
higiene-. La culpa es la espuela y el freno del deseo. Todo limita nuestra
elección. Estamos constreñidos a someter nuestras aficiones profundas a la
imagen femenina que nuestro círculo social nos impone. Es difícil amar a
personas de otra raza, de otra lengua o de otra clase, a pesar de que no sea
imposible que el rubio prefiera a las negras y éstas a los chinos, ni que el
señor se enamore de su criada o a la inversa. Semejantes posibilidades nos
hacen enrojecer. Incapaces de elegir, seleccionamos a nuestra esposa entre las
mujeres que nos “convienen”. Jamás confesaremos que nos hemos unido -a veces
para siempre- con una mujer que acaso no amamos y que, aunque nos ame, es
incapaz de salir de sí misma y mostrarse tal cual es. La frase de Swan: “Y
pensar que he perdido los mejores años de mi vida con una mujer que no era mi
tipo”, la pueden repetir, a la hora de su muerte, la mayor parte de los hombres
modernos. Y las mujeres.
La sociedad concibe el amor, contra la naturaleza de este
sentimiento, como una unión estable y destinada a crear hijos. Lo identifica
con el matrimonio. Toda transgresión a esta regla se castiga con una sanción
cuya severidad varía de acuerdo con tiempo y espacio. (Entre nosotros la
sanción es mortal muchas veces -si es mujer el infractor- pues en México, como
en todos los países hispánicos, funcionan con general aplauso dos morales, la
de los señores y la de los otros: pobres, mujeres, niños.) La protección
impartida al matrimonio podría justificarse si la sociedad permitiese de verdad
la elección. Puesto que no lo hace, debe aceptarse que el matrimonio no
constituye la más alta realización del amor, sino que es una forma jurídica,
social y económica que posee fines diversos a los del amor. La estabilidad de
la familia reposa en el matrimonio, que se convierte en una mera proyección de
la sociedad, sin otro objeto que la recreación de esa misma sociedad. De ahí la
naturaleza profundamente conservadora del matrimonio. Atacarlo, es disolver las
bases mismas de la sociedad. Y de ahí también que el amor sea, sin
proponérselo, un acto antisocial, pues cada vez que logra realizarse, quebranta
el matrimonio y lo transforma en lo que la sociedad no quiere que sea: la
revelación de dos soledades que crean por sí mismas un mundo que rompe la
mentira social, suprime tiempo y trabajo y se declara autosuficiente. No es
extraño, así, que la sociedad persiga con el mismo encono al amor y a la
poesía, su testimonio, y los arroje a la clandestinidad, a las afueras, al
mundo turbio y confuso de lo prohibido, lo ridículo y lo anormal. Y tampoco es
extraño que amor y poesía estallen en formas extrañas y puras: un escándalo, un
crimen, un poema.
La protección al matrimonio implica la persecución del amor y la
tolerancia de la prostitución, cuando no su cultivo oficial. Y no deja de ser
reveladora la ambigüedad de la prostituta: ser sagrado para algunos pueblos,
para nosotros es alternativamente un ser despreciable y deseable. Caricatura
del amor, víctima del amor, la prostituta es símbolo de los poderes que humilla
nuestro mundo. Pero no nos basta con esa mentira de amor que entraña la
existencia de la prostitución; en algunos círculos se aflojan los lazos que
hacen intocable al matrimonio y reina la promiscuidad. Ir de cama en cama no es
ya, ni siquiera, libertinaje. El seductor, el hombre que no puede salir de sí
porque la mujer es siempre instrumento de su vanidad o de su angustia, se ha
convertido en una figura del pasado, como el caballero andante. Ya no se puede
seducir a nadie, del mismo modo que no hay doncellas que amparar o entuertos
que deshacer. El erotismo moderno tiene un sentido distinto al de un Sade, por
ejemplo. Sade era un temperamento trágico, poseído de absoluto; su obra es una
revelación explosiva de la condición humana. Nada más desesperado que un héroe
de Sade. El erotismo moderno casi siempre es una retórica, un ejercicio
literario y una complacencia. No es una revelación del hombre sino un documento
más sobre una sociedad que estimula el crimen y condena al amor. ¿Libertad de
pasión? El divorcio ha dejado de ser una conquista. No se trata tanto de
facilitar la anulación de los lazos ya establecidos, sino de permitir que
hombres y mujeres puedan escoger libremente. En una sociedad ideal, la única
causa de divorcio sería la desaparición del amor o la aparición de uno nuevo.
En una sociedad en que todos pudieran elegir, el divorcio sería un anacronismo
o una singularidad, como la prostitución, la promiscuidad o el adulterio.
La sociedad se finge una totalidad que vive por sí y para sí. Pero
si la sociedad se concibe como unidad indivisible, en su interior está
escindida por un dualismo que acaso tiene su origen en el momento en que el
hombre se desprende del mundo animal y, al servirse de sus manos, se inventa a
sí mismo e inventa conciencia y moral. La sociedad es un organismo que padece
la extraña necesidad de justificar sus fines y apetitos. A veces los fines de
la sociedad, enmascarados por los preceptos de la moral dominante, coinciden
con los deseos y necesidades de los hombres que la componen. Otras, contradicen
las aspiraciones de fragmentos o clases importantes. Y no es raro que nieguen
los instintos más profundos del hombre. Cuando esto último ocurre, la sociedad
vive una época de crisis: estalla o se estanca. Sus componentes dejan de ser
hombres y se convierten en simples instrumentos desalmados.
El dualismo inherente a toda sociedad, y que toda sociedad aspira
a resolver transformándose en comunidad, se expresa en nuestro tiempo de muchas
maneras: lo bueno y lo malo, lo permitido y lo prohibido; lo ideal y lo real,
lo racional y lo irracional; lo bello y lo feo; el sueño y la vigilia, los
pobres y los ricos, los burgueses y los proletarios; la inocencia y la
conciencia, la imaginación y el pensamiento. Por un movimiento irresistible de
su propio ser, la sociedad tiende a superar este dualismo y a transformar el
conjunto de solitarias enemistades que la componen en un orden armonioso. Pero
la sociedad moderna pretende resolver su dualismo mediante la supresión de esta
dialéctica de la soledad que hace posible el amor. Las sociedades industriales
-independientemente de sus diferencias “ideológicas”, políticas o económicas-
se empeñan en transformar las diferencias cualitativas, es decir: humanas, en
uniformidades cuantitativas. Los métodos de la producción en masa se aplican
también a la moral, al arte y a los sentimientos. Abolición de las
contradicciones y de las excepciones... Se cierran así las vías de acceso a la
experiencia más honda que la vida ofrece al hombre y que consiste en penetrar
la realidad como una totalidad en la que los contrarios pactan. Los nuevos
poderes abolen la soledad por decreto. Y con ella al amor, forma clandestina y
heroica de la comunión. Defender el amor ha sido siempre una actividad
antisocial y peligrosa. Y ahora empieza a ser de verdad revolucionaria. La
situación del amor en nuestro tiempo revela cómo la dialéctica de la soledad,
en su más profunda manifestación, tiende a frustrarse por obra de la misma
sociedad. Nuestra vida social niega casi siempre toda posibilidad de auténtica
comunión erótica.
El amor es uno de los más claros ejemplos de ese doble instinto
que nos lleva a cavar y ahondar en nosotros mismos y, simultáneamente, a salir
de nosotros y realizarse en otro: muerte y recreación, soledad y comunión. Pero
no es el único. Hay en la vida de cada hombre una serie de períodos que son
también rupturas y reuniones, separaciones y reconciliaciones. Cada una de
estas etapas es una tentativa por trascender nuestra soledad, seguida por
inmersiones en ambientes extraños.
El niño se enfrenta a una realidad irreductible a su ser y a cuyos
estímulos no responde al principio sino con llanto o silencio. Roto el cordón
que lo unía a la vida, trata de recrearlo por medio de la afectividad y el
juego. Inicia así un diálogo que no terminará sino hasta que recite el monólogo
de su muerte. Pero sus relaciones con el exterior no son ya pasivas, como en la
vida prenatal, pues el mundo le exige una respuesta. La realidad debe ser
poblada por sus actos. Gracias al juego y a la imaginación, la naturaleza
inerte de los adultos -una silla, un libro, un objeto cualquiera- adquiere de
pronto vida propia. Por la virtud mágica del lenguaje o del gesto, del símbolo
o del acto, el niño crea un mundo viviente, en el que los objetos son capaces
de responder a sus preguntas. El lenguaje, desnudo de sus significaciones
intelectuales, deja de ser un conjunto de signos y vuelve a ser un delicado
organismo de imantación mágica. No hay distancia entre el nombre y la cosa y
pronunciar una palabra es poner en movimiento a la realidad que designa. La
representación equivale a una verdadera reproducción del objeto, del mismo modo
que para el primitivo la escritura no es una representación sino un doble del
objeto representado. Hablar vuelve a ser una actividad creadora de realidades,
esto es, una actividad poética. El niño, por virtud de la magia, crea un mundo
a su imagen y resuelve así su soledad. Vuelve a ser uno con su ambiente. El
conflicto renace cuando el niño deja de creer en el poder de sus palabras o de
sus gestos. La conciencia principia como desconfianza en la eficacia mágica de
nuestros instrumentos.
La adolescencia es ruptura con el mundo infantil y momento de
pausa ante el universo de los adultos. Spranger señala a la soledad como nota
distintiva de la adolescencia. Narciso, el solitario, es la imagen misma del
adolescente. En este período el hombre adquiere por primera vez conciencia de
su singularidad. Pero la dialéctica de los sentimientos interviene nuevamente:
en tanto que extrema conciencia de sí, la adolescencia no puede ser superada
sino como olvido de sí, como entrega. Por eso la adolescencia no es sólo la
edad de la soledad, sino también la época de los grandes amores, del heroísmo y
del sacrificio. Con razón el pueblo imagina al héroe y al amante como figuras
adolescentes. La visión del adolescente como un solitario, encerrado en sí
mismo, devorado por el deseo o la timidez, se resuelve casi siempre en la
bandada de jóvenes que bailan, cantan o marchan en grupo. O en la pareja
paseando bajo el arco de verdor de la calzada. El adolescente se abre al mundo:
al amor, a la acción, a la amistad, al deporte, al heroísmo. La literatura de
los pueblos modernos -con la significativa excepción de la española, en donde
no aparecen sino como pícaros o huérfanos- está poblada de adolescentes,
solitarios en busca de la comunión: del anillo, de la espada, de la Visión. La
adolescencia es una vela de armas de la que se sale al mundo de los hechos.
La madurez no es etapa de soledad. El hombre, en lucha con los
hombres o con las cosas, se olvida de sí en el trabajo, en la creación o en la
construcción de objetos, ideas e instituciones. Su conciencia personal se une a
otras: el tiempo adquiere sentido y fin, es historia, relación viviente y
significativa con un pasado y un futuro. En verdad, nuestra singularidad -que
brota de nuestra temporalidad, de nuestra fatal inserción en un tiempo que es
nosotros mismos y que al alimentarnos nos devora- no queda abolida, pero sí
atenuada y, en cierto modo, “redimida”. Nuestra existencia particular se
inserta en la historia y ésta se convierte, para emplear la expresión de Eliot,
en “a pattern of timeless moments”. Así, el hombre maduro atacado del mal de
soledad constituye en épocas fecundas una anomalía. La frecuencia con que ahora
se encuentra a esta clase de solitarios indica la gravedad de nuestros males.
En la época del trabajo en común, de los cantos en común, de los placeres en
común, el hombre está más solo que nunca. El hombre moderno no se entrega a
nada de lo que hace. Siempre una parte de sí, la más profunda, permanece
intacta y alerta. En el siglo de la acción, el hombre se espía. El trabajo,
único dios moderno, ha cesado de ser creador. El trabajo sin fin, infinito,
corresponde a la vida sin finalidad de la sociedad moderna. Y la soledad que
engendra, soledad promiscua de los hoteles, de las oficinas, de los talleres y
de los cines, no es una prueba que afine el alma, un necesario purgatorio. Es
una condenación total, espejo de un mundo sin salida.
El doble significado de la sociedad -ruptura con un mundo y
tentativa por crear otro- se manifiesta en nuestra concepción de héroes, santos
y redentores. El mito, la biografía, la historia y el poema registran un
periodo de soledad y de retiro, situado casi siempre en la primera juventud,
que precede a la vuelta al mundo y a la acción entre los hombres. Años de
preparación y de estudio, pero sobre todo años de sacrificio y penitencia, de
examen, de expiación y de purificación. La soledad es ruptura con un mundo
caduco y preparación para el regreso y la lucha final. Arnold Toynbee ilustra
esta idea con numerosos ejemplos: el mito de la cueva de Platón, las vidas de
San Pablo, Buda, Mahoma, Maquiavelo, Dante. Y todos, en nuestra propia vida y
dentro de las limitaciones de nuestra pequeñez, también hemos vivido en soledad
y apartamiento, para purificarnos y luego regresar entre los nuestros.
La dialéctica de la soledad -”the twofold of
withdrawal-and-return”, según Toynbee- se dibuja con claridad en la historia de
todos los pueblos. Quizá las sociedades antiguas, más simples que las nuestras,
ilustran mejor este doble movimiento.
No es difícil imaginar hasta qué punto la soledad constituye un
estado peligroso y temible para el llamado, con tanta vanidad como inexactitud,
hombre primitivo. Todo el complicado y rígido sistema de prohibiciones, reglas
y ritos de la cultura arcaica, tiende a preservarlo de la soledad. El grupo es
la única fuente de salud. El solitario es un enfermo, una rama muerta que hay
que cortar y quemar, pues la sociedad misma peligra si alguno de sus
componentes es presa del mal. La repetición de actitudes y fórmulas seculares
no solamente asegura la permanencia del grupo en el tiempo, sino su unidad y
cohesión. Los ritos y la presencia constante de los espíritus de los muertos
entretejen un centro, un nudo de relaciones que limitan la acción individual y
protegen al hombre de la soledad y al grupo de la dispersión.
Para el hombre primitivo salud y sociedad, dispersión y muerte,
son términos equivalentes. Aquél que se aleja de la tierra natal “cesa de
pertenecer al grupo. Muere y recibe los honores fúnebres acostumbrados”. El
destierro perpetuo equivale a una sentencia de muerte. La identificación del
grupo social con los espíritus de los antepasados y el de éstos con la tierra
se expresa en este rito simbólico africano: “Cuando un nativo regresa de
Kimberley con la mujer que lo ha desposado, la pareja lleva consigo un poco de
tierra de su lugar. Cada día la esposa debe comer un poco de ese polvo... para
acostumbrarse a la nueva residencia. Ese poco de tierra hará posible la
transición entre los dos domicilios.” La solidaridad social posee entre ellos
“un carácter orgánico y vital. El individuo es literalmente miembro de un
cuerpo”. Por tal motivo las conversaciones individuales no son frecuentes.
“Nadie se puede salvar o condenar por su cuenta” y sin que su acto afecte a
toda la colectividad.
A pesar de todas estas precauciones el grupo no está a salvo de la
dispersión. Todo puede disgregarlo: guerras, cismas religiosos,
transformaciones de los sistemas de producción, conquistas... Apenas el grupo
se divide, cada uno de los fragmentos se enfrenta a una nueva situación: la
soledad, consecuencia de la ruptura con el centro de salud que era la vieja
sociedad cerrada, ya no es una amenaza, ni un accidente, sino una condición, la
condición fundamental, el fondo final de su existencia. El desamparo y abandono
se manifiesta como conciencia del pecado -un pecado que no ha sido infracción a
una regla, sino que forma parte de su naturaleza. Mejor dicho, que es ya su
naturaleza. Soledad y pecado original se identifican. Y salud y comunión
vuelven a ser términos sinónimos, sólo que situados en un pasado remoto.
Constituyen la edad de oro, reino vivido antes de la historia y al que quizá se
pueda acceder si rompemos la cárcel del tiempo. Nace así, con la conciencia del
pecado, la necesidad de la redención. Y ésta engendra la del redentor.
Surgen una nueva mitología y una nueva religión. A diferencia de
la antigua, la nueva sociedad es abierta y fluida, pues está constituida por
desterrados. Ya el solo nacimiento dentro del grupo no otorga al hombre su
filiación. Es un don de lo alto y debe merecerlo. La plegaria crece a expensas
de la fórmula mágica y los ritos de iniciación acentúan su carácter
purificador. Con la idea de redención surgen la especulación religiosa, la
ascética, la teología y la mística. El sacrificio y la comunión dejan de ser un
festín totémico, si es que alguna vez lo fueron realmente, y se convierten en
la vía de ingreso a la nueva sociedad. Un dios, casi siempre un dios hijo, un
descendiente de las antiguas divinidades creadoras, muere y resucita
periódicamente. Es un dios de fertilidad, pero también de salvación y su
sacrificio es prenda de que el grupo prefigura en la tierra la sociedad
perfecta que nos espera al otro lado de la muerte. En la esperanza del más allá
late la nostalgia de la antigua sociedad. El retorno a la edad de oro vive,
implícito, en la promesa de salvación.
Seguramente es muy difícil que en la historia particular de una
sociedad se den todos los rasgos sumariamente apuntados. No obstante, algunos
se ajustan en casi todos sus detalles al esquema anterior. El nacimiento del
orfismo, por ejemplo. Como es sabido, el culto a Orfeo surge después del
desastre de la civilización aquea -que provocó una general dispersión del mundo
griego y una vasta reacomodación de pueblos y culturas-. La necesidad de
rehacer los antiguos vínculos, sociales y sagrados, dio origen a cultos
secretos, en los que participaban solamente “aquellos seres desarraigados,
transplantados, reaglutinados artificialmente y que soñaban con reconstruir una
organización de la que no pudieran separarse. Su sólo nombre colectivo era el
de huérfanos”. (Señalaré de paso que orphanos no solamente es huérfano, sino
vacío. En efecto, soledad y orfandad son, en último término, experiencias del
vacío.)
Las religiones de Orfeo y Dionisios, como más tarde las religiones
proletarias del fin del mundo antiguo, muestran con claridad el tránsito de una
sociedad cerrada a otra abierta. La conciencia de la culpa, de la soledad y la
expiación, juegan en ellas el mismo doble papel que en la vida individual.
El sentimiento de soledad, nostalgia de un cuerpo del que fuimos
arrancados, es nostalgia de espacio. Según una concepción muy antigua y que se
encuentra en casi todos los pueblos, ese espacio no es otro que el centro del
mundo, el “ombligo” del universo. A veces el paraíso se identifica con ese
sitio y ambos con el lugar de origen, mítico o real, del grupo. Entre los
aztecas, los muertos regresaban a Mictlán, lugar situado al norte, de donde habían
emigrado. Casi todos los ritos de fundación, de ciudades o de mansiones, aluden
a la búsqueda de ese centro sagrado del que fuimos expulsados. Los grandes
santuarios -Roma, Jerusalén, la Meca- se encuentran en el centro del mundo o lo
simbolizan y prefiguran. Las peregrinaciones a esos santuarios son repeticiones
rituales de las que cada pueblo ha hecho en un pasado mítico, antes de
establecerse en la tierra prometida. La costumbre de dar una vuelta a la casa o
a la ciudad antes de atravesar sus puertas, tiene el mismo origen.
El mito del Laberinto se inserta en este grupo de creencias.
Varias nociones afines han contribuido a hacer del Laberinto uno de los
símbolos míticos más fecundos y significativos: la existencia, en el centro del
recinto sagrado, de un talismán o de un objeto cualquiera, capaz de devolver la
salud o la libertad al pueblo; la presencia de un héroe o de un santo, quien
tras la penitencia y los ritos de expiación, que casi siempre entrañan un
período de aislamiento, penetra en el laberinto o palacio encantado; el
regreso, ya para fundar la Ciudad, ya para salvarla o redimirla. Si en el mito
de Perseo los elementos místicos apenas son visibles, en el del Santo Grial el
ascetismo y la mística se alían: el pecado, que produce la esterilidad en la
tierra y en el cuerpo mismo de los súbditos del Rey Pescador; los ritos de
purificación; el combate espiritual; y, finalmente, la gracia, esto es, la
comunión.
No sólo hemos sido expulsados del centro del mundo y estamos
condenados a buscarlo por selvas y desiertos o por los vericuetos y
subterráneos del Laberinto. Hubo un tiempo en el que el tiempo no era sucesión
y tránsito, si no manar continuo de un presente fijo, en el que estaban
contenidos todos los tiempos, el pasado y el futuro. El hombre, desprendido de
esa eternidad en la que todos los tiempos son uno, ha caído en el tiempo
cronométrico y se ha convertido en prisionero del reloj, del calendario y de la
sucesión. Pues apenas el tiempo se divide en ayer, hoy y mañana, en horas,
minutos y segundos, el hombre cesa de ser uno con el tiempo, cesa de coincidir
con el fluir de la realidad. Cuando digo “en este instante”, ya pasó el
instante. La medición espacial del tiempo separa al hombre de la realidad, que
es un continuo presente, y hace fantasmas a todas las presencias en que la
realidad se manifiesta, como enseña Bergson.
Si se reflexiona sobre el carácter de estas dos opuestas nociones,
se advierte que el tiempo cronométrico es una sucesión homogénea y vacía de
toda particularidad. Igual a sí mismo siempre, desdeñoso del placer o del
dolor, sólo transcurre. El tiempo mítico, al contrario, no es una sucesión
homogénea de cantidades iguales, sino que se halla impregnado de todas las
particularidades de nuestra vida: es largo como una eternidad o breve como un
soplo, nefasto o propicio, fecundo o estéril. Esta noción admite la existencia
de una pluralidad de tiempos. Tiempo y vida se funden y forman un solo bloque,
una unidad imposible de escindir. Para los aztecas, el tiempo estaba ligado al espacio
y cada día a uno de los puntos cardinales. Otro tanto puede decirse de
cualquier calendario religioso. La Fiesta es algo más que una fecha o un
aniversario. No celebra, sino reproduce un suceso: abre en dos al tiempo
cronométrico para que, por espacio de unas breves horas inconmensurables, el
presente eterno se reinstale. La fiesta vuelve creador al tiempo. La repetición
se vuelve concepción. El tiempo engendra. La Edad de Oro regresa. Ahora y aquí,
cada vez que el sacerdote oficia el Misterio de la Santa Misa, desciende
efectivamente Cristo, se da a los hombres y salva al mundo. Los verdaderos
creyentes son, como quería Kierkegaard, “contemporáneos de Jesús”. Y no
solamente en la Fiesta religiosa o en el Mito irrumpe un Presente que disuelve
la vana sucesión. También el amor y la poesía nos revelan, fugaz, este tiempo
original. “Más tiempo no es más eternidad”, dice Juan Ramón Jiménez,
refiriéndose a la eternidad del instante poético. Sin duda la concepción del
tiempo como presente fijo y actualidad pura, es más antigua que la del tiempo
cronométrico, que no es una aprehensión inmediata del fluir de la realidad,
sino una racionalización del transcurrir.
La dicotomía anterior se expresa en la oposición entre Historia y
Mito, o Historia y Poesía. El tiempo del Mito, como el de la fiesta religiosa,
o el de los cuentos infantiles, no tiene fechas: “Hubo una vez...”, “En la
época en que los animales hablaban...”, “En el principio...”. Y ese Principio
-que no es el año tal ni el día tal- contiene todos los principios y nos
introduce en el tiempo vivo, en donde de veras todo principia todos los
instantes. Por virtud del rito, que realiza y reproduce el relato mítico, de la
poesía y del cuento de hadas, el hombre accede a un mundo en donde los
contrarios se funden. “Todos los rituales tienen la propiedad de acaecer en el
ahora, en este instante.” Cada poema que leemos es una recreación, quiero
decir: una ceremonia ritual, una Fiesta.
El Teatro y la Épica son también Fiestas, ceremonias. En la
representación teatral como en la recitación poética, el tiempo ordinario deja
de fluir, cede el sitio al tiempo original. Gracias a la participación, ese
tiempo mítico, original, padre de todos los tiempos que enmascaran a la
realidad, coincide con nuestro tiempo interior, subjetivo. El hombre,
prisionero de la sucesión, rompe su invisible cárcel de tiempo y accede al
tiempo vivo: la subjetividad se identifica al fin con el tiempo exterior,
porque éste ha dejado de ser medición espacial y se ha convertido en manantial,
en presente puro, que se recrea sin cesar. Por obra del Mito y de la Fiesta
-secular o religiosa- el hombre rompe su soledad y vuelve a ser uno con la
creación. Y así, el Mito -disfrazado, oculto, escondido- reaparece en casi
todos los actos de nuestra vida e interviene decisivamente en nuestra Historia:
nos abre las puertas de la comunión.
El hombre contemporáneo ha racionalizado los Mitos, pero no ha
podido destruirlos. Muchas de nuestras verdades científicas, como la mayor
parte de nuestras concepciones morales, políticas y filosóficas, sólo son
nuevas expresiones de tendencias que antes encarnaron en formas míticas. El
lenguaje racional de nuestro tiempo encubre apenas a los antiguos Mitos. La
Utopía, y especialmente las modernas utopías políticas, expresan con violencia
concentrada, a pesar de los esquemas racionales que las enmascaran, esa
tendencia que lleva a toda sociedad a imaginar una edad de oro de la que el
grupo social fue arrancado y a la que volverán los hombres el Día de Días. Las
fiestas modernas -reuniones políticas, desfiles, manifestaciones y demás actos
rituales- prefiguran al advenimiento de ese día de Redención. Todos esperan que
la sociedad vuelva a su libertad original y los hombres a su primitiva pureza.
Entonces la Historia cesará. El tiempo (la duda, la elección forzada entre lo
bueno y lo malo, entre lo injusto y lo justo, entre lo real y lo imaginario)
dejará de triturarnos. Volverá el reino del presente fijo, de la comunión
perpetua: la realidad arrojará sus máscaras y podremos al fin conocerla y
conocer a nuestros semejantes.
Toda sociedad moribunda o en trance de esterilidad tiende a
salvarse creando un mito de redención, que es también un mito de fertilidad, de
creación. Soledad y pecado se resuelven en comunión y fertilidad. La sociedad
que vivimos ahora también ha engendrado su mito. La esterilidad del mundo
burgués desemboca en el suicidio o en una nueva Forma de participación
creadora. Tal es, para decirlo con la frase de Ortega y Gasset, el “tema de
nuestro tiempo”: la sustancia de nuestros sueños y el sentido de nuestros
actos.
El hombre moderno tiene la pretensión de pensar despierto. Pero
este despierto pensamiento nos ha llevado por los corredores de una sinuosa
pesadilla, en donde los espejos de la razón multiplican las cámaras de tortura.
Al salir, acaso, descubriremos que habíamos soñado con los ojos abiertos y que
los sueños de la razón son atroces. Quizá, entonces, empezaremos a soñar otra
vez con los ojos cerrados.
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