Porqué
me convertí al catolicismo, G. K. Chesterton, en Por
qué soy católico; Madrid:
El Buey Mudo, 2009.
Gilbert
Keith Chesterton (Londres, 29 de
mayo de 1874-Beaconsfield, 14 de junio de 1936),
escritor y periodista británico de inicios del siglo XX.
Cultivó, entre otros géneros, el ensayo, la narración,
la biografía, la lírica, el periodismo y
el libro de viajes. Se han referido a él como el «príncipe de
las paradojas». Su personaje más famoso es el Padre Brown,
un sacerdote católico de
apariencia ingenua, cuya agudeza psicológica lo vuelve un formidable
detective, y que aparece en más de cincuenta historias reunidas en
cinco volúmenes, publicados entre 1911 y 1935.
Presento a continuación los
argumentos que Chesterton expuso de su conversión religiosa del
anglicanismo al catolicismo en 1922.
Aunque
sólo hace algunos años que soy católico, sé sin embargo que el
problema "por qué soy católico" es muy distinto del
problema "por qué me convertí al catolicismo". Tantas
cosas han motivado mi conversión y tantas otras siguen surgiendo
después... Todas ellas se ponen en evidencia solamente cuando la
primera nos da el empujón que conduce a la conversión misma.
Todas
son también tan numerosas y tan distintas las unas de las otras,
que, al cabo, el motivo originario y primordial puede llegar a
parecernos casi insignificante y secundario. La "confirmación"
de la fe, vale decir, su fortalecimiento y afirmación, puede venir,
tanto en el sentido real como en el sentido ritual, después de la
conversión. El convertido no suele recordar más tarde de qué modo
aquellas razones se sucedían las unas a las otras. Pues pronto, muy
pronto, este sinnúmero de motivos llega a fundirse para él en una
sola y única razón.
Existe
entre los hombres una curiosa especie de agnósticos, ávidos
escudriñadores del arte, que averiguan con sumo cuidado todo lo que
en una catedral es antiguo y todo lo que en ella es nuevo. Los
católicos, por el contrario, otorgan más importancia al hecho de si
la catedral ha sido reconstruida para volver a servir como lo que es,
es decir, como catedral.
¡Una
catedral! A ella se parece todo el edificio de mi fe; de esta fe mía
que es demasiado grande para una descripción detallada; y de la que,
sólo con gran esfuerzo, puedo determinar las edades de sus distintas
piedras.
A
pesar de todo, estoy seguro de que lo primero que me atrajo hacia el
catolicismo, era algo que, en el fondo, debería más bien haberme
apartado de él. Estoy convencido también de que varios católicos
deben sus primeros pasos hacia Roma a la amabilidad del difunto señor
Kensit.
El
señor Kensit, un pequeño librero de la City, conocido como
protestante fanático, organizó en 1898 una banda que,
sistemáticamente, asaltaba las iglesias ritualistas y perturbaba
seriamente los oficios. El señor Kensit murió en 1902 a causa de
heridas recibidas durante uno de esos asaltos. Pronto la opinión
pública se volvió contra él, clasificando como "Kensitite
Press" a los peores panfletos antirreligiosos publicados en
Inglaterra contra Roma, panfletos carentes de todo juicio sano y de
toda buena voluntad.
Recuerdo
especialmente ahora estos dos casos: unos autores serios lanzaban
graves acusaciones contra el catolicismo, y, cosa curiosa, lo que
ellos condenaban me pareció algo precioso y deseable.
En
el primer caso -creo que se trataba de Horton y Hocking- se
mencionaba con estremecido pavor, una terrible blasfemia sobre la
Santísima Virgen de un místico católico que escribía: "Todas
las criaturas deben todo a Dios; pero a Ella, hasta Dios mismo le
debe algún agradecimiento". Esto me sobresaltó como un son de
trompeta y me dije casi en alta voz: "¡Qué maravillosamente
dicho!" Me parecía como si el inimaginable hecho de la
Encarnación pudiera con dificultad hallar expresión mejor y más
clara que la sugerida por aquel místico, siempre que se la sepa
entender.
En
el segundo caso, alguien del diario "Daily News" (entonces
yo mismo era todavía alguien del "Daily News"), como
ejemplo típico del "formulismo muerto" de los oficios
católicos, citó lo siguiente: un obispo francés se había dirigido
a unos soldados y obreros cuyo cansancio físico les volvía dura la
asistencia a Misa, diciéndoles que Dios se contentaría con su sola
presencia, y que les perdonaría sin duda su cansancio y su
distracción. Entonces yo me dije otra vez a mí mismo: "¡Qué
sensata es esa gente! Si alguien corriera diez leguas para hacerme un
gusto a mí, yo le agradecería muchísimo, también, que se durmiera
enseguida en mi presencia".
Junto
con estos dos ejemplos, podría citar aún muchos otros procedentes
de aquella primera época en que los inciertos amagos de mi fe
católica se nutrieron casi con exclusividad de publicaciones
anticatólicas.
Tengo
un claro recuerdo de lo que siguió a estos primeros amagos. Es algo
de lo cual me doy tanta más cuenta cuanto más desearía que no
hubiese sucedido. Empecé a marchar hacia el catolicismo mucho antes
de conocer a aquellas dos personas excelentísimas a quienes, a este
respecto, debo y agradezco tanto: al reverendo Padre John O'Connor de
Bradford y al señor Hilaire Belloc; pero lo hice bajo la influencia
de mi acostumbrado liberalismo político; lo hice hasta en la
madriguera del "Daily News".
Este
primer empuje, después de debérselo a Dios, se lo debo a la
historia y a la actitud del pueblo irlandés, a pesar de que no hay
en mí ni una sola gota de sangre irlandesa. Estuve solamente dos
veces en Irlanda y no tengo ni intereses allí ni sé gran cosa del
país. Pero ello no me impidió reconocer que la unión existente
entre los diferentes partidos de Irlanda se debe en el fondo a una
realidad religiosa; y que es por esta realidad que todo mi interés
se concentraba en ese aspecto de la política liberal.
Fui
descubriendo cada vez con mayor nitidez, enterándome por la historia
y por mis propias experiencias, cómo, durante largo tiempo se
persiguió por motivos inexplicables a un pueblo cristiano, y todavía
sigue odiándosele. Reconocí luego que no podía ser de otra manera,
porque esos cristianos eran profundos e incómodos como aquellos que
Nerón hizo echar a los leones.
Creo
que estas mis revelaciones personales evidencian con claridad la
razón de mi catolicismo, razón que luego fue fortificándose.
Podría añadir ahora cómo seguí reconociendo después, que, a
todos los grandes imperios, una vez que se apartaban de Roma, les
sucedía precisamente lo mismo que a todos aquellos seres que
desprecian las leyes o la naturaleza: tenían un leve éxito
momentáneo, pero pronto experimentaban la sensación de estar
enlazados por un nudo corredizo, en una situación de la que ellos
mismos no podían librarse. En Prusia hay tan poca perspectiva para
el prusianismo, como en Manchester para el individualismo
manchesteriano.
Todo
el mundo sabe que, a un viejo pueblo agrario, arraigado en la fe y en
las tradiciones de sus antepasados, le espera un futuro más grande o
por lo menos más sencillo y más directo que a los pueblos que no
tienen por base la tradición y la fe. Si este concepto se aplicase a
una autobiografía, resultaría mucho más fácil escribirla que si
se escudriñasen sus distintas evoluciones; pero el sistema sería
egoísta. Yo prefiero elegir otro método para explicar breve pero
completamente el contenido esencial de mi convicción: no es por
falta de material que actúo así, sino por la dificultad de elegir
lo más apropiado entre todo ese material numeroso. Sin embargo,
trataré de insinuar uno o dos puntos que me causaron una especial
impresión.
Hay
en el mundo miles de modos de misticismo capaces de enloquecer al
hombre. Pero hay una sola manera entre todas de poner al hombre en un
estado normal. Es cierto que la humanidad jamás pudo vivir un largo
tiempo sin misticismo. Hasta los primeros sones agudos de la voz
helada de Voltaire encontraron eco en Cagliostro. Ahora la
superstición y la credulidad han vuelto a expandirse con tan
vertiginosa rapidez, que dentro de poco el católico y el agnóstico
se encontrarán lado a lado. Los católicos serán los únicos que,
con razón, podrán llamarse racionalistas. El mismo culto idolátrico
por el misterio empezó con la decadencia de la Roma pagana a pesar
de los "intermezzos" de un Lucrecio o de un Lucano.
No
es natural ser materialista ni tampoco el serlo da una impresión de
naturalidad. Tampoco es natural contentarse únicamente con la
naturaleza. El hombre, por lo contrario, es místico. Nacido como
místico, muere también como místico, sobre todo si en vida ha sido
un agnóstico. Mientras que todas las sociedades humanas consideran
la inclinación al misticismo como algo extraordinario, tengo yo que
objetar, sin embargo, que una sola sociedad entre ellas, el
catolicismo, tiene en cuenta las cosas cotidianas. Todas las otras
las dejan de lado y las menosprecian.
Un
célebre autor publicó una vez una novela sobre la contraposición
que existe entre el convento y la familia (The
Cloister and the hearth).
En aquel tiempo, hace 50 años, era realmente posible en Inglaterra
imaginar una contradicción entre esas dos cosas. Hoy en día, la así
llamada contradicción, llega a ser casi un estrecho parentesco.
Aquellos que en otro tiempo exigían a gritos la anulación de los
conventos, destruyen hoy sin disimulo la familia. Este es uno de los
tantos hechos que testimonian la verdad siguiente: que, en la
religión católica, los votos y las profesiones más altas y "menos
razonables" -por decirlo así- son, sin embargo, los que
protegen las cosas mejores de la vida diaria.
Muchas
señales místicas han sacudido el mundo. Pero una sola revolución
mística lo ha conservado: el santo está al lado de lo superior, es
el mejor amigo de lo bueno. Toda otra aparente revelación se desvía
al fin hacia una u otra filosofía indigna de la humanidad; a
simplificaciones destructoras; al pesimismo, al optimismo, al
fatalismo, a la nada y otra vez a la nada; al "nonsense", a
la insensatez.
Es
cierto que todas las religiones contienen algo bueno. Pero lo bueno,
la quinta esencia de lo bueno, la humildad, el amor y el fervoroso
agradecimiento "realmente existente" hacia Dios, no se
hallan en ellas. Por más que las penetremos, por más respeto que
les demostremos, con mayor claridad aún reconoceremos también esto:
en lo más hondo de ellas hay algo distinto de lo puramente bueno;
hay a veces dudas metafísicas sobre la materia, a veces habla en
ellas la voz fuerte de la naturaleza; otras, y esto en el mejor de
los casos, existe un miedo a la Ley y al Señor.
Si
se exagera todo esto, nace en las religiones una deformación que
llega hasta el diabolismo. Sólo pueden soportarse mientras se
mantengan razonables y medidas. Mientras se estén tranquilas, pueden
llegar a ser estimadas, como sucedió con el protestantismo
victoriano. Por el contrario, la más alta exaltación por la
Santísima Virgen o la más extraña imitación de San
Francisco de Asís, seguirían siendo, en su quintaesencia, una
cosa sana y sólida. Nadie negará por ello su humanismo, ni
despreciará a su prójimo. Lo que es bueno, jamás podrá llegar a
ser DEMASIADO bueno. Esta es una de las características del
catolicismo que me parece singular y universal a la vez. Esta otra la
sigue:
Sólo
la Iglesia Católica puede salvar al hombre ante la destructora y
humillante esclavitud de ser hijo de su tiempo. El otro día, Bernard
Shaw expresó el nostálgico deseo de que todos los hombres vivieran
trescientos años en civilizaciones más felices. Tal frase nos
demuestra cómo los santurrones sólo desean -como ellos mismos
dicen- reformas prácticas y objetivas.
Ahora
bien: esto se dice con facilidad; pero estoy absolutamente convencido
de lo siguiente: si Bernard Shaw hubiera vivido durante los últimos
trescientos años, se habría convertido hace ya mucho tiempo al
catolicismo. Habría comprendido que el mundo gira siempre en la
misma órbita y que poco se puede confiar en su así llamado
progreso. Habría visto también cómo la Iglesia fue sacrificada por
una superstición bíblica, y la Biblia por una superstición
darwinista. Y uno de los primeros en combatir estos hechos hubiera
sido él. Sea como fuere, Bernard Shaw deseaba para cada uno una
experiencia de trescientos años. Y los católicos, muy al contrario
de todos los otros hombres, tienen una experiencia de diecinueve
siglos. Una persona que se convierte al catolicismo, llega, pues, a
tener de repente dos mil años.
Esto
significa, si lo precisamos todavía más, que una persona, al
convertirse, crece y se eleva hacia el pleno humanismo. Juzga las
cosas del modo como ellas conmueven a la humanidad, y a todos los
países y en todos los tiempos; y no sólo según las últimas
noticias de los diarios. Si un hombre moderno dice que su religión
es el espiritualismo o el socialismo, ese hombre vive íntegramente
en el mundo más moderno posible, es decir, en el mundo de los
partidos.
El
socialismo es la reacción contra el capitalismo, contra la insana
acumulación de riquezas en la propia nación. Su política
resultaría del todo distinta si se viviera en Esparta o en el Tíbet.
El espiritualismo no atraería tampoco tanto la atención si no
estuviese en contradicción deslumbrante con el materialismo
extendido en todas partes. Tampoco tendría tanto poder si se
reconocieran más los valores sobrenaturales.
Jamás
la superstición ha revolucionado tanto el mundo como ahora. Sólo
después que toda una generación declaró dogmáticamente y una vez
por todas, la IMPOSIBILIDAD de que haya espíritus, la misma
generación se dejó asustar por un pobre, pequeño espíritu. Estas
supersticiones son invenciones de su tiempo -podría decirse en su
excusa-. Hace ya mucho, sin embargo, que la Iglesia Católica probó
no ser ella una invención de su tiempo: es la obra de su Creador, y
sigue siendo capaz de vivir lo mismo en su vejez que en su primera
juventud: y sus enemigos, en lo más profundo de sus almas, han
perdido ya la esperanza de verla morir algún día.
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