martes, 28 de mayo de 2019

México el árbol de los mil Frutos - Presentación Disco de Trío Huasteco Alma Serrana Gaona y Festival del Tlatloyo



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Grandeza e inmortalidad mexicana

José Antonio Robledo y Meza
robledomeza@yahoo.com.mx

Tres son las dimensiones que nos permiten comprender la condición de los humanes: las creencias, las conductas y -entre ellas- la amalgama de las emociones. El estilo cultural amalgama las creencias (mitos: narraciones y discursos autorizados y populares) y las conductas (ritos: relaciones corporales populares). Es en lo popular que se puede indagar en torno a lo mexicano.

Existen discursos y comportamientos autorizados pero prevalece, en lo popular, el misterio de lo prohibido, lo que se vive pero no llega a decirse: el relajo. El relajo es efímero y dependiente de lo colectivo y siempre abierto a nuevas posibilidades. Importa mucho lo contradictorio de estas posibilidades ya que sin ello las contingencias serían finitas y, por el contrario, las posibilidades de echar relajo son infinitas. Si en los mitos y los ritos hay contradicciones mucho mejor. 

Es la cultura del relajo lo que ha permitido la racionalidad del mexicano: vivir intensamente; la muerte no lo detiene. Con el relajo el mexicano adapta y trasforma el mundo. Con el relajo el mexicano ordena el caos. 

El mexicano vive permanentemente en tensión entre lo autorizado y el misterio de lo prohibido. Y como lo contradictorio es lo que sazona la vida del mexicano caben múltiples “comprensiones” de “lo mexicano”. 

Una fuente de pistas para alcanzar el orden en el caos mexicano la encontramos en la música popular. Y en México la música popular no puede ser encasillada en un solo género. De hecho la música mexicana abarca todos los géneros; no hay limitaciones para convertir sonidos puros en sonidos mestizos. Un ejemplo: la orquesta sinfónica paulatinamente se transforma en mariachi. Y el mariachi llega a la ópera (Cruzar la Cara de la Luna y El pasado nunca se termina con el Mariachi Vargas de Tecalitlán). El relajo define y redefine nuestra condición siempre en permanente cambio que llamamos identidad. El relajo es la producción cultural que define al mexicano. El relajo –el orden en la bola revolucionaria, el caos en la revolución institucionalizada- tiene perspectiva infinita.

Ejemplos del relajo –presencia de lo serio con lo jocoso, lo grave y superficial, lo real y lo disimulado, lo sincero y el engaño- lo encontramos en cada ingrediente de la vida del mexicano si lo sabemos buscar. Lo encontramos en el cine, en el muralismo, en la literatura, en la comida, en la panadería, en las pulquerías, en las cantinas, en los velorios, en las fiestas… 

Probemos un poco del relajo en la poesía y en la música. Cuatro personajes Bernardo de Balbuena el poeta (1562-1627), Jorge Negrete (1911-1953), Pedro Infante (1917-1957), Javier Solis (1931-1966) y José Alfredo Jiménez (1926-1973) los músicos. Prestemos atención no solo a lo dicho sino también a los silencios, al doble sentido, al albur, a lo apretado y al relajo. Todo lo presentado abre posibilidades de alternativas y estas posibilidades de alteridad nos lleva a la mitologización y al ritualismo renovados. 

La cultura mexicana como posibilidad en el mundo. En el grito del cantante y la concurrencia se encuentra el gran silencio que nos provoca. Grito y silencio en la música nos hace históricos a los mexicanos y nos posibilita como miembros de la humanidad a la que invitamos día a día para hacer de su vida algo más amable en el relajo. 

Si nacimos para morir más vale no perder la posibilidad de gozar la contradicción.

Pincha en la zona azul para llegar a los documentos

1) Grandeza Mexicana, Bernardo de Balbuena


2) Inmortales Pedro infante, Javier Solís, Jorge Negrete y José Alfredo Jiménez


domingo, 19 de mayo de 2019

ADIÓS A LAS HUMANIDADES

Todo conocimiento admite dos usos distintos: puede servir a un propósito inmediato, como guía de una actividad técnica, y puede servir a una finalidad más permanente y menos visible al orientar el pensamiento y la conducta a largo plazo. Al segundo uso le llamamos humanidades, y alude al refinamiento y al embellecimiento de la vida. Su carácter es formativo.

Como decía William James: las humanidades ayudan “a reconocer a un hombre bueno cuando lo tengas delante”. ¿Pero cuál es el estado actual de las humanidades? Con elegancia, con sensibilidad y modestia, Jacques Barzun acomete el riesgo que entraña esta pregunta.

ADIÓS A LAS HUMANIDADES

Por: Jacques Barzun
Traducción de Beatriz Martínez de Murguía

¡Ay las humanidades! de dientes para afuera todo el mundo habla de su importancia, todo el mundo está de acuerdo en que no hay nada mejor que un humanista completo, pero lo cierto es que ni los estudiantes se humanizan en su contacto con las humanidades ni tampoco las eligen masivamente, y la opinión mayoritaria, aunque velada, es que las humanidades son sólo para quienes quieren dedicarse profesionalmente a alguna de sus ramas.

Si esto es cierto, y tengo muy buenas razones para creer que lo es, eso significa que la atención que se ha dedicado a las humanidades durante su larga y pública agonía ha estado mal dirigida. ¿En qué consiste la equivocación? Para empezar, ¿sabemos realmente cuáles son las humanidades? Por lo general se cuenta el estudio de la lengua y la literatura, la historia de las artes, la filosofía; en ocasiones, la historia, aunque eso depende del capricho de los científicos sociales; en cualquier caso no tiene mayor importancia. La triple división -ciencias, ciencias sociales, humanidades-, útil en términos de organización académica, contiene el germen del mal que ha infectado prácticamente todo intento de dar un nuevo impulso a las humanidades y hacerlas provechosas. El hecho de que se agrupen determinadas “materias” por su oposición a otras materias denominadas no humanistas ha dado lugar a que las humanidades se transformen, al igual que esas otras materias, en meras especializaciones. Como consecuencia, su propósito original se ha perdido o ha quedado pervertido.

Tan es así que la literatura y las artes se estudian ya de una forma puramente técnica. No se estudia poesía y narrativa o arte y música para recibir y disfrutar lo que en sí ofrecen, sino para poner en práctica algún complicado método que excluye cuidadosamente las sensaciones, el placer y la meditación. Estos “enfoques”, como se les denomina (y acertadamente puesto que no llegan al corazón del asunto), pueden ser o no adecuados para aquellos estudiantes que deseen especializarse en lo que alguna vez fue una materia humanística. Lo que importa no es su valor, sino que si las humanidades se convierten en otras tantas ciencias sociales o ciencias de cualquier clase, no puede esperarse que de ello resulte una mayor humanización.

En realidad, esta afirmación es una tautología velada, pero implica el criterio básico de que la enseñanza de humanidades a quienes no son especialistas requiere una actitud humanista. El maestro debe extraer de las humanidades todo lo que éstas tienen que decir sobre el ser humano, y tanto el programa de estudios como el departamento, el decano y las asociaciones profesionales deben permitírselo. La conclusión ofrece descubrimientos inesperados. Escuchemos hablar sobre ello a William James, en una reunión de las primeras mujeres graduadas en universidades norteamericanas.

Hace tiempo ya que lo que se enseña en particular en las universidades recibe el nombre de “humanidades” y éstas a menudo se identifican con el griego y el latín. Pero el griego y el latín tienen un valor humanístico general en cuanto literaturas, no en cuanto idiomas; de modo que en un sentido amplio el término humanidades se refiere fundamentalmente a la literatura e incluso, en un sentido más amplio, al estudio de las grandes obras maestras en prácticamente cualquier campo de la actividad humana. La literatura mantiene la primacía, puesto que no sólo se compone de obras maestras sino que trata en gran medida de obras maestras, y cuando adopta la forma de crítica o historia apenas es algo más que una interesante crónica de grandes golpes maestros.

Debemos tomar la definición que ofrece James de manera literal: los “golpes maestros humanos” incluyen los grandes logros de los científicos físicos:

Si se enseña históricamente casi cualquier cosa puede tener un valor humanístico. La geología, la economía y la mecánica son humanidades cuando se enseñan en relación a los logros sucesivamente alcanzados por los genios a quienes estas ciencias deben su razón de ser. Si no se enseña de esta manera la literatura se reduce a una gramática, el arte a un catálogo, la historia a una lista de fechas y las ciencias naturales a una hoja de fórmulas y pesos y medidas.

La criba de la creación humana: a eso debemos referimos cuando hablamos de humanidades.

La exclamación final de James no pretende intimidar a los departamentos de ciencias para que se orienten hacia las humanidades, aunque algunos científicos ya lo hagan y otros más estén deseando hacerlo. James vio como una auténtica posibilidad lo que en parte ya se lleva a cabo en los cursos de historia y filosofía de la ciencia, donde se estudia la creación científica como parte de la biografía y la historia cultural humanas.

Pero la enseñanza implícita en las palabras de James puede aplicarse de manera aún más general. Lo que dice es que todo conocimiento puede tener dos usos distintos: puede servir a un propósito inmediato y tangible en cuanto guía de la actividad técnica, y puede servir a una finalidad más permanente y menos visible al orientar el pensamiento y la conducta a largo plazo. Si al primer uso le denominamos vocacional o profesional, el segundo puede llamarse social o moral (o filosófico o civilizador); el término no importa. Uno alude al conocimiento práctico y el otro al refinamiento.

Durante los últimos cien años, las escuelas y universidades americanas han confundido ambos usos sin saberlo, con la esperanza de que sus estudiantes se beneficiaran de los dos. Es un buen propósito. Las dos actividades merecen la pena y son valiosas desde el punto de vista práctico, pero requieren usos distintos tanto de la materia que se imparte como de la mente, y no es posible fundirlos en uno solo.

¿Cómo llegó a cometerse este error? A finales del siglo XIX las universidades estaban sometidas a una gran presión por parte de las ciencias naturales, de la economía organizada, de las tecnologías en crecimiento y de las nuevas profesiones. Además, los estudios de postgrado estaban subiéndose al carro de la especialización. De alguna manera los cursos de licenciatura tenían que justificar de nuevo su existencia. Sólo podían aferrarse al campo de las letras para tener una función diferenciada, de modo que para atender la demanda social de profesionales y la demanda académica de especialistas, las universidades acabaron con el plan de estudios clásico y tradicional e inventaron el sistema electivo. El gran exponente de este cambio fue el doctor Eliot de Harvard, que era químico.

Como científico, el doctor Eliot seguramente esperaría que un futuro químico o geólogo cursara tres, cuatro, seis o más años de su materia para convertirse en un consumado científico. Pero estaba muy satisfecho si ese mismo estudiante de licenciatura cursaba, aparte de sus materias científicas, un semestre de una cosa y otro de otra durante cuatro años, quizá cuatro años de estudio iniciales. La necesidad de construir, de manera rigurosa y controlada una educación humanista se olvidó se extravió en el cambio. El plan de estudios universitario se rompió en pedacitos y los departamentos se transformaron en pequeños principados que competían por los estudiantes y buscaban su prestigio en la especialización.

No todos los pensadores de la educación cometieron la misma equivocación. William James se dio cuenta de ello, también John Jay Chapman, así como Woodrow Wilson, director de Princeton, que vivió más de cerca el conflicto institucional. En 1910 dirigió un discurso en Madison, Wisconsin, a la Asociación de Universidades Americanas acerca de “la importancia de la carrera de letras como diferente de las carreras profesionales y semiprofesionales”. Inició diciendo: “Toda especialización, incluida la formación profesional, es nítidamente individualista en su objetivo... El objetivo... es el interés particular de la persona que busca esa formación”. En su opinión dicha exclusividad era “el peligro intelectual y económico de nuestra época”: un peligro intelectual porque el individuo que sólo ha sido formado es una herramienta y no una mente, y un peligro económico porque la sociedad requiere de mentes y no sólo de herramientas. Wilson temía la osificación social e institucional producida por las rutinas establecidas. Consideraba que “para cuando un hombre llega a la edad en que su hijo puede asistir a la universidad, está tan inmerso en una especialización que ya no puede entender el país ni la época en que vive”. Por ello la tarea de la universidad (debía ser) re-generalizar cada generación a medida que apareciera”.

La afirmación de Wilson es precisa además de sugerente: re-generalizar, es decir, corregir un defecto recurrente. Para lograrlo deseaba “una disciplina cuyo objetivo sea hacer del hombre que la recibe un ciudadano del mundo social e intelectual moderno, en contraposición... con una disciplina que tenga por objetivo convertirlo en discípulo aventajado de una cierta especialización”. Abogaba por un cuerpo de estudios que tuviese como finalidad “una orientación general, la generación de una visión del área de conocimiento... el desarrollo de la capacidad de comprensión”.

William James y Woodrow Wilson ayudan a comprender que las humanidades, las letras, se sitúan en el extremo opuesto de las especializaciones profesionales, incluido el estudio académico de las humanidades; parece fácil de comprender, pero está claro que resulta difícil de recordar. ¿Por qué? Porque el impulso hacia las profesiones provoca la pregunta escéptica de ¿qué utilidad pueden tener las letras para la formación profesional? ¿No serán un obstáculo para la instrucción o se verán perjudicadas por ésta? Ni James ni Wilson se oponen a la especialización o a la formación profesional. Las reticencias se originan en el lado contrario, el de los oficios y las profesiones, y hace falta con­frontarlas. Así lo hizo James en una frase ya famosa aunque no siempre se entienda: “Después de reflexionarlo largamente, ésta es la respuesta más concisa que me es posible ofrecer: el mejor reclamo que una institución educativa puede hacer sobre uno, lo mejor que puede aspirar a alcanzar para uno mismo es: que te ayude a reconocer a un hombre bueno cuando lo tengas delante”. (Está claro que al referirse a un hombre no se refería a un varón sino a un ser humano). Al dirigirse a las mujeres, Wilson, añadía: Esto es tan cierto en el caso de las escuelas masculinas como en el de las femeninas, y me esforzaré en mostrar que esto ni es una broma ni tampoco una abstracción sesgada”. La explicación de su aforismo era la siguiente:

Se dice que en las escuelas (vocacional y profesional) se obtiene una habilidad práctica relativamente estrecha, mientras que en las “universidades” se recibe una cultura más liberal, un punto de vista más amplio, una perspectiva histórica, un clima filosófico o algo parecido a lo que frases de este tipo intentan expresar. Se oye decir que en las escuelas se transforma a la persona en un instrumento eficaz para la realización de una determinada cosa, pero aparte de ello es posible que quede como una especie de petróleo crudo y humeante incapaz de proyectar la luz... ¿Qué significa esto realmente? Para empezar, no cabe duda de que la formación profesional u ocupacional más estrecha no sólo convierte a la persona en una herramienta práctica y habilidosa en su campo, sino que también le hace capaz de evaluar la habilidad de los demás... Buen trabajo, trabajo limpio, trabajo terminado: mal trabajo, trabajo descuidado, trabajo mal terminado: estas palabras ex­presan un contraste idéntico en muchos y muy diversos sectores de actividad...

...Puesto que lo que precisamente reivindica nuestra educación es no padecer esa “estre­chez”, ¿también permite que seamos buenos jueces de lo que es de primera calidad y de lo que es de segundo orden?

La respuesta es Sí, por supuesto:

Al estudiar de esta manera se aprende cuáles son las actividades .que han resistido el paso del tiempo; se adquieren criterios para reconocer lo excelente y duradero. Todas las letras y ciencias y las instituciones representan la búsqueda de la perfección... y cuando se ve la diversidad de las clases de excelencia, la variedad de los criterios, la flexibilidad de sus adaptaciones, se obtiene una comprensión más rica del significado de términos como “mejor” y “peor”... Nuestras capacidades críticas se desarrollan de una manera más precisa y menos dogmática. Se simpatiza más con los errores de los hombres incluso en el momento en que se entien­den; se percibe el patbos de causas perdidas y de las equivocaciones de tiempos pasados incluso cuando se celebra aquello que los venció,.. Lo que se conoce como el sentido crítico, el sentido de los valores ideales, es la simpatía por el trabajo bien hecho de un hombre dondequiera que se haya realizado, la admiración por lo realmente admirable, el menosprecio de aquello que es barato, de mala calidad y poco duradero, Es lo más importante de lo que los hombres llaman sabiduría.

Todo ello nos remite a eso que todavía hoy proclamamos como “la búsqueda de la excelencia”. Si esta máxima no es hipócrita, sí resulta ineficaz. La educación superior otorga títulos que certifican en teoría la excelencia, pero luego se requieren pilas de cartas de recomendación para poder distinguir a la persona realmente meritoria de las demás. Hace falta también suponer que entre las cartas haya una que sea veraz y contribuya a hacerse un juicio acertado. Como no parece suficiente, también se solicita el resultado de exámenes supuestamente objetivos. Es decir que no nos es posible reconocer a un buen hombre cuando lo tenemos delante. No es capaz de reconocerlo la oficina de ingresos, ni el jefe de personal y con demasiada frecuencia tampoco el electorado. Se podría decir, como réplica a eso, que para poder formarse una opinión atinada hace falta experiencia. Cierto, pero no es menos cierto que una educación humanista no sólo ofrece una experiencia indirecta sino que también prepara a la persona para absorber rápidamente la experiencia que le proporcione la vida.

Hace falta inculcar a los estudiantes desde el inicio estas respuestas a la pregunta de ¿para qué sirve la disciplina' humanista? Es necesario hacerles entender, o al menos aceptar provisionalmente, que sus estudios son intensamente prácticos. Debidamente aprendidas, las humanidades transformarán su mente y su carácter de una manera que no puede ser descrita, pero que les será útil a lo largo de su vida.

Es tan importante hacer explícita esa expectativa como abstenerse de emitir falsas promesas. El estudio de las humanidades no hace a la persona más ética, más tolerante, más alegre, más leal, más amable de corazón, más exitosa con el sexo opuesto o más popular. Es posible que contribuya a que algo de eso suceda, aunque sólo sea indirectamente, mediante la consecución de una mente bien organizada, capaz de inquirir y distinguir lo falso de lo verdadero y los hechos de la mera opinión; una mente formada y capacitada para escribir, leer y calcular; una mente atenta al mundo y abierta a cualquier buena influencia, aunque sólo sea por haber estimulado la curiosidad y por estar seguro de uno mismo.

Estas son cosas que uno puede esperar, pero no hay garantía de que se logren. La vida, como la medicina, no ofrece certeza alguna, pero se sigue viviendo y acudiendo al médico. Por eso debe señalarse una vez más que, sin exagerar las pretensiones de las humanidades, lo que hace falta es que el maestro, el departamento, la junta de profesores, la administración, el grupo indispensable de asesores, compartan todos ellos la convicción de que su cuerpo de estudios tiene una utilidad, una utilidad práctica en la vida cotidiana, a pesar de que nadie pueda llegar a decir “Mi exposición ante el consejo de administración ha sido mucho mejor gracias al estudio de Esquilo”. El siguiente requisito es obvio aunque difícil, el conjunto de materias debe ser diseñado e impartido por humanistas. Aunque existen no se les puede contratar al por mayor. De acuerdo con el principio expuesto por James de poder reconocer a un buen hombre cuando se le tiene delante, hace falta un humanista para encontrar a otro que también lo sea. Eso no significa lanzarse a la búsqueda de genios. Lo que hace falta no es un talento excepcional sino una determinada actitud y hábito pedagógico. En la actualidad y a lo largo de todo el país los departamentos de lengua inglesa, de filosofía y de historia están llenos de gente muy competente y erudita, pero sólo una minoría sería ca­paz de enseñar las humanidades como humanidades. La experiencia de cincuenta años en Columbia ha demostrado una y otra vez la validez de esta verdad empírica. Algunos de los que han sido seleccionados para impartir los cursos de Civilización Contemporánea y de Humanidades, o el Coloquio sobre los Libros Clásicas, han fracasado, a menudo por el disgusto que les provocaba la tarea y con frecuencia también por su temperamento muy poco humanista.

En parte, la razón del fracaso es que no es posible enseñar las humanidades mediante conferencias, la preparación de clases o la memorización. El método socrático es el adecuado. Es el método de la discusión, pero no tal como se suele practicar. El auténtico método supone un intercambio dirigido y disciplinado, que se caracteriza por el orden y la secuencia lógica. El instructor no debe forzar a que los alumnos hablen de acuerdo con unos parámetros ya establecidos, sino que debe, según la frase de Swift, “enfriar al sabihondo y despertar al estúpido”, con el fin de desarrollar los temas pero sin dejar que el interés decaiga.

El resultado es una conversación en sentido incluyente. Invita al conocimiento, a la fluidez verbal, la sensibilidad hacia las palabras, la cortesía, la rápida apreciación de la fuerza de una observación, la lógica y a la conciencia permanen­te de que la materia de las humanidades es social no sólo en su génesis sino también en sus consecuencias. En las humanidades, el Hombre ideal se dirige a otros hombres en cuanto hombres y en una interminable variedad de formas: a través del lenguaje en muchos idiomas distintos; a través de la poesía, oral o escrita; a través del discurso de la prosa y el teatro; la música y la danza; la oratoria política y forense; la historia oral y escrita; el mito, la religión y la teología. Todas estas actividades, que pensamos que surgieron de los folletos universitarios o los comités de profesores, son en realidad actividades sociales muy antiguas. Vistas en su conjunto nos ofrecen toda la experiencia de la humanidad.

No es posible absorber, ni siquiera adquirir un leve barniz de esta masa cristalizada de pensamiento y emociones en una carrera universitaria, ni aun en toda una vida. Por eso es importante seleccionar bien cuando se quiere enseñar a los jóvenes, o a los que ya no lo son tanto, el significado de ser humano. Como James indicó, hace falta cribar la creación humana y utilizar los ejemplos más adecuados para dejar una impresión duradera en las mentes que por edad, formación o circunstancias no hayan podido percatarse de este tesoro.

Lo que condujo a la idea de los Libros Clásicos fue la necesidad de escoger. La idea se le ocurrió a George Edward Woodberry, de la Universidad de Columbia, a principios del siglo XX; John Erskine transformó la idea en un curso y posteriormente Mortimer Adler y Robert Hutchins la introdujeron en Chicago y Saint John's. Esta idea ha cobrado ya su propia vida, aunque de ningún modo sea la única manera de introducirse en las humanidades. Está claro que parte del contenido debe consistir en obras originales y no ser una tarea descriptiva o crítica de segunda mano. Resulta mejor y más entretenido leer a Shakespeare que a un comentarista de su obra y escuchar a Beethoven que hurgar en las notas del programa. No hay duda de que un humanista recalcitrante y de vocación estará en capacidad de elaborar un plan de estudios de humanidades.

Pero debe ser un plan de estudios, una secuencia, no un conjunto de cursos en los que se picotee. A lo largo de los cuatro años debe exigirse que se cumpla con las distintas partes de dicha secuencia en el orden adecuado. Un poco de aquí y un poco de allá no lleva a ninguna parte y desde luego no conduce a la adquisición de conocimientos sólidos ni a una forma de pensar. Nadie puede esperar que egrese un licenciado “humanizado” después de haber recibido una manita de literatura universal y otra de historia del arte. La naturaleza misma del propósito humanista excluye el sistema optativo. La persona no preparada desde un punto de vista humanista no puede tener más que opiniones de oídas, o ninguna en absoluto, sobre las materias a elegir y las que nunca verá en absoluto. Una vez más hace falta señalar que la naturaleza social de las humanidades está lógicamente relacionada con el hecho de compartir una formación común y un cuerpo común de conocimientos. La formación debe ser progresiva, tanto si el plan de estudios se organiza históricamente como por temas, y debe por ello enfrentarse al placer de poner en práctica un conocimiento cada vez mayor a medida que se avanza sobre los distintos segmentos. Las humanidades son, de todas las materias imaginables, las que menos se prestan a ser acotadas y encajo­nadas. Recordemos el deseo de Wilson de re-generalizar a la nueva generación.

Al defender la idea de que la formación profesional es individualista y la cultura generalizadora como social, Wilson puso sobre el tapete una cuestión política que hace falta airear. Con demasiada frecuencia se discute empleando términos vagos como “democracia” y “elitismo”: supuestamente, las humanidades favorecerían lo último y remarían en contra de lo primero. Este tipo de argumentos son tontamente inconsistentes. La ignorancia de una persona en literatura y las artes no le convierte en un demócrata ni su conocimiento de ellas le hace un elitista. La posesión de conocimientos sirve para someter a los demás a un poder injusto sólo si se Utilizan con ese preciso propósito: un físico, un abogado o un clérigo pueden explotar o humillar a otros, o pueden actuar de manera humanitaria y benéfica. En cualquier caso resulta absurdo invocar la existencia de una “élite” que maquina la opresión de los demás detrás de cualquiera que saque partido de su status educativo. Como Wilson sabía, los humanistas también son individualistas. En cuanto tales son las últimas personas de las que se podría sospechar que conspirarían contra los legos, que es todo lo que se quiere decir con el estúpido término elitismo.

Lo que realmente representa un peligro, mucho más que esa élite imaginaria, es la combinación actual de una educación humanista especializada y a medio hacer. Corremos el riesgo de convertimos en un país de pedantes. Empleo la palabra literal y democráticamente para hacer referencia a los millones de personas movidos por un cierto tipo de pasión en su tiempo libre y en su vocación. En los dos aspectos de su vida esta pasión se manifiesta en un parloteo pedante. Pienso en los observadores de pájaros y los amantes de la naturaleza, en los jóvenes que coleccionan discos y siguen de cerca la vida de los cantantes de música y las estrellas de cine; me refiero al tipo de conocimiento que tienen los fans de todas clases: los adictos al béisbol y los fanáticos de la ópera, los devotos de los trenes eléctricos y los coleccionistas de objetos, desde una primera edición hasta el netsuke.

No sólo son pedantes porque saben y recitan una enorme cantidad de datos (clamarían contra la tiranía si una escuela les pidiera que aprendieran todo eso). Lo que horroriza no es la cantidad de información que poseen, sino la ausencia de toda reflexión al respecto, algún sentido de la relación entre ello y ellos y el mundo. No tienen nada con lo que comparar o contrastar, no adquieren ninguna perspectiva desde la cima de su monstruosa masa de datos y no emerge ninguna generalización que ilumine la monotonía de su esfuerzo. Todo su aprendizaje es dinero estéril, carece de todo interés porque en un sentido estricto no tiene utilidad ninguna. Alguien podría argumentar que sí se utiliza este conocimiento de datos cuando llega el momento de comprar más libros raros, bandejas de plata o sellos de correos. Pero eso no es utilizar el conocimiento para embellecer la vida y destilar sabiduría, tal como puede hacerse con el conocimiento que se tiene y se utiliza de manera humanista.

Estos comentarios no son los de un outsider desdeñoso. Me encantan el béisbol, la ópera, los trenes eléctricos y las historias policíacas, y sé algo de ello. Pero me deja consternado que otras personas, que saben mucho más, no sepan hacer nada con ello excepto reunirse con sus pares para intercambiar algunos datos...

Los defensores de la educación humanista tienden, como ha sido mi caso, a enfatizar la importancia total que tiene en cuanto disciplina de la mente. Hablan de su carácter formativo, y no tanto informativo, y exhortan a los maestros a no olvidar que no les debe preocupar .tanto una exposición larga y detallada de la materia sino el desarrollo de formas de pensamiento y sentimientos. Algunos humanistas mencionan con un gesto de orgullo que no les importa si diez años después un egresado ha olvidado todo lo que ahí aprendió. Esta aseveración parece querer distinguir la elevación de las humanidades de la inclinación mundana de las profesiones. Es una pose ridícula. Si un estudiante entiende de verdad lo que son las humanidades y para qué son, no podrá evitar recordar en detalle los sucesivos elementos que le llevaron a poseer una mente cultivada.

Por otra parte, las humanidades son un gran vocabulario formado por términos, frases, nombres, alusiones, caracteres, acontecimientos, máximas, réplicas: miles de significados incorporados con los que es posible pensar y evaluar el mundo. Todos estos son datos, todo esto es un conocimiento qué recordar de manera precisa e inteligente. En ese sentido las humanidades proporcionan, como cuerpo de conocimiento, un lenguaje común. Se pide a gritos la “comunicación” y se habla de que se carece de ella. Lo que se debería pedir en lugar de ello es que haya más conversación, que a duras penas practican los pedantes. Pues la conversación es el principio de una buena sociedad y una buena vida. Es la llave que abre las celdas que son nuestras profesiones, nuestros hobbies y, en no menor medida, nuestras bellas artes y nuestra vida académica.

viernes, 17 de mayo de 2019

¿Pueden pensar las máquinas?


El desarrollo de la web semántica será importante para estructurar y dar significado a los datos para que puedan ser útiles para las personas y las computadoras.

La importancia de la web semántica (Otras Fuentes)
Sonia Pacheco Moreno, profesora de The Valley DBS
21/10/2016 13:48 Actualizado a18/09/2017 17:33


Hoy casi todo está en Internet. El problema radica en buscar la información correctamente y, lo que es más complicado, encontrar lo que uno busca de manera precisa.

Disponemos de millones y millones de webs, si bien un 75% están inactivas. Tantas, que si medimos el tamaño de la ‘www’ por el tráfico online generado, ya estaríamos inmersos en la era Zettabyte (un zettayte=1021 bytes) según Cisco y su Visual Networking Index. La cifra equivale aproximadamente a unos 36.000 años de vídeo en alta resolución.

Más de 336 millones de dominios se han dado de alta en el último trimestre en todo el mundo. Aunque parezca mucho, solo estamos en el inicio: en España, por ejemplo, el ratio de registro de dominio (.es) por habitante es de 23 por cada 1.000. En uno de los países más activos en este ámbito, Alemania, cuenta con un ratio de hasta 190 por cada 1.000 habitantes, lo que da cuenta de que hay mucho más recorrido con webs y aplicaciones que están por llegar. Nunca la humanidad tuvo a su alcance tanta información con tan fácil acceso.

La cifra En los últimos tres meses se han dado de alta 336 millones de dominios. Un millón y medio por hora.

A todo esto hay que añadir que cualquier persona, independientemente de su edad, con o sin formación, puede crear contenidos y volcarlos en la red en pocos segundos, sobre todo desde la aparición de los smartphone. Esta facilidad se traduce en millones de personas generando contenido a diario: un 29% de la población dispone de cuenta en alguna red social, empleando en ellas un tiempo de 2,4 horas al día.

 

 Los humanos le damos significado a toda la información que hay en la red (exdez)
 
Sin embargo, para la web actual, toda la información existente carece de significado. Las máquinas no entienden su sentido, salvo que el humano detrás de la pantalla pueda dárselo. La ‘www’ fue concebida de manera que unas webs enlazaban con otras webs, pero los enlaces, desde el punto de vista del sistema, necesitan que los humanos les doten de significado (una web no sabe que el link pertenece a la home de otra web o al enlace de una cuenta de social media, o a un fichero pdf).

Puede sorprender que, habiendo creado sistemas complejos de computación, aún hoy mucha parte del trabajo lo debamos realizar las personas. En el caso de las búsquedas y tratamiento de la información en Internet, son los usuarios los que deben extraer la información, contextualizarla, resumirla, interpretarla y organizarla.

Las máquinas no entienden el significado de la información, a no ser que el humano pueda dársela”

Pongamos un ejemplo: si alguien busca un hotel en una zona específica donde alojarse en Londres, y pregunta en un buscador genérico ‘¿Dónde alojarse en La City?’, las cientos de miles de respuestas no responderán a esta pregunta concreta. ¿El motivo? El buscador no entiende la pregunta ni tampoco los términos de la misma. Es el usuario quien debe navegar resultado por resultado para comprobar que la información de cada uno de los enlaces puede resultar la adecuada a su búsqueda.

Parece que hemos diseñado estos sistemas complejos de computación solo para presentar la información de manera muy veloz, pero no para llevar a cabo esas labores de las cuales nos encargamos en la actualidad y consumen mucho de nuestro tiempo. Todo indica que en algunos aspectos no aprovechamos de manera óptima las posibilidades que ofrecen Internet y nuestros dispositivos.

¿Podemos hacer que esto cambie?

La web semántica, sí. Da significado y estructura los datos para que puedan ser útiles para las personas y también para las máquinas; para que puedan elaborar información de utilidad sin que los usuarios tengan que malgastar tiempo y esfuerzo. Así se conseguirá un nivel de automatización tal que ayude a los usuarios a realizar con eficacia y eficiencia las tareas de búsqueda, interpretación o clasificación de la información, entre otras. Esto va a permitir el desarrollo de aplicaciones, programas y agentes, redefiniendo con una alta probabilidad la relación hombre-máquina que hoy en día conocemos y abriendo, por tanto, nuevos usos y formas relación máquina-máquina, las cuales podrán generar conocimiento de manera autónoma.

El mayor impulsor de la web semántica es Tim Berners-Lee, padre de la ‘www’. El británico ya se refería a esta web semántica, en 2001, de la siguiente manera: “No es una web independiente sino una extensión de la actual, en la que se da información de significado bien definido, que puede permitir que ordenadores y las personas trabajen en cooperación”. El mismo indicaba que “la Web se ha desarrollado rápidamente como un medio de documentos para las personas más que un lugar para que los datos y la información pueda ser procesada de forma automática.

Cinco años después, Berners-Lee presentó el concepto Linked Data: no vale dar significado a los conceptos, hay que enlazarlos unos con otros. Todo esto le lleva a ser un firme defensor del Open Data que está íntimamente ligado a la buena marcha de la web semántica.

 
Nos encontramos ya en la era de los Zettabytes (Otras Fuentes)

Pero despegar todo el potencial de la web semántica es un trabajo arduo y complejo cuyo éxito depende en gran medida de varios factores, entre otros, los avances en el desarrollo de herramientas como los anotadores semiautomáticos y aplicaciones en Procesamiento de Lenguaje Natural, una disciplina englobada dentro del campo de la Inteligencia Artificial.

El PLN trabaja para hacer comprender a las computadoras y los sistemas el lenguaje que hablamos los humanos, porque las máquinas en la actualidad no disponen de la capacidad para entender lo que decimos. Se trata de una tarea aún no resuelta a nivel computacional: los sistemas pueden dominar la sintaxis de una lengua, pero no su significado conceptual. Esto se debe a la complejidad que de la propia lengua. Por ese motivo se nos escapa una sonrisa cuando ciertas aplicaciones como los asistentes de voz no nos comprenden o transcriben erróneamente lo que decimos.

Algunos Data Scientists señalan que la inteligencia artificial ha tenido cierto nivel de éxito en todo aquello que tiene que ver con la lógica, no así con respecto al procesamiento del lenguaje humano.

Ese es precisamente el objetivo de la web semántica: dotar de significado a los datos. Es decir, si buscáramos respuestas a preguntas como: ¿Qué ciudad es más grande, Tokio o Bangkok? obtendríamos una respuesta clara y precisa, al contrario del enfoque actual donde el usuario tiene que: 1) buscar los habitantes de Tokio; 2) Discriminar y elegir una fuente fidedigna; 3) Anotar el resultado; 4) 5) 6) realizar los mismos pasos para Bangkok; 7) comparar resultados.

Con la web semántica esto no ocurriría. El sistema sería capaz de realizar estas operaciones por sí mismo; extraería el dato de fuentes fidedignas, incluso aquellas que estuvieran en un idioma diferente. Por este motivo Berner-Lee aboga por el Open Data, ya que es necesario que los datos estén disponibles para que esta magia ocurra. Afortunadamente cada vez hay más instituciones que permiten el acceso a los mismos - por ejemplo en España http://datos.gob.es- .

La web semántica permite dotar de significado a los datos

Pero antes de que todo esto sea posible, hay que afrontar uno de los mayores retos de la web semántica: el traslado unificado de la base conceptual del mundo que nos rodea. Es decir, estandarizar, independientemente de la lengua, todo el conocimiento universal que aglutina la ‘www’.

Ante este reto surge la siguiente pregunta: ¿Cómo y quién se va a encargar de esta inmensa tarea? Parece que, por el momento, necesitaremos inteligencia y esfuerzo colectivo para llevarlo a cabo, y ya se están incentivando ciertos estímulos para los más ‘adelantados de la clase’. De no ser así, y con la cantidad de información que se espera en los próximos cinco años, tal vez empecemos a preguntarnos sobre la calidad de las respuestas ofrecidas por los buscadores y estos últimos sobre sus modelos de negocio.

De tener éxito creando este complejo sistema, tal vez tendríamos que empezar a plantearnos muy seriamente la pregunta más famosa de Alan Turing: Can Machines Think? (¿Pueden pensar las máquinas?).

Tedio, Charles Baudelaire



Charles Pierre Baudelaire (París, 9 de abril de 1821-31 de agosto de 1867)

Al lector (Las flores del mal)

La necedad, el error, el pecado, la tacañería,
Ocupan nuestros espíritus y trabajan nuestros cuerpos,
Y alimentamos nuestros amables remordimientos,
Como los mendigos nutren su miseria.

Nuestros pecados son testarudos, nuestros arrepentimientos cobardes;
Nos hacemos pagar largamente nuestras confesiones,
Y entramos alegremente en el camino cenagoso,
Creyendo con viles lágrimas lavar todas nuestras manchas.

Sobre la almohada del mal está Satán Trismegisto
Que mece largamente nuestro espíritu encantado,
Y el rico metal de nuestra voluntad
Está todo vaporizado por este sabio químico.

¡Es el Diablo quien empuña los hilos que nos mueven!
A los objetos repugnantes les encontramos atractivos;
Cada día hacia el Infierno descendemos un paso,
Sin horror, a través de las tinieblas que hieden.

Cual un libertino pobre que besa y muerde
el seno martirizado de una vieja ramera,
Robamos, al pasar, un placer clandestino
Que exprimimos bien fuerte cual vieja naranja.

Oprimido, hormigueante, como un millón de helmintos,
En nuestros cerebros bulle un pueblo de demonios,
Y, cuando respiramos, la Muerte a los pulmones
Desciende, río invisible, con sordas quejas.

Si la violación, el veneno, el puñal, el incendio,
Todavía no han bordado con sus placenteros diseños
El lienzo banal de nuestros tristes destinos,
Es porque nuestra alma, ¡ah! no es bastante osada.

Pero, entre los chacales, las panteras, los podencos,
Los simios, los escorpiones, los gavilanes, las sierpes,
Los monstruos chillones, aullantes, gruñones, rampantes
En la jaula infame de nuestros vicios,

¡Hay uno más feo, más malo, más inmundo!
Si bien no produce grandes gestos, ni grandes gritos,
Haría complacido de la tierra un despojo
Y en un bostezo tragaríase el mundo:

¡Es el Tedio! — los ojos preñados de involuntario llanto,
Sueña con patíbulos mientras fuma su pipa,
Tú conoces, lector, este monstruo delicado,
—Hipócrita lector, —mi semejante, — ¡mi hermano!

De la ignorancia al pensar

José Antonio Robledo y Meza
Colegio de Filosofía, FFyL-BUAP
Cel. 2223703233


Todo problema como tal nace cuando el espíritu se halla en una situación intermedia entre la ignorancia y el saber. No hay problema para el ignorante, como tampoco lo hay para el sabio. La noción misma de problema va unida a la de filosofía, es decir, de deseo o amor a la sabiduría.
Bréhier E. en El problema en filosofía contemporánea.



¿Qué debe saber hacer un estudiante que egresa de una universidad se le enseñe o no? La respuesta depende de la intención del estudiante en cuestión. ¿Quiere un certificado? ¿Quiere ser profesor? ¿Quiere aprender a pensar? De esta última cuestión me ocuparé.
Los humanes sabemos muchas cosas, tenemos información que nos interesa de muchos tipos: de valor histórico, de interés intelectual, de importancia práctica (tecnología) de profundo conocimiento teorético (filosofía, teología, geometría, matemáticas y ciencia) que nos procuran comprensión del mundo y el Universo; pero también reconocemos que es infinita nuestra ignorancia. Adquirimos conciencia de nuestra ignorancia por: a) el conocimiento adquirido en la vida cotidiana y en el campo de las ciencias; b) la reflexión que a cada paso que damos en la solución de un problema nos permite descubrir nuevos problemas incluso ahí donde creíamos estar en terreno firme.
¿Cómo adquirimos saberes y conocimientos? Al estudiar aprendemos; adquirimos saberes y conocimientos, y, con esto, desarrollamos las condiciones para formular nuevos problemas ya que el estudio al mismo tiempo que nos abre las puertas de los saberes y conocimientos, nos da conciencia de nuestra ignorancia. El estudio hace posible que adquiramos distintas habilidades y capacidades -como las de dudar y sorprendernos y la creatividad-. El estudio al ayudarnos a formular problemas nos conduce a pensar, a investigar. Por lo dicho, los humanes reconocemos que día a día crecen nuestros saberes y conocimientos pero al mismo tiempo que nuestra ignorancia es casi infinita. Y esta tensión entre saber e ignorancia se mantiene todo el tiempo.
Todo saber es para el pensador una fuente de problemas y es con problemas que se mantiene vivo el pensar. Son los problemas -la tensión entre saber, conocer e ignorar lo que le dan sentido al pensar. Después sigue el análisis del problema y los ensayos de solución y su correspondiente argumentación.
Una fuente del pensar nos lo proporcionan las contradicciones contenidas en nuestros saberes y conocimientos; otra son las contradicciones presentadas entre los saberes y los hechos a los que se pretende dar cuenta. Sea uno u otro el caso el problema es conceptual ya que si el problema viniera del mundo práctico esto nos obligaría a meditar, teorizar, especular, dando con ello lugar a conceptualizaciones.
Continuemos con un par de ejemplos. Imaginemos que nos preguntamos ¿Qué es la vida humana? Antes de ir por la respuesta es necesario saber qué tipo de pregunta se está uno haciendo. Y la pregunta que nos hacemos es conceptual ya que la pregunta: ¿Qué es la vida humana? exige una definición del concepto "vida humana". Y aquí surgen más preguntas. ¿Por qué puede uno preguntarse tal cosa? ¿Por qué es uno capaz de preguntarse tal cosa? ¿Eso tiene el sentido de por qué es necesario preguntarse tal cosa? La legitimidad de la pregunta es epistémica ya que el hombre siempre se ha mostrado como un animal curioso que sabe muchas cosas pero que también ignora muchas más. Otra pregunta derivada de la original sería: ¿Uno tiene el derecho de saber que es la vida humana? Esta pregunta apunta por la necesidad biológica de saberlo. ¿Es necesario saberlo? Esta pregunta apunta por las razones, esto es, por la necesidad de explicar por qué hay vida humana.
Hemos repetido varias veces el por qué tal o cual cosa lo que equivale a preguntarse por las causas de la vida humana, o en otras palabras, la vida humana es efecto de qué circunstancias. Finalmente podemos preguntarnos por las características de la vida humana ¿Cómo se manifiesta? ¿De qué manera? ¿En qué forma? ¿Qué sería un ejemplo de vida humana?
Ahora hagamos un pequeño ejercicio. Supón que eres astronautas, y que tu nave espacial cae en un planeta desconocido para ti. ¿Qué es lo que harías una vez recobrado el conocimiento? Lógicamente, las cuatro primeras preguntas que un humán haría en tales circunstancias serían: ¿dónde estoy?, ¿cómo lo sé?, ¿qué debo hacer?, ¿cómo le hago? Estas preguntas, fundamentales para el estudio de la existencia y por ende, para la supervivencia humana, son respondidas por las cuatro primeras ramas de la filosofía: metafísica (¿dónde estoy?, ¿de dónde vengo?, ¿a dónde voy?), epistemología (¿cómo lo sé?), ética (¿qué debo hacer?) y política (¿cómo le hago?).
¿Dónde estoy? Los aportes del pensar no me dirán si estoy en Cholula o en Ámsterdam o en otro lugar (aun cuando me dará las herramientas necesarias para averiguarlo); sin embargo, ayudará a comprender el dilema: ¿estoy en un mundo gobernado por leyes estables, firmes, cognoscibles, absolutas? ¿O estoy en un caos incomprensible? ¿Las cosas a mí alrededor son reales, o son sólo una ilusión? ¿Existen independientemente de mi voluntad o son creadas por mi mente? ¿Puedo cambiarlas según mi voluntad o no? De estas preguntas se ocupa la Metafísica, que es el estudio de la naturaleza de la existencia como tal.
¿Cómo lo sé? Como el humán no es omnisciente ni infalible, debe descubrir el mundo, averiguar qué es el conocimiento y cómo probar la validez de sus conclusiones al respecto. ¿Adquiere saber por un proceso racional o por una súbita revelación, o por instintos, o por acto reflejo? ¿Es la razón competente para descubrir la realidad o el humán posee alguna otra facultad superior o paralela a la razón? ¿Puede estar seguro de algo o está condenado a vivir en una duda perpetua? De todo ello se ocupa la epistemología, que estudia el conocimiento y el medio de adquirirlo.
¿Qué debería hacer? Las investigaciones a las dos primeras preguntas determinarán la respuesta a la tercera. ¿Qué es bueno y malo para el humán, y por qué? ¿Su preocupación debería ser alcanzar la felicidad o huir del sufrimiento? ¿Debería perseguir sus propias metas, o subordinarse a las de los demás? De ello se ocupa la ética, rama del pensar que estudia el modo en que un hombre debería comportarse.
A su vez, la respuesta que da la ética determina cómo el humán debería tratar con otros humanes, lo que involucra la cuarta rama de la filosofía, la política, directamente basada en las primeras tres, que define los principios de un sistema social adecuado.
Analiza cada pregunta y te percatarás que algunas tienen tanto componentes teóricos como prácticos. Lo dicho hasta aquí nos permite inferir que:
1) No hay problema sin ignorancia.
2) No hay problema sin conocimientos y saberes.
3) No hay pensar sin ignorancia.
4) No hay pensar sin conocimientos y saberes.
5) No hay pensar sin problemas, i.e., sin ignorancia y conocimientos y saberes.
Si retomamos la pregunta inicial ¿Qué debe saber hacer un estudiante que egresa de una universidad se le enseñe o no? concluyo que es el reconocimiento de que la ignorancia nos pone en el camino del estudio y de los problemas, y son el carácter y la cualidad de éstos -los problemas- juntamente con su análisis, la audacia y singularidad de las soluciones propuestas lo que determina el valor o falta de valor del pensar. Y una forma de problematizar es formulando preguntas así que un estudiante que aspire a formarse como pensador no debe conformarse con repetir soluciones sino, por el contrario, debe habilitarse como un formulador de preguntas.

Puebla, Pue., Plazas de Guadalupe
16 de mayo del 2019

jueves, 16 de mayo de 2019

La visión dionisiaca del mundo

Federico Nietzsche, 1871
En El nacimiento de la tragedia, (traducción de Andrés Sanchez Pascual), Madrid, Editorial Alianza.

Los griegos, que en sus dioses dicen y a la vez callan la doctrina secreta de su visión del mundo, erigieron dos divinidades, Apolo y Dioniso, como doble fuente de su arte. En la esfera del arte, estos nombres representan antítesis estilísticas que caminan una junto a otra, casi siempre luchando entre sí, y que sólo una vez aparecen fundidas, en el instante del florecimiento de la «voluntad» helénica, formando la obra de arte de la tragedia ática. En dos estados, en efecto, alcanza el ser humano la delicia de la existencia: en el sueño y en la embriaguez. La bella apariencia del mundo onírico, en el que cada hombre es artista completo, es la madre de todo arte figurativo y también, como veremos, de una mitad importante de la poesía. Gozamos en la comprensión inmediata de la figura, todas las formas nos hablan; no existe nada indiferente e innecesario. En la vida suprema de esta realidad onírica tenemos, sin embargo, el sentimiento traslúcido de su apariencia; sólo cuando ese sentimiento cesa es cuando comienzan los efectos patológicos, en los que ya el sueño no restaura, y cesa la natural fuerza curativa de sus estados. Mas, en el interior de esa frontera, no son sólo acaso las imágenes agradables y amistosas las que dentro de nosotros buscamos con aquella inteligibilidad total: también las cosas serias, tristes, oscuras, tenebrosas, son contempladas con el mismo placer, sólo que también aquí el velo de la apariencia tiene que estar en un movimiento ondeante, y no le es lícito encubrir del todo las formas básicas de lo real. Así, pues, mientras que el sueño es el juego del ser humano individual con lo real, el arte del escultor (en sentido amplio) es el juego con el sueño. La estatua en cuanto bloque de mármol, es algo muy real, pero lo real de la estatua en cuanto figura onírica es la persona viviente del dios. Mientras la estatua flota aún como imagen de la fantasía ante los ojos del artista, éste continúa jugando con lo real; cuando el artista traspasa esa imagen al mármol, juega con el sueño.
¿En qué sentido fue posible hacer de Apolo el dios del arte? Sólo en cuanto es el dios de las representaciones oníricas. El es «el Resplandeciente» de modo total: en su raíz más honda es el dios del sol y de la luz, que se revela en el resplandor. La «belleza» es su elemento: eterna juventud le acompaña. Pero también la bella apariencia del mundo onírico es su reino: la verdad superior, la perfección propia de esos estados que contrasta con la sólo fragmentariamente inteligible realidad diurna, elévalo a la categoría de dios vaticinador, pero también ciertamente de dios artístico. El dios de la bella apariencia tiene que ser al mismo tiempo el dios del conocimiento verdadero. Pero aquella delicada frontera que a la imagen onírica no le es lícito sobrepasar para no producir un efecto patológico, pues entonces la apariencia no sólo engaña, sino que embauca, no es lícito que falte tampoco en la esencia de Apolo: aquella mesurada limitación, aquel estar libre de las emociones más salvajes, aquella sabiduría y sosiego del dios-escultor. Su ojo tiene que poseer un sosiego «solar»: aun cuando esté encolerizado y mire con malhumor, se halla bañado en la solemnidad de la bella apariencia.
El arte dionisíaco, en cambio, descansa en el juego con la embriaguez, con el éxtasis. Dos poderes sobre todo son los que al ingenuo hombre natural lo elevan hasta el olvido de sí que es propio de la embriaguez, el instinto primaveral y la bebida narcótica. Sus efectos están simbolizados en la figura de Dioniso. En ambos estados el principium individuationis (principio de individuación) queda roto, lo subjetivo desaparece totalmente ante la eruptiva violencia de lo general-humano, más aún, de lo universal-natural. Las fiestas de Dioniso no sólo establecen un pacto entre los hombres, también reconcilian al ser humano con la naturaleza. De manera espontánea ofrece la tierra sus dones, pacíficamente se acercan los animales más salvajes: panteras y tigres arrastran el carro, adornado con flores, de Dioniso. Todas las delimitaciones de casta que la necesidad y la arbitrariedad han establecido entre los seres humanos desaparecen: el esclavo es hombre libre, el noble y de humilde cuna se unen para formar los mismos coros báquicos. En muchedumbres cada vez mayores va rodando de un lugar a otro el evangelio de la «armonía de los mundos»: cantando y bailando manfiéstase el ser humano como miembro de una comunidad superior, más ideal: ha desaprendido a andar y a hablar. Más aún: se siente mágicamente transformado, y en realidad se ha convertido en otra cosa. Al igual que los animales hablan y la tierra da leche y miel, también en él resuena algo sobrenatural. Se siente dios: todo lo que vivía sólo en su imaginación, ahora eso lo percibe en sí. ¿Qué son ahora para él las imágenes y las estatuas? El ser humano no es ya un artista, se ha convertido en una obra de arte, camina tan extático y erguido como en sueños veía caminar a los dioses. La potencia artística de la naturaleza, no ya la de un ser humano individual, es la que aquí se revela: un barro más noble, un mármol más precioso son aquí amasados y tallados: el ser humano. Este ser humano configurado por el artista Dioniso mantiene con la naturaleza la misma relación que la estatua mantiene con el artista apolíneo.
Así como la embriaguez es el juego de la naturaleza con el ser humano, así el acto creador del artista dionisíaco es el juego con la embriaguez. Cuando no se lo ha experimentado en sí mismo, ese estasdo sólo se lo puede comprender de manera simbólica: es algo similar a lo que ocurre cuando se sueña y a la vez se barrunta que el sueño es sueño. De igual modo, el servidor de Dioniso tiene que estar embriagado y, a la vez, estar al acecho detrás de sí mismo como observador. No en el cambio de sobriedad y embriaguez, sino en la combinación de ambos se muestra el artista dionisíaco.
Esta combinación caracteriza el punto culminante del mundo griego: sólo Apolo es dios del arte en Grecia, y su poder fue el que de tal modo moderó a Dioniso, que irrumpía desde Asia, que pudo surgir la más bella alianza fraterna. Aquí es donde con más facilidad se aprehende el increíble idealismo del ser helénico: un culto natural que entre los asiáticos significa el más tosco desencadenamiento de los instintos inferiores, una vida animal panhetérica, que durante un tiempo determinado hace saltar todos los lazos sociales, eso quedó convertido entre ellos en una festividad de redención del mundo, en un día transfiguración. Todos los instintos sublimes de su ser se revelaron en esta idealización de la orgía.
Pero el mundo griego nunca había corrido mayor peligro que cuando se produjo la tempestuosa irrupción del nuevo dios. A su vez, nunca la sabiduría del Apolo délfico se mostró a una luz más bella. Al principio resistiéndose a hacerlo, envolvió al potente adversario en el más delicado de los tejidos, de modo que éste apenas pudo advertir que iba caminando semiprisionero. Debido a que los sacerdotes délficos adivinaron el profundo efecto del yo culto sobre los procesos sociales de regeneración y lo favorecieron de acuerdo con sus propósitos políticos-religiosos, debido a que el artista apolíneo sacó enseñanzas, con discreta moderación, del arte revolucionario de los cultos báquicos, debido, finalmente, a que en el culto délfico el dominio del año quedó repartido entre Apolo y Dioniso, ambos salieron, por así decirlo, vencedores en el certamen que los enfrentaba: una reconciliación celebrada en el campo de batalla. Si se quiere ver con claridad de qué modo tan poderoso el elemento apolíneo refrenó lo que de irracionalmente sobrenatural había en Dioniso, piénsese que en el período más antiguo de la música el género ditirámbico era al mismo tiempo hersicástico (calmante). Cuanto más vigorosamente fue creciendo el espíritu artístico apolíneo, tanto más libremente se desarrolló el dios hermano Dioniso: al mismo tiempo que el primero llegaba a la visión plena, inmóvil, por así decirlo, de la belleza, en la época de Fidias, el segundo interpretaba en la tragedia los enigmas y los horrores del mundo y expresaba en la música trágica el pensamiento más íntimo de la naturaleza, el hecho de que la «voluntad» hila en y por encima de todas las apariencias.
Aun cuando la música sea también un arte apolíneo, tomadas las cosas con rigor sólo lo es el ritmo, cuya fuerza figurativa fue desarrollada hasta convertirla en exposición de estados apolíneos: la música de Apolo es arquitectura en sonidos, y además, en sonidos sólo insinuados, como son los propios de la cítara. Cuidadosamente se mantuvo apartado cabalmente el elemento que constituye el carácter de la música dionisíaca, más aún, de la música en cuanto tal, el poder estremecedor del sonido y el mundo completamente incomparable de la armonía. Para percibir ésta poseía el griego una sensibilidad finísima, como es forzoso inferir de la rigurosa caracterización de las tonalidades, si bien en ellos es mucho menor que en el mundo moderno la necesidad de una armonía acabada, que realmente suene. En la sucesión de armonías, y ya en su abreviatura, en la denominada melodía, la «voluntad» se revela con total inmediatez sin haber ingresado antes en ninguna apariencia. Cualquier individuo puede servir de símbolo, servir, por así decirlo, de caso individual de una regla general; pero, a la inversa, la esencia de lo aparencial la expondrá el artista dionisíaco, de un modo inmediatamente comprensible: él manda, en efecto sobre el caos de la voluntad no devenida aún figura, y puede sacar de él, en cada momento creador, un mundo nuevo, pero también el antiguo, conocido como apariencia. En este último sentido es un músico trágico.
En la embriaguez dionisíaca, en el impetuoso recorrido de todas las escalas anímicas durante las excitaciones narcóticas, o en el desencadenamiento de los instintos primaverales, la naturaleza se manifiesta en su fuerza más alta: vuelve a juntar a los individuos y los hace sentirse como una sola cosa, de tal modo que el principium individuatonis (el principio de individuación) aparece, por así decirlo, como un permanente estado de debilidad de la voluntad. Cuanto más decaida se encuentra la voluntad, tanto más egoísta, arbitrario es el modo como el individuo está desarrollado, tanto más débil es el organismo al que sirve. Por esto, en aquellos estados prorrumpe, por así decirlo, un rasgo sentimental de la voluntad, un sollozo de la criatura, por las cosas perdidas: en el placer supremo resuena el grito del espanto, los gemidos nostálgicos de una pérdida insustituible.
La naturaleza exuberante celebra a la vez sus saturnales y sus exequias. Los afectos de sus sacerdotes están mezclados del modo más prodigioso, los dolores despiertan placer, el júbilo arranca del pecho sonidos llenos de dolor. El dios ha liberado a todas las cosas de sí mismas, transformado todo. El canto y la mímica de las masas excitadas de ese modo, en las que la naturaleza ha cobrado voz y movimiento, fueron para el mundo greco-homérico algo completamente nuevo e inaudito; para él era algo oriental, a lo que tuvo que someter con enorme energía rítmica y plástica y que sometió, como sometió en aquella época el estilo de los templos egipcios. Fue el pueblo apolíneo el que aherrojó al instinto prepotente con las cadenas de la belleza; él fue el que puso el yugo a los elementos más peligrosos de la naturaleza, a sus bestias más salvajes. 
Cuando más admiramos el poder idealista de Grecia es al comparar su espiritualización de la fiesta de Dioniso con lo que en otros pueblos surgió de idéntico origen. Festividades similares son antiquísimas, y se las puede demostrar por doquier, siendo las más famosas las que se celebraban en Babilonia bajo el nombre de los saces (pueblo nómade del Asia antigua). Aquí, en una fiesta que duraba cinco días, todos los lazos públicos y sociales quedaron rotos; pero lo central era el desenfreno sexual, la aniquilación de toda relación familiar... La contrapartida de esto nos la ofrece la imagen de la fiesta griega de Dioniso trazada por Eurípides en Las bacantes: de esa imagen fluyen el mismo encanto, la misma transfiguradora embriaguez musical que Escopas y Praxíteles condensaron en estatuas. Un mensajero narra que, en el calor del mediodía, ha subido con los rebaños a las cumbres de las montañas: es el momento justo y el lugar justo para ver cosas no vistas; ahora Pan duerme, ahora el cielo es el trasfondo inmóvil de una aureola, ahora florece el día. En una pradera el mensajero divisa tres coros de mujeres, que yacen diseminados por el suelo en actitud decente: muchas mujeres se han apoyado en troncos de abetos: todas las cosas dormitan.
De repente la madre de Penteo comienza a dar gritos de júbilo, el sueño queda ahuyentado, todas se ponen de pie, un modelo de nobles costumbres; las jóvenes muchachas y las mujeres dejan caer los rizos sobre los hombros, la piel de venado es puesta en orden, si, al dormir, los lazos y las cintas se habían soltado. Las mujeres se ciñen con serpientes, que lamen confiadamente sus mejillas, algunas toman en sus brazos lobos y venados jóvenes y los amamantan. Todas se adornan con coronas de hiedra y con enredaderas; una percusión con el tirso en las rocas, y el agua sale a borbotones; un golpe con el bastón en el suelo, y un manantial de vino brota. Dulce miel destila de las ramas; basta que alguien toque el suelo con las puntas de los pies para que brote leche blanca como la nieve. Este es un mundo sometido a una transformación mágica total, la naturaleza celebra su festividad de reconciliación en el ser humano.

¡Sapere Aude! ¿Qué es la ilustración?


Immanuel Kant, 1784
 
La ilustración es la liberación del hombre de su culpable incapacidad. La incapacidad significa la imposibilidad de servirse de su inteligencia sin la guía de otro. Esta incapacidad es culpable porque su causa no reside en la falta de inteligencia sino de decisión y valor para servirse por sí mismo de ella sin la tutela de otro. ¡Sapere aude! ¡Ten el valor de servirte de tu propia razón! : he aquí el lema de la ilustración.

La pereza y la cobardía son causa de que una tan gran parte de los hombres continúe a gusto en su estado de pupilo, a pesar de que hace tiempo la Naturaleza los liberó de ajena tutela (naturaliter majorennes); también lo son que se haga tan fácil para otros erigirse en tutores. ¡Es tan cómodo no estar emancipado! Tengo a mi disposición un libro que me presta su inteligencia, un cura de almas que me ofrece su conciencia, un médico que me prescribe las dietas, etc., etc., así que no necesito molestarme. Si puedo pagar no me hace falta pensar: ya habrá otros que tomen a su cargo, en mi nombre, tan fastidiosa tarea. Los tutores, que tan bondadosamente se han arrogado este oficio, cuidan muy bien que la gran mayoría de los hombres (y no digamos que todo el sexo bello) considere el paso de la emancipación, además de muy difícil, en extremo peligroso. Después de entontecer sus animales domésticos y procurar cuidadosamente que no se salgan del camino trillado donde los metieron, les muestran los peligros que les amenazarían caso de aventurarse a salir de él. Pero estos peligros no son tan graves pues, con unas cuantas caídas aprenderían a caminar solitos; ahora que, lecciones de esa naturaleza, espantan y le curan a cualquiera las ganas de nuevos ensayos.

Es, pues, difícil para cada hombre en particular lograr salir de esa incapacidad, convertida casi en segunda naturaleza. Le ha cobrado afición y se siente realmente incapaz de servirse de su propia razón, porque nunca se le permitió intentar la aventura. Principios y fórmulas, instrumentos mecánicos de un uso o más bien abuso, racional de sus dotes naturales, hacen veces de ligaduras que le sujetan a ese estado. Quien se desprendiera de ellas apenas si se atrevería a dar un salto inseguro para salvar una pequeña zanja, pues no está acostumbrado a los movimientos desembarazados. Por esta razón, pocos son los que, con propio esfuerzo de su espíritu, han logrado superar esa incapacidad y proseguir, sin embargo, con paso firme.

Pero ya es más fácil que el público se ilustre por sí mismo y hasta, si se le deja en libertad, casi inevitable. Porque siempre se encontrarán algunos que piensen por propia cuenta, hasta entre los establecidos tutores del gran montón, quienes, después de haber arrojado de sí el yugo de la tutela, difundirán el espíritu de una estimación racional del propio valer de cada hombre y de su vocación a pensar por sí mismo. Pero aquí ocurre algo particular: el público, que aquellos personajes uncieron con este yugo, les unce a ellos mismos cuando son incitados al efecto por algunos de los tutores incapaces por completo de toda ilustración; que así resulta de perjudicial inculcar prejuicios, porque acaban vengándose en aquellos que fueron sus sembradores o sus cultivadores. Por esta sola razón el público sólo poco a poco llega a ilustrarse. Mediante una revolución acaso se logre derrocar el despotismo personal y acabar con la opresión económica o política, pero nunca se consigue la verdadera reforma de la manera de pensar; sino que, nuevos prejuicios, en lugar de los antiguos, servirán de riendas para conducir al gran tropel.

Para esta ilustración no se requiere más que una cosa, libertad; y la más inocente entre todas las que llevan ese nombre, a saber: libertad de hacer uso público de su razón íntegramente Mas oigo exclamar por todas partes: ¡Nada de razones! El oficial dice: ¡no razones, y haz la instrucción! El funcionario de Hacienda: ¡nada de razonamientos!, ¡a pagar! El reverendo: ¡no razones y cree! (sólo un señor en el mundo dice: razonad todo lo que queráis y sobre lo que queráis pero ¡obedeced!) Aquí nos encontramos por doquier con una limitación de la libertad. Pero ¿qué limitación es obstáculo a la ilustración? ¿Y cuál, por el contrario, estímulo? Contesto: el uso público de su razón le debe estar permitido a todo el mundo y esto es lo único que puede traer ilustración a los hombres; su uso privado se podrá limitar a menudo estrictamente, sin que por ello se retrase en gran medida la marcha de la ilustración. Entiendo por uso público aquel que, en calidad de maestro, se puede hacer de la propia razón ante el gran público del mundo de lectores. Por uso privado entiendo el que ese mismo personaje puede hacer en su calidad de funcionario. Ahora bien; existen muchas empresas de interés público en las que es necesario cierto automatismo, por cuya virtud algunos miembros de la comunidad tienen que comportarse pasivamente para, mediante una unanimidad artificial, poder ser dirigidos por el Gobierno hacia los fines públicos o, por lo menos, impedidos en su perturbación. En este caso no cabe razonar, sino que hay que obedecer. Pero en la medida en que esta parte de la máquina se considera como miembro de un ser común total y hasta de la sociedad cosmopolita de los hombres, por lo tanto, en calidad de maestro que se dirige a un público por escrito haciendo uso de su razón, puede razonar sin que por ello padezcan los negocios en los que le corresponde, en parte, la consideración de miembro pasivo. Por eso, sería muy perturbador que un oficial que recibe una orden de sus superiores se pusiera a argumentar en el cuartel sobre la pertinencia o utilidad de la orden: tiene que obedecer. Pero no se le puede prohibir con justicia que, en calidad de entendido, haga observaciones sobre las fallas que descubre en el servicio militar y las exponga al juicio de sus lectores. El ciudadano no se puede negar a contribuir con los impuestos que le corresponden; y hasta una crítica indiscreta de esos impuestos, cuando tiene que pagarlos, puede ser castigada por escandalosa (pues podría provocar la resistencia general). Pero ese mismo sujeto actúa sin perjuicio de su deber de ciudadano si, en calidad de experto, expresa públicamente su pensamiento sobre la inadecuado o injusticia de las gabelas. Del mismo modo, el clérigo está obligado a enseñar la doctrina y a predicar con arreglo al credo de la Iglesia a que sirve, pues fue aceptado con esa condición. Pero como doctor tiene la plena libertad y hasta el deber de comunicar al público sus ideas bien probadas e intencionadas acerca de las deficiencias que encuentra en aquel credo, así como el de dar a conocer sus propuestas de reforma de la religión y de la Iglesia. Nada hay en esto que pueda pesar sobre su conciencia. Porque lo que enseña en función de su cargo, en calidad de ministro de la Iglesia, lo presenta como algo a cuyo respecto no goza de libertad para exponer lo que bien le parezca, pues ha sido colocado para enseñar según las prescripciones y en el nombre de otro. Dirá: nuestra Iglesia enseña esto o lo otro; estos son los argumentos de que se sirve. Deduce, en la ocasión, todas las ventajas prácticas para su feligresía de principios que, si bien él no suscribiría con entera convicción, puede obligarse a predicar porque no es imposible del todo que contengan oculta la verdad o que, en el peor de los casos, nada impliquen que contradiga a la religión interior. Pues de creer que no es éste el caso, entonces sí que no podría ejercer el cargo con arreglo a su conciencia; tendrá que renunciar. Por lo tanto, el uso que de su razón hace un clérigo ante su feligresía, constituye un uso privado; porque se trata siempre de un ejercicio doméstico, aunque la audiencia sea muy grande; y, en este respecto, no es, como sacerdote, libre, ni debe serlo, puesto que ministra un mandato ajeno. Pero en calidad de doctor que se dirige por medio de sus escritos al público propiamente dicho, es decir, al mundo, como clérigo, por consiguiente, que hace un uso público de su razón, disfruta de una libertad ilimitada para servirse de su propia razón y hablar en nombre propio. Porque pensar que los tutores espirituales del pueblo tengan que ser, a su vez, pupilos, representa un absurdo que aboca en una eterización de todos los absurdos.

Pero ¿no es posible que una sociedad de clérigos, algo así como una asociación eclesiástica o una muy reverenda classis (como se suele denominar entre los holandeses) pueda comprometerse por juramento a guardar un determinado credo para, de ese modo, asegurar una suprema tutela sobre cada uno de sus miembros y, a través de ellos, sobre el pueblo, y para eternizarla, si se quiere? Respondo: es completamente imposible. Un convenio semejante, que significaría descartar para siempre toda ilustración ulterior del género humano, es nulo e inexistente; y ya puede ser confirmado por la potestad soberana, por el Congreso, o por las más solemnes capitulaciones de paz. Una generación no puede obligarse y juramentarse a colocar a la siguiente en una situación tal que le sea imposible ampliar sus conocimientos (presuntamente circunstanciales), depurarlos del error y, en general, avanzar en el estado de su ilustración. Constituiría esto un crimen contra la naturaleza humana, cuyo destino primordial radica precisamente en este progreso. Por esta razón, la posteridad tiene derecho a repudiar esa clase de acuerdos como celebrados de manera abusiva y criminal. La piedra de toque de todo lo que puede decidirse como ley para un pueblo, se halla en esta interrogación ¿es que un pueblo hubiera podido imponerse a si mismo esta ley? Podría ser posible, en espera de algo mejor, por un corto tiempo circunscrito, con el objeto de procurar un cierto orden; pero dejando libertad a los ciudadanos, y especialmente a los clérigos, de exponer públicamente, esto es, por escrito, sus observaciones sobre las deficiencias que encuentran en dicha ordenación, manteniéndose mientras tanto el orden establecido hasta que la comprensión de tales asuntos se haya difundido tanto y de tal manera que sea posible, mediante un acuerdo logrado por votos (aunque no por unanimidad), elevar hasta el trono una propuesta para proteger a aquellas comunidades que hubieran coincidido en la necesidad, a tenor de su opinión más ilustrada, de una reforma religiosa, sin impedir, claro está, a los que así lo quisieren, seguir con lo antiguo. Pero es completamente ilícito ponerse de acuerdo ni tan siquiera por el plazo de una generación, sobre una constitución religiosa inconmovible, que nadie podría poner en tela de juicio públicamente, ya que con ello se destruiría todo un período en la marcha de la humanidad hacia su mejoramiento, período que, de ese modo, resultaría no sólo estéril sino nefasto para la posteridad. Puede un hombre, por lo que incumbe a su propia persona, pero sólo por un cierto tiempo, eludir la ilustración en aquellas materias a cuyo conocimiento está obligado; pero la simple y pura renuncia, aunque sea por su propia persona, y no digamos por la posteridad, significa tanto como violar y pisotear los sagrados derechos del hombre. Y lo que ni un pueblo puede acordar por y para sí mismo, menos podrá hacerlo un monarca en nombre de aquél, porque toda su autoridad legisladora descansa precisamente en que asume la voluntad entera del pueblo en la suya propia. Si no pretende otra cosa, sino que todo mejoramiento real o presunto sea compatible con el orden ciudadano, no podrá menos de permitir a sus súbditos que dispongan por sí mismos en aquello que crean necesario para la salvación de sus almas; porque no es ésta cuestión que le importe, y sí la de evitar que unos a otros se impidan con violencia buscar aquella salvación por el libre uso de todas sus potencias. Y hará agravio a la majestad de su persona si en ello se mezcla hasta el punto de someter a su inspección gubernamental aquellos escritos en los que sus súbditos tratan de decantar sus creencias, ya sea porque estime su propia opinión como la mejor, en cuyo caso se expone al reproche: Caesar non est supra grammaticos, ya porque rebaje a tal grado su poder soberano que ampare dentro de su Estado el despotismo espiritual de algunos tiranos contra el resto de sus súbditos.

Si ahora nos preguntamos: ¿es que vivimos en una época ilustrada? la respuesta será: no, pero sí en una época de ilustración. Falta todavía mucho para que, tal como están las cosas y considerados los hombres en conjunto, se hallen en situación, ni tan siquiera en disposición de servirse con seguridad y provecho de su propia razón en materia de religión. Pero ahora es cuando se les ha abierto el campo para trabajar libremente en este empeño, y percibimos inequívocas señales de que van disminuyendo poco a poco los obstáculos a la ilustración general o superación, por los hombres, de su merecida tutela. En este aspecto nuestra época es la época de la Ilustración o la época de Federico.

Un príncipe que no considera indigno de sí declarar que reconoce como un deber no prescribir nada los hombres en materia de religión y que desea abandonarlos a su libertad, que rechaza, por consiguiente, hasta ese pretencioso sustantivo de tolerancia, es un príncipe ilustrado y merece que el mundo y la posteridad, agradecidos, le encomien como aquel que rompió el primero, por lo que toca al Gobierno, las ligaduras de la tutela y dejó en libertad a cada uno para que se sirviera de su propia razón en las cuestiones que atañen a su conciencia. Bajo él, clérigos dignísimos, sin mengua de su deber ministerial, pueden, en su calidad de doctores, someter libre y públicamente al examen del mundo aquellos juicios y opiniones suyos que se desvíen, aquí o allá, del credo reconocido; y con mayor razón los que no están limitados por ningún deber de oficio. Este espíritu de libertad se expande también por fuera, aun en aquellos países donde tiene que luchar con los obstáculos externos que le levanta un Gobierno que equivoca su misión. Porque este único ejemplo nos aclara cómo en régimen de libertad nada hay que temer por la tranquilidad pública y la unidad del ser común. Los hombres poco a poco se van desbastando espontáneamente, siempre que no se trate de mantenerlos, de manera artificial, en estado de rudeza.

He tratado del punto principal de la ilustración, a saber, la emancipación de los hombres de su merecida tutela, en especial por lo que se refiere a cuestiones de religión; pues en lo que atañe a las ciencias y las artes los que mandan ningún interés tienen en ejercer tutela sobre sus súbditos y, por otra parte, hay que considerar que esa tutela religiosa es, entre todas, la más funesta y deshonrosa. Pero el criterio de un jefe de Estado que favorece esta libertad va todavía más lejos y comprende que tampoco en lo que respecta a la legislación hay peligro porque los súbitos hagan uso público de su razón, y expongan libremente al mundo sus ideas sobre una mejor disposición de aquella, haciendo una franca crítica de lo existente; también en esto disponemos de un brillante ejemplo, pues ningún monarca se anticipó al que nosotros veneramos.

Pero sólo aquel que, esclarecido, no teme a las sombras, pero dispone de un numeroso y disciplinado ejército para garantizar la tranquilidad pública, puede decir lo que no osaría un Estado libre: ¡razonad todo lo que queráis y sobre lo que queráis pero obedeced! Y aquí tropezamos con un extraño e inesperado curso de las cosas humanas; pues ocurre que, si contemplamos este curso con amplitud, lo encontramos siempre lleno de paradojas. Un grado mayor de libertad ciudadana parece que beneficia la libertad espiritual del pueblo pero le fija, al mismo tiempo, límites infranqueables; mientras que un grado menor le procura el ámbito necesario para que pueda desenvolverse con arreglo a todas sus facultades. Porque ocurre que cuando la Naturaleza ha logrado desarrollar, bajo esta dura cáscara, esa semilla que cuida con máxima ternura, a saber, la inclinación y oficio del libre pensar del hombre, el hecho repercute poco a poco en el sentir del pueblo (con lo cual éste se va haciendo cada vez más capaz de la libertad de obrar) y hasta en los principios del Gobierno, que encuentra ya compatible dar al hombre, que es algo más que una máquina, un trato digno de él.

Filosofar en la calle. Hacia una nueva universidad.

Filosofar en la calle. Hacia una nueva universidad. José Antonio Robledo y Meza   En esta reflexión trataré de sugerir ideas que pueda...