El
Algoritmo de Dios y el antiguo sueño de la conciencia artificial
Por
Santiago Koval.
Extracto
de La
condición poshumana.
Santiago
Koval es editor de www.kubernetica.com, Kubernética. Weblog acerca
del uso ético de las nuevas tecnologías, 2006 a la actualidad.
Lo
lógicamente imposible es tecnológicamente imposible. La tecnología
concebible lo es porque es teóricamente pensable y lo que es
técnicamente factible hace realizable la tecnología. Hoy día el
uso cotidiano y cuasinatural de las tecnologías digitales obligan a
revisar conceptos que den cuenta sobre la integración hombre-máquina
que nos permitan fusionar la biología y la tecnología en productos
como androides y poshumanos. ¿Serán androides y poshumanos figuras
artificiales ontológicamente idénticas o superiores a sus
creadores? ¿Estamos en el umbral de la extinción de la especie
humana? ¿Podemos no evitarlo? Son sólo unas preguntas que he
derivado al leer lo que a continuación comparto.
El
Algoritmo de Dios y el antiguo sueño de la conciencia artificial
Por
Santiago Koval. Extracto de La
condición poshumana
1.
Introducción
La
llegada de las Tecnologías de la Información y la Comunicación
(TIC) a partir de la década de 1970 produjo cambios de orden
cualitativo en lo tecnológico
realizable (lo
que es técnicamente factible) y en lo tecnológico
concebible (lo
que es teóricamente pensable). Estas transformaciones se han
expresado respectivamente en cambios de registro material y
conceptual en nuestro espíritu de época, una nueva era en la
historia de la humanidad signada por el uso cotidiano y natural de
las tecnologías digitales. Tanto en el dominio de la ciencia real
como en el de la ciencia ficción, los discursos relativos a
la integración
hombre-máquina,
que discurren acerca de la fusión entre biología y tecnología,
apuntan en conjunto a la idea de que las TIC darán lugar, en un
punto cercano, a una singularidad tecnológica, punto histórico de
inflexión y cambio trascendental expresado en la aparición
de androides y poshumanos,
figuras artificiales ontológicamente idénticas, e incluso
superiores, a los seres originales en que se inspiran.
La
revolución tecnológica iniciada con la llegada del microprocesador
se ha consolidado en los años noventa a partir de la convergencia
material y conceptual entre biología, ingeniería genética,
electrónica e informática. La aplicación de regiones tecnológicas
diversas al desarrollo de máquinas humanas y humanos mecánicos ha
dado lugar a un régimen de nuevos desarrollos técnicos, expresado
en el surgimiento de seres
artificiales híbridos,
a mitad de camino entre biología natural y
tecnología cultural.
Este conjunto de nuevas posibilidades ha ido transformando el
horizonte narrativo de los discursos asociados a esta rama de
desarrollo, alimentando conforme a ello las fantasías y aspiraciones
de realidad en los centros de investigación más influyentes del
planeta. La mayoría de estos centros se ubican en universidades e
institutos especializados en robótica, cibernética, nanotecnología,
ingeniería genética, biotecnología, informática, etc., y sus
autores y principales promotores son mayormente inventores y
especialistas en tecnologías de punta que han participado desde hace
años en el desarrollo de las técnicas sobre las que ahora
reflexionan.
El
peso teórico de sus argumentos ha ido influyendo en el imaginario
social, mezclándose y alineándose lentamente con otro tipo de
discursos, como el cinematográfico y el literario. Estos discursos
de la ficción científica,
comprometidos con la realidad tecnológica que los rodea, absorben
desde una posición privilegiada –producto, en gran parte, de su
carácter mitológico- el capital de nociones vinculado a estas
nuevas posibilidades, proyectando, de acuerdo con su propia lógica
discursiva, mundos posibles (relatos, historias, alegorías, etc.)
poblados de robots,
androides, ciborgs y poshumanos.
Desde la perspectiva teórica del discurso tecnocientífico, el
imaginario de la ciencia ficción es atravesado, en particular a
partir de la década del setenta, por la idea fundamental, antes
inconcebible, de que las TIC llevan las posibilidades de fusión
entre hombres y máquinas a un nivel cualitativamente nuevo.
2.
¿Realidad científica o metáfora ficcional?
La
alineación conceptual entre el discurso de la academia científica y
el discurso de la ciencia ficción indica la existencia de una
tendencia común dentro del imaginario vinculado a la integración
hombre-máquina, caracterizada por una concepción de las nuevas
tecnologías como factores cualitativos de transformación de lo
real. De alguna manera, acertadas o no, las narraciones heterogéneas
que discurren acerca de las consecuencias cercanas de la fusión
entre humanos y entidades mecánicas se estrechan la mano alrededor
de un núcleo común de ideas claramente discernibles. En términos
de los discursos que las promueven, las TIC darán lugar a una nueva
etapa en la historia de la humanidad marcada por el advenimiento de
seres artificiales que realizan los sueños milenarios en que se
fundan.
Ahora
bien, tomando en consideración los discursos generados por la
academia científica, lo cierto es que la distancia existente entre
sus proyecciones y fantasías por un lado, y las realidades tangibles
y efectivamente existentes en el mundo material sobre el que teorizan
del otro, sigue siendo, pese a todo, manifiestamente notoria. Los
sueños poshumanistas trascendentales de transbiomorfosis o descarga
del contenido de la mente en un sustrato digital y las fantasías
singularistas de máquinas emocionales y robots universales dotados
de inteligencia artificial que superan a la humanidad en todos sus
aspectos, lejos de concretarse en realidades inmediatas, continúan
siendo, en su calidad de discursos, propuestas ficcionales acerca de
un futuro probable. A raíz de ello, cabe pensar que las parábolas y
profecías construidas por los científicos y teóricos de nuestra
era forman parte, no tanto de lo tecnológico realizable, sino más
bien de lo tecnológico concebible. Su formulación
teórico-científica, sus argumentos y metodologías rigurosas, no
pueden ocultar el hecho de que, en esencia, estos discursos no
difieren mucho de las propuestas de las ficciones científicas.
Lejos
de poder confirmar en los hechos las metáforas construidas con
palabras, los discursos teóricos del mundo académico se subsumen
así, irremediablemente, en el universo narrativo de la ciencia
ficción y pasan a compartir, conforme a ello, la plataforma
conceptual con los discursos imaginarios de la ciencia ficción.
Alineados,
pues, respecto de los mundos posibles que proyectan y estrechamente
ligados a un universo narrativo común, lo imaginario científico y
lo imaginario ficcional constituyen, en conjunto, una instancia de
discurso de nivel superior, fundamentalmente imaginaria, que
reflexiona acerca de los mundo futuros que derivarán del desarrollo
tecnológico reciente. Los argumentos teóricos provenientes de los
centros de investigación más importantes del mundo por un lado y
las parábolas narrativas procedentes de los relatos literarios y
cinematográficos por el otro, conforman un ideario cultural de
enorme significación conceptual, y el valor imaginario de sus
aportes al desarrollo tecnocientífico debe tomarse seriamente en
consideración a la hora de ensayar un diagnóstico contemporáneo
acerca del estado del arte de la fusión entre humanos y tecnología.
Las
proyecciones elaboradas desde esta plataforma imaginaria de carácter
mixto giran en torno a los posibles efectos culturales y sociales que
traerá a la humanidad la inminente llegada de una singularidad
tecnológica en los próximos años. Dentro del enorme abanico de
miedos y fantasías asociados a la emergencia de figuras como los
robots, los androides, los ciborgs y los poshumanos, los
discursos de nuestra era insisten en determinadas parábolas
fundamentales que no hacen otra cosa que repetir y reformular, una y
otra vez, temores ancestrales arraigados desde los orígenes de la
humanidad misma:
el terror a la rebelión de la criatura, sea un monstruo de carne o
un artificio de metal, sea un autómata aislado o una especie de
máquinas organizada; el temor al castigo divino como respuesta al
desafío del hombre a los límites impuestos en su naturaleza por los
dioses que lo crearon; el sueño de la fuerza de trabajo dócil,
barata e infatigable, un esclavo mecánico incondicional sin
pretensiones morales, que dejaría a los hombres en un paraíso
terrenal; el anhelo de superar las limitaciones físicas del cuerpo
por medio de una elevación mística del espíritu y la mente, que
llevaría a la inmortalidad; el miedo al desequilibrio en el mercado
laboral por la introducción de trabajadores automáticos, que
dejaría a gran parte de la población desempleada; la fascinación
por la creación de vida y conciencia artificiales, que cuestionan de
raíz la identidad y unicidad existencial del ser humano y ponen en
jaque la moralidad de sus aspiraciones demiúrgicas; y así
siguiendo.
Es
de notar que los miedos y fantasías construidos por la ciencia
ficción se consideran normalmente como mundos probables y no como
escenarios imposibles, como sí lo son algunos mundos construidos por
el género fantástico. La distinción trazada por Philip K. Dick
entre fantasía y ficción científica se relaciona precisamente con
esta noción: «[l]a fantasía trata de lo que la opinión general
considera imposible; la ciencia ficción trata de lo que la opinión
general considera posible en las circunstancias apropiadas».
Los discursos de la ciencia ficción cuentan, de esta forma, con el
poder persuasivo de aquello que puede llegar a ocurrir si se cumplen
ciertas condiciones tecnológicas, que en el momento de su
enunciación son teóricamente posibles.
Discursos
de ficción científica que construyen mundos teóricamente posibles
en condiciones técnicamente probables, las representaciones de la
tecnología de nuestra era centran sus esfuerzos narrativos en la
idea central de singularidad tecnológica, un cambio trascendental en
la evolución humana producto de la llegada de nuevas posibilidades
técnicas. La cuestión central, pues, que se encuentra en la base de
estos planteos gira en torno a la pregunta fundamental acerca de si
la singularidad tendrá efectivamente lugar o no en el futuro
cercano.
¿Pasará
a ser, en lo sucesivo, la metáfora ficcional de hoy realidad
científica del mañana?
Así
como el sueño del viaje a la Luna, proyectado discursivamente en
1865 por Julio Verne, se consolidó a la postre, un siglo más tarde,
como avance tecnológico en el dominio científico, así también,
cabe preguntarse si las proyecciones narrativas de la ciencia ficción
contemporánea acerca de la llegada de una singularidad tecnológica
se convertirán ellas también, en un futuro inmediato, en presencia
material de lo tecnológico realizable.
3.
Singularidad tecnológica
Más
allá del centro de un agujero negro, las leyes de la física y la
matemática no se aplican, y todos los criterios universales dados
desde siempre por sentado deben descartarse. El perímetro del
agujero negro, el event horizon (horizonte de eventos), marca el
punto crítico de inflexión, a partir del cual la realidad misma
(las dimensiones, la materia, el espacio y el tiempo) gira sobre sí
misma y deviene otra cosa. En su centro, ocurre la singularidad, allí
donde “el espacio-tiempo tiene una curvatura infinita y la materia
tiende a una densidad infinita bajo la presión de la gravedad
infinita. En una singularidad, el tiempo y el espacio dejan de
existir tal como los conocemos, y con ellos, todas las leyes de la
física”.
Nacida
originalmente para el terreno de la física, la noción de
singularidad o punto singular, aplicada a otros terrenos científicos,
refiere un punto de cambio cualitativo y trascendental más allá del
cual todos los modelos científicos dejan de tener validez predictiva
y explicativa, y deben, por lo tanto, ser reemplazados por un nuevo
paradigma de conocimiento. Utilizada incluso más ampliamente para
todos los terrenos del conocimiento, la singularidad es, siguiendo al
físico y matemático ruso Alexander Friedmann, un punto en el cual
la teoría en sí misma se rompe.
Valiéndose
del concepto de la física para el campo de la tecnología, y
retomando los conceptos de John von Neumann, Raymond Kurzweil (1999)
define la singularidad tecnológica como un período futuro en el que
el ritmo de cambio tecnológico será tan rápido, y su impacto tan
profundo, que la vida humana se transformará de manera irreversible.
En este mismo orden, el matemático y autor de ciencia ficción
Vernor Vinge (1993) constata que, tomando en cuenta el desarrollo
tecnológico creciente de los últimos años, s obrevendrá
inevitablemente entre 2020 y 2050 una singularidad tecnológica
marcada, de un lado, por la aparición de entidades artificiales con
una inteligencia superior a la humana (ordenadores sensibles
superinteligentes, supercerebros diseñados genéticamente, redes
electrónicas que adquieren conciencia, etc.) y, de otro, por la
superación tecnológica de las capacidades humanas por medio de
interfaces naturales hombre-máquina, que dará lugar a la emergencia
de seres poshumanos superinteligentes.
Entendida
como una pérdida fundamental de los puntos de referencia, esta
noción se ha convertido en el eje conceptual por excelencia de los
argumentos teóricos de nuestro tiempo, y a su alrededor se han
concentrado todas las posturas discursivas, ficcionales o no, que
ensayan acerca de los escenarios posibles que sobrevendrán en un
futuro inminente. Promovida por las Tecnologías de la Comunicación
y la Información, la singularidad tecnológica se propone como el
resultado de la posibilidad real de alcanzar un nuevo estadio en el
linaje evolutivo de los hombres y las máquinas.
Del
lado de la integración
exógena (la
tendencia de nuestra cultura a reproducir al hombre en un dispositivo
técnico, es decir, a humanizar la máquina), la singularidad se
expresa en la emergencia del androide, ser artificial de naturaleza
idéntica al ser humano, dotado en su máxima expresión de
inteligencia y conciencia artificiales. Del lado de la integración
endógena (la
propensión a potenciar lo humano por medios tecnológicos, esto es,
a mecanizar al hombre), en la aparición del poshumano, ser humano de
naturaleza idéntica a una máquina, descargado en su máxima
expresión a un sustrato digital. De uno y de otro lado, la
singularidad, entendida como un punto extremo en el largo proceso
histórico de réplica y potenciación tecnológicas, alcanza en
ambas tendencias la cúspide de sus posibilidades casi exclusivamente
en el dominio de lo mental. Allí donde los promotores de la
integración exógena encuentran el mayor obstáculo y el más grande
anhelo en la búsqueda de la imitación de lo humano, allí también
los defensores de la vertiente endógena descubren la más fuerte
inspiración en su afán de expansión biológica: la mente humana.
Así
pues, la tendencia general en la producción de seres artificiales
pareciera orientarse, en los últimos años, hacia el dominio
exclusivo de lo mental. Conforme a las posibilidades que brindan las
TIC de abordar el organismo humano en el más mínimo y microscópico
detalle, cualidad de nuestra era que Paul Virilio dio en llamar
«endocolonización» , el inexplorado terreno de lo mental comenzó
a ser lentamente invadido por procesos y elementos de la tecnología
que permiten extremar las aspiraciones de réplica e incremento
artificiales. No contentos con los avances técnicos en la invasión
e imitación del cuerpo, sus más entusiastas promotores se volcaron
hacia el misterioso universo de la mente.
Para
las posturas exógenas, concentradas alrededor de la inteligencia
artificial dura, la singularidad ocurrirá si de la tecnología
computacional emergen la inteligencia y la conciencia artificiales;
para las posiciones endógenas, agrupadas en torno al poshumanismo
trascendental, la singularidad sobrevendrá si el contenido mental de
un cerebro humano puede ser extraído y descargado enteramente en un
entorno artificial.
Descarga
mental poshumana y emergencia artificial de la conciencia, se trata,
en última instancia, de las caras opuestas de un mismo problema
filosófico: si es factible replicar la mente en un cerebro
artificial, sin dudas será posible descargar su contenido en un
sustrato digital; esto es, si la mente no es más que un complejo
sistema de información reducible a fórmulas matemáticas
computables, entonces tanto su descarga como su réplica en un
soporte físico que emule la estructura de un cerebro humano deberían
ser posibles.
La
cuestión teórica que está detrás de esta controversia se conoce
en filosofía de la mente como el problema mente-cuerpo, y no son
pocos los filósofos que han reflexionado en los últimos siglos
sobre el tema, algunos de los cuales comienzan ahora a aplicarlo a la
noción de singularidad. El advenimiento de una singularidad
tecnológica, la emergencia del androide y del poshumano como
posibilidades técnicas, está sujeto necesariamente a la cuestión
fundamental acerca de si los fenómenos tecnológicos creados por el
hombre son o no análogos a los fenómenos biológicos labrados por
la naturaleza. En particular, a la pregunta acerca de si la mente
humana, máxima expresión de la capacidad creativa de lo natural,
puede ser reducida en su totalidad a fenómenos puramente físicos y
mecánicos, que podrían por consiguiente recrearse, llegado el nivel
de sofisticación apropiado, por medio de elementos computacionales
tomados de la tecnología cultural.
4.
Dualismo cartesiano y el problema mente-cuerpo
Como
materia del pensamiento moderno, el
problema mente-cuerpo hunde sus raíces en el dualismo cartesiano,
que definió el marco conceptual predominante en el paradigma
occidental desde el siglo XVII hasta nuestros días. El dualismo
responde a un esquema binario, esto es, a un sistema de ideas o de
pensamientos con dos valores, como la lógica, en la que los teoremas
son válidos o inválidos; la epistemología, en la que las
proposiciones son verdaderas o falsas; y la ética, en la que los
individuos son buenos o malos y sus acciones, correctas o
incorrectas. Asimismo, la doctrina de las dos verdades, la sagrada y
la profana o la religiosa y la secular, es una respuesta dualista al
conflicto entre religión y ciencia.
El
dualismo cartesiano de la sustancia, instalado en la tradición
filosófica occidental por René Descartes en 1641, es la idea según
la cual la realidad del ser humano consiste en dos partes separadas,
dos órdenes del ser divididos por una brecha insorteable. El mundo
material es una serie indefinida de variaciones en la forma, tamaño
y movimiento de una materia homogénea, única y simple llamada res
extensa. Se incluyen aquí a todos los eventos físicos y biológicos,
incluso el complejo comportamiento animal, que Descartes consideraba
como el resultado de procesos puramente mecánicos. En este sentido,
el cuerpo humano es una sustancia extensa, está en el espacio,
sujeto a leyes físicas y mecánicas, y sus procesos y estados pueden
ser controlados por observadores externos. Sin embargo, detrás de la
materia, se erige la res cogitans, el yo pensante, núcleo
irreductible más allá de toda duda metódica:
[D]el
hecho mismo de que yo sé que existo, y de que advierto que ninguna
otra cosa en absoluto atañe a mi naturaleza o a mi esencia, excepto
el ser una cosa que piensa, concluyo con certeza que mi existencia
radica únicamente en ser una cosa que piensa. Y aunque quizás […]
tengo un cuerpo que me está unido estrechamente, puesto que de una
parte poseo un clara y distinta idea de mí mismo, en tanto que soy
solo una cosa que piensa, e inextensa, y de otra parte una idea
precisa de cuerpo, en tanto que es tan solo una cosa extensa y que no
piensa, es manifiesto que yo soy distinto en realidad de mi cuerpo, y
que puedo existir sin él.
El
dualismo de la sustancia propone, así, que a la par de la res
extensa, que compone o constituye el universo material, hay una res
cogitans que es independiente de la materia. La distinción entre
sustancia pensante y sustancia extensa es absolutamente clara porque
una se define por la exclusión de la otra: lo pensante no es
extenso; lo extenso, no piensa. A raíz de ello, se forman dos
órdenes del ser, separados por una brecha insorteable. He aquí el
dualismo.
Ahora
bien, ¿cómo es posible que mente y cuerpo, dos sustancias tan
distintas, guarden estrechísimas relaciones? ¿Cómo puede ser que
los estados de una sustancia no mecánica ni espacial puedan
interactuar causalmente con estados de una sustancia mecánica que
está en el espacio? ¿Cuál es la verdadera naturaleza de la
conciencia, la inteligencia, el dolor y los demás procesos y estados
mentales que emergieron misteriosamente en determinado punto de la
evolución de las especies? Las respuestas a estas y a otras
preguntas definen precisamente el objeto de estudio de la filosofía
de la mente, concentrado alrededor del problema mente-cuerpo, y son
estas mismas cuestiones las que se encuentran en la base conceptual
de las posturas optimistas y pesimistas acerca de la llegada de una
singularidad tecnológica.
Producto
directo de la historia conceptual de la que nacen, los argumentos
sostenidos por los pensadores de nuestra era acerca de la llegada de
una singularidad, encarnados en la emergencia de la conciencia
artificial (inteligencia artificial dura) y en la descarga del
contenido de la conciencia (poshumanismo trascendental), encuentran
sus raíces en un debate filosófico de enorme envergadura teórica,
que ha dividido las aguas de la filosofía de la mente en los últimos
siglos. La cuestión elemental que está detrás de toda la discusión
es si la mente humana, máxima manifestación de la capacidad
organizativa del mundo natural, forma parte del mismo conjunto de
fenómenos de lo corpóreo material y si puede, a raíz de ello, ser
reducida a fenómenos físicos y mecánicos definibles por fórmulas
matemáticas computables.
La
cuestión no es menor: si efectivamente puede reducirse a un
algoritmo matemático claramente definido, entonces será solo
cuestión de tiempo para que, llegado el nivel de sofisticación
técnica necesaria, sea posible descargar o reproducir totalmente su
contenido en un dispositivo electrónico de estructura análoga a la
del cerebro humano en el que se ha desarrollado durante millones de
años.
La
búsqueda del Algoritmo
de Dios,
aquel conjunto finito claramente definible por fórmulas matemáticas
que, con reminiscencias bíblicas, Dios usó en la noche de los
tiempos para crear la mente humana, se presenta, así, como el más
grande anhelo y el más fuerte desafío al momento de intentar
revivir el secreto máximo de la existencia en un sustrato
artificial.
5.
Inteligencia artificial dura
La
Prueba de Turing, propuesta en un famoso artículo publicado en 1950
por el matemático y filósofo Alan Turing , uno de los padres de la
ciencia de la computación y la informática moderna, consiste en un
experimento destinado a comprobar si una computadora (una máquina
universal de Turing ) puede pensar tal como lo hace un ser humano. La
prueba consiste en un interrogatorio llevado a cabo por un humano que
presenta una serie de preguntas a dos individuos ubicados detrás de
sendas puertas, uno de los cuales es una máquina. Si el interrogador
no puede distinguir cuál de los dos sujetos es el ser humano y cuál
la máquina, entonces ésta ha pasado la prueba, y podemos afirmar de
ella que tiene una capacidad de pensamiento análoga a la de un ser
humano. Turing especulaba que para el año 2000 una computadora
electrónica podría pasar aproximadamente un 30 por ciento de éxitos
frente a un interrogador promedio durante un interrogatorio que
durara cinco minutos.
El
argumento más conocido contra la Prueba de Turing es el propuesto
por el filósofo de la mente y del lenguaje John Searle , y promovido
por el físico-matemático y también filósofo de la mente Roger
Penrose , conocido como el Experimento de la Habitación China. Éste
consiste en imaginar una habitación completamente aislada del
exterior, excepto por una ranura por la que pueden entrar y salir
textos escritos en chino. Un sujeto humano, que no conoce una sola
palabra de chino, está dentro de la habitación y cuenta con una
serie de instructivos y diccionarios que le definen las reglas
sintácticas del alfabeto completo de dicho idioma (reglas del tipo
si entran tales caracteres, escribe tales otros). El sujeto recibe
preguntas en chino del exterior de la habitación y para responderlas
usa los manuales que tiene a disposición, devolviéndole respuestas
satisfactorias en dicho idioma, a pesar de no conocerlo. Pues bien,
el argumento de Searle es que si un ser humano puede responder
correctamente preguntas en chino solo conociendo las normas
sintácticas de dicho idioma, entonces una máquina universal de
Turing que disponga de tales reglas de sintaxis (el nivel de las
reglas de combinatoria) podrá asimismo responderlas, sin que por
ello debamos concluir que conoce efectivamente la semántica (el
nivel del significado). Los postulados de la Prueba de Turing son,
por lo tanto, falsos: la máquina universal no entiende chino, solo
simula entenderlo.
Los
experimentos de Turing y Searle representan, respectivamente, los dos
polos de la inteligencia artificial, dividida de acuerdo al nivel de
réplica de la mente que cada uno de ellos considera que podrán
llegar a alcanzar las computadoras en los próximos años. Según la
tesis de la inteligencia artificial dura, derivada de la Prueba de
Turing, es teóricamente posible recrear, por medio de una máquina
electrónica, una mente humana. Todas las cualidades de la mente (la
inteligencia, el dolor, el placer, la conciencia, el libre albedrío,
etc.) emergerán de modo natural en forma de software cuando el
comportamiento algorítmico de la computación alcance determinado
nivel de sofisticación en el dominio del hardware. Llegará el
momento, sostienen sus defensores, en que a causa de la creciente
complejidad de sistemas computacionales emerja la inteligencia; es
todo cuestión de tiempo.
Antes
bien: la contraparte moderada de esta tesis robusta se conoce como
inteligencia artificial débil, y deriva conceptualmente del
Experimento de la Habitación China de Searle y Penrose. Esta tesis
sostiene que, a pesar de que la tecnología computacional alcance un
nivel de sofisticación sumamente elevado, las máquinas no podrán
reproducir determinados comportamientos no mecánicos ni algorítmicos
propios del cerebro y, por lo tanto, se limitarán a simular un
comportamiento inteligente análogo al observable en los seres
humanos, sin que por ello debamos adscribirles una conducta
inteligente o consciente.
Para Penrose , acérrimo defensor de
esta última posición, es en principio posible construir por medio
de una computadora un modelo artificial que simule la acción del
complejo sistema neuronal que tiene lugar en el cerebro. Sin embargo,
constata, la tesis de la inteligencia artificial dura, que afirma que
la simple aplicación de un algoritmo matemático puede provocar
conocimiento consciente, es teóricamente insostenible. La idea de
que toda actividad física, incluyendo la conciencia como fenómeno
emergente de la operación cerebral, no es otra cosa que la
activación de un enorme y complejo cómputo, y de que, por lo tanto,
las ciencias computacionales podrán llegar a elaborar, llegado
cierto punto de sofisticación, un algoritmo matemático complejo y
de estructura probabilística cuya ejecución dé como resultado una
conciencia artificial, es para Penrose una noción errada que no
contempla el hecho central de que la conciencia no es, como suele
creerse, un fenómeno producido accidentalmente por un cómputo
complicado. Más bien, la impronta de la conciencia es una formación
de juicios, por definición, no algorítmica. Siguiendo el Principio
Antrópico –por el cual la naturaleza del universo en que estamos
inmersos está fuertemente condicionada por la exigencia de que deben
estar presentes seres sensibles como nosotros para observarla–, la
conciencia, lejos de ser el resultado computable de un algoritmo
matemático, se presenta como el fenómeno por excelencia en el que
se hace conocida la misma existencia del cosmos. De ahí que,
concluye Penrose, pensar a la conciencia como un proceso reducible a
fórmulas precisas es una metáfora pobre que limita
significativamente su carácter probabilístico no algorítmico ni
computable.
Inteligencia
artificial dura e inteligencia artificial débil, la Prueba de Turing
y el Experimento de la Habitación China, se trata en suma, de uno u
otro lado, de la cuestión acerca de si una fórmula algorítmica
ejecutada por un programa apropiado en un sustrato digital dotado de
suficiente poder de computación puede o no dar como resultado
emergente la compleja naturaleza de la mente humana. Para ello,
necesariamente, debe antes definirse si la mente es o no el producto
de un proceso puramente material y mecánico, completamente
explicable por leyes físicas y matemáticas.
6.
Ascensión poshumana
Para
los poshumanistas trascendentales como Hans Moravec (1995), Raymond
Kurzweil (1999), Vernor Vinge (1993) y otros tantos extropianos, los
seres humanos son objetos puramente físicos y mecánicos, y la
actividad consciente no es otra cosa que el resultado de procesos
completamente materiales que se pueden, o se podrán en un futuro
cercano, reproducir por medios tecnológicos. La abstracción
absoluta de la materia orgánica a través de una descarga o
transbiomorfosis se logrará, consecuentemente, por medio de una
traducción tecnológica de las redes neuronales de nuestra mente a
la memoria de un ordenador concebido especialmente para tal fin, que
será una réplica exacta, neurona por neurona, de la compleja
estructura del cerebro natural.
Esta
versión extrema del transhumanismo, basada en una premisa
mecanicista de los procesos mentales, sostiene, así, que será
posible extraer la res cogitans de la res extensa, transfiriendo a un
sistema informático su contenido abstracto y trascendental, y
desechando en ello el continente material inservible en que ha
evolucionado. El ser líquido-fluido posbiológico resultante, pura
conciencia emancipada de la sustancia material que imprimía
limitaciones a su potencialidad, será tras este proceso
autoprogramable, autoconfigurable, ilimitado y potencialmente
inmortal, un Übermensch en estado puro.
Para
el ya citado Raymond Kurzweil, la nanotecnología permitirá el
diseño de nanobots, robots diseñados a un nivel molecular medido en
nanómetros, como por ejemplo, los respirocitos (glóbulos rojos
artificiales mecánicos), que invadirán el organismo y permitirán
el desarrollo de modelos detallados del cerebro, acortando, de este
modo, cada vez más la distancia entre humanos y dispositivos
informáticos. Así lo cree David Ross, acérrimo defensor de la
noción de descarga poshumanista, quien propone invadir el cuerpo con
nanomáquinas que ataquen a las neuronas y las reemplacen por
programas (software) que cumplan las mismas funciones. El infomorfo,
réplica informática del sujeto descargado, habitaría en un
ciberespacio impecablemente fiel al sustrato físico del cuerpo, de
forma tal que el universo sutil y complejo de todas las sensaciones y
percepciones físicas tendrían su correlato indistinguible en el
nuevo entorno virtual.
Ahora
bien, formuladas las metáforas y las proyecciones, la pregunta surge
necesariamente: ¿qué pasará con una mente descargada a un sustrato
digital por medio de un proceso tecnológico técnicamente correcto?
En la novela El hombre de silicio, de 1991, el autor de ciencia
ficción Charles Platt, imagina precisamente este problema: «[l]a
trepanación y la digitalización fueron correctas, su inteligencia
está intacta. Solo que… no vuelve a la vida. El problema es que no
sabemos aún qué es la conciencia».
Para
los autores que se oponen a la noción de ascensión poshumana, el
sueño de la mente sin cuerpo hunde sus raíces en un desconocimiento
de la naturaleza de la conciencia y del organismo humano como un
todo. Las premisas del poshumanismo, sostienen sus opositores, parten
de una confusión cartesiana profunda: un reduccionismo materialista
y científico que, en aras de exaltar lo abstracto en detrimento de
lo concreto, supone erróneamente que la mente puede vivir sin el
cuerpo en el que se ha desarrollado a lo largo de un extenso y lento
proceso de evolución natural ocurrido durante millones de años.
Los
cerebros humanos, constata William Calvin, filósofo y profesor de
Neurociencias y Biología evolutiva de la Universidad de Washington,
son «las configuraciones de materia más elegantemente organizadas
de todo el universo» . La ciencia humana, aun a principios del siglo
XXI, solo ha podido indagar superficialmente su compleja naturaleza
gracias a la llegada reciente de tecnologías y dispositivos que
permiten por primera vez invadirlo y endocolonizarlo. De ahí que el
entendimiento alcanzado luego de menos de un siglo de investigación
acerca de la naturaleza de sus procesos emergentes sea necesariamente
débil y sesgado, y que las proyecciones construidas por los
poshumanistas se apoyen en una comprensión pobre e insuficiente de
su verdadera naturaleza.
Así
lo cree también Erich Harth, profesor de Física de la Universidad
de Siracusa, quien sostiene que la división entre mente y cuerpo es
un sinsentido. La neurobiología y la conciencia están
inextricablemente unidas, constata Harth, por lo cual la noción de
descarga es teóricamente imposible:
La
información que intentamos transmitir es específica al cerebro en
el cual se desarrolló […]. [N]ecesitaríamos un sistema que, a
diferencia de un ordenador no especializado, se adecuase a la
información almacenada. Un equivalente del cerebro que no solo fuese
genéticamente idéntico al cerebro original, sino que también
contuviese la miríada de modificaciones aleatorias en su circuito
que tienen lugar entre concepción y madurez. La información
necesaria para especificar un sistema así es astronómica. Que
incluso una pequeña porción de esa información pudiese extraerse
de un cerebro vivo sin destruirlo, es dudoso.
En
este mismo orden, los biólogos y filósofos chilenos Francisco
Varela y Humberto Maturana, que desarrollaron desde las ciencias
cognitivas el concepto de autopoiesis como cualidad fundamental de
los seres vivos, sostienen que la cognición y todos los procesos
conscientes de la mente no pueden comprenderse si se los abstrae del
cuerpo en que están encarnados. «[l]a mente no está en la cabeza»,
constata Varela para decir de modo simple que la cognición está
enactivamente encarnada: «[l]a cognición no es la representación
de un mundo predado por una mente predada, sino más bien la puesta
en obra de un mundo y una mente a partir de una historia de la
variedad de acciones que un ser realiza en el mundo». Ubicada en un
espacio de «codeterminación entre lo interno y lo externo» , la
mente ni existe ni no existe, no está en la cabeza ni separada de
ella, ni separada del conjunto del cuerpo encarnado, es un resultado
ontológicamente complejo que emerge enactivamente de estructuras
encarnadas en la experiencia del ser con el mundo.
De
alguna manera, este conjunto de reflexiones contrarias a la idea de
ascensión poshumana es heredero de la fenomenología existencialista
de Maurice Merleau-Ponty , quien formuló enormes aportes teóricos
al estudio de la corporalidad y la percepción en un franco rechazo a
los supuestos dualistas de la Modernidad. Para el filósofo francés,
no hay conciencia a solas ni ser dicotómicamente escindido como
propone el cartesianismo, sino que la conciencia es conciencia
encarnada. El cuerpo es una tercera instancia en la relación entre
el sujeto y el mundo: es la instancia de la mediación donde se
experimentan y se perciben las cosas del mundo. La conciencia se hace
presente a través de un cuerpo: es corporalizada y existencial,
impregnada de mundanidad. Así lo confirma Jean François Lyotard,
uno de los padres conceptuales de la Posmodernidad, para quien el
pensamiento y la inteligencia están inextricablemente asociados a
experiencias perceptivas y a las condiciones materiales de existencia
propias del organismo físico, como el dolor y el sufrimiento.
En
suma, tanto si una mente puede despojarse efectivamente del organismo
en que se originó para ser descargada a un sustrato virtual homólogo
al cerebro humano, cuanto si por el contrario la naturaleza de la
mente se enraíza indivisiblemente en el sujeto carnal del cual
emerge, resultando por ello su escisión teóricamente imposible, de
uno u otro modo, se trata en definitiva, lo mismo que en el campo de
la inteligencia artificial, de la cuestión filosófica acerca de si
la mente puede reducirse o no a un proceso físico y material que
pueda representarse por medio de un conjunto de reglas finitas. Si la
conciencia es, en efecto, una conciencia encarnada, la supresión del
cuerpo implicaría su muerte. Si por el contrario, la conciencia es
un producto emergente de la complejidad estructural del cuerpo y
ontológicamente distinta de éste, entonces será eventualmente
factible su reproducción aislada del organismo en que se desarrolló.
7.
Consideraciones finales
Toda
especulación prospectiva toma, por lo general, una forma binaria que
se divide entre utopías y distopías. En este sentido, la dicotomía
trazada entre las posturas optimistas y las pesimistas construidas
alrededor de la singularidad tecnológica remite, de algún modo, a
la introducida por el semiólogo italiano Umberto Eco (1995) entre
apocalípticos e integrados, más conocida como la oposición entre
tecnófobos y tecnófilos. Los primeros desconfían en mayor o menor
grado de los avances tecnológicos, detectando en ellos distopías
apocalípticas para el desarrollo de la humanidad. Los tecnófilos o
integrados, en cambio, perciben el progreso de la tecnología como
fundamentalmente beneficioso para el hombre y como el único medio
que permitirá alcanzar un estadio de utopía tecnológica. Tanto
unos como otros alientan al desarrollo de una singularidad,
proyectando en el futuro inmediato, para bien o para mal, un cambio
trascendental en todos los asuntos humanos.
¿Terminarán
siendo, pues, las metáforas ficcionales de los tecnófilos y
tecnófobos de hoy realidades científicas de mañana? Aunque así
formulada la pregunta podría no tener aún una respuesta posible,
con todo, las proyecciones de nuestra era acerca de la llegada de una
singularidad no dejan de irrumpir en el seno de los discursos
científicos, literarios y cinematográficos, emergiendo
constantemente desde diversos soportes y medios de comunicación. En
su conjunto, las posiciones, posturas y tonos discursivos
heterogéneos se entroncan sobre una base común de pensamiento que
gira en torno a la cuestión de si la realidad biológica
desarrollada por el impulso de la naturaleza durante millones de años
es o no análoga a la realidad tecnológica construida por obra del
ser humano durante los últimos siglos.
En
el punto extremo de la línea discursiva, las parábolas narrativas
igualan a la mente humana, máxima demostración del esplendor
creativo de lo natural, a un algoritmo matemático definido por
reglas precisas, el
Algoritmo de Dios,
que será oportunamente computable por un cerebro artificial, máxima
expresión de la capacidad creativa del hombre. La materialidad de su
organismo, la res extensa, despojada de la esencia de la vida alojada
en la mente, la res cogitans, queda relegada a la de un desecho
físico obsoleto, del cual la conciencia prescinde para subsistir. En
el origen de los discursos de los defensores del poshumanismo
trascendental y de la inteligencia artificial dura, se hace evidente
así, a todas luces, la presencia extendida del dualismo cartesiano,
que cubre la totalidad de las propuestas tecnoutópicas y
tecnodistópicas a propósito de la llegada de una inminente
singularidad tecnológica.
En
este sentido, el carácter dualista del discurso de la ficción
científica, que opone el cuerpo a la mente y reduce uno a otro,
deriva indefectiblemente en un empobrecimiento de la esencia del
mundo natural, inherentemente complejo y variado en sus
manifestaciones. De esta manera lo considera, entre otros, el
paleontólogo y biólogo evolucionista Stephen Jay Gould, quien
destaca la importancia de lo contingente, lo imprevisible, lo caótico
y lo aleatorio en la conformación de todas las formas de vida que
existen y existieron en el Universo durante millones de años de
evolución. «[L]a ciencia», sostiene Gould señalando los sistemas
de explicación totalizadores del discurso científico, «solo se
refiere al dominio “superior” de la generalidad; la región
“inferior” de la contingencia no solo es pequeña sino que se la
aplasta, presionada por toda la grandiosidad que tiene arriba; es
solamente el lugar de los detalles curiosos y sin importancia para el
funcionamiento de la naturaleza».
Así
lo entiende también Fritjof Capra, doctor en Física teórica por la
Universidad de Viena, quien propone una visión integral y holística
de los organismos vivos, en oposición a la perspectiva cartesiana
mecanicista y reduccionista de la ciencia clásica. De acuerdo con el
nuevo paradigma, los sistemas vivientes son sistemas abiertos,
plásticos, flexibles y adaptativos, capaces de autoorganización,
autorrenovación, autoconservación y autotrascendencia, dotados de
una naturaleza intrínsecamente dinámica caracterizada por un
proceso de «interacción simultánea y recíprocamente dependiente
de todos sus componentes múltiples».
La
analogía metafórica entre biología y tecnología, que facilita la
elaboración de productos mecánicos y simplifica a un tiempo la
comprensión de la naturaleza humana, conduce, pues, a una inevitable
reducción del nivel de complejidad asociado a los sistemas
vivientes.
Basadas
en esta metáfora reduccionista, las ficciones de nuestra era
proyectan mundos poblados de androides y poshumanos, seres
artificiales que anularían la distancia fundamental entre naturaleza
y artificio, y que arrastran irremediablemente desde el origen una
concepción errada y limitada de las entidades que pretenden simular.
Más
allá de todo, sin embargo, queda una sombra de duda acerca de si los
productos culturales podrán abarcar en algún futuro probable la
compleja constitución de la realidad biológica, y si será, en
efecto, posible construir un dispositivo de tal condición y cualidad
que sea capaz de comprender la enorme diversidad orgánica labrada
por procesos naturales durante millones de años. La plataforma
ficcional de nuestra era ofrece, a este respecto, mundos discursivos
teóricamente posibles en condiciones técnicamente probables, que
abren una y otra vez, en el entramado social, la pregunta constante
por el destino de la humanidad abandonada al arbitrio de la
tecnología.
8.
Referencias
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Terminator
y los híbridos latourianos
Tesis
de grado de María Eugenia del Zotto, de la Escuela de
Comunicación de la Facultad de Ciencias Políticas y Relaciones
Internacionales de la Universidad Nacional de Rosario, Santa Fé,
Argentina. Abril de 2010.
En
un trabajo innovador de extensa y variada bibliografía, del
Zotto analiza la saga Terminator como
instancia cinematográfica del concepto de híbrido desarrollado
por Bruno Latour. Su hipótesis de trabajo es que el registro de
época del filme, a principios de la década del ochenta, que concibe
la relación binaria hombre-máquina como vinculación escindida y
mutuamente excluyente, deja entrever no obstante una lectura
alternativa basada en el concepto de agentes
colectivos,
entendido por Paolo Fabri como la formación semiótica de unidades
complejas producto de relaciones inextricables entre personas y
cosas-instrumentos.
El
planteo teórico gira así en torno al concepto
de hibrido latouriano,
definido como el resultado de la transformación mediadora
(un proceso de traducción o de desplazamiento) que opera entre
dos actantes o,
en otras palabras, como la creación de lazos de articulación
(principalmente tecnológicos) antes no existentes entre dos agentes,
que deriva en la aparición de una nueva entidad nacida de su
imbricación. Pero del Zotto no se limita a formular teoría, sino
que genera un constructo conceptual que le permite abordar su
verdadero objeto de estudio: el cine.
Es
así desde esta perspectiva que la autora aborda los
filmes Terminator
I (1984) y Terminator
II (1991),
presentados como instancias particulares del discurso
cinematográfico, esa “red de acontecimientos” resultado de la
conjunción de diversos factores
(objeto-discurso-naturaleza-sociedad), ese despliegue continuo
de los colectivos y de experimentación de híbridos. Su
conclusión, debidamente fundamentada por el trabajo que la precede,
es que la saga Terminator,
aunque embebida de pensamiento
cartesiano (distinción
categórica entre sustancia pensante y sustancia extensa, y
escisión entre tecnología y naturaleza), ofrece la imagen perfecta
del híbrido latouriano.
“El
Terminator”, escribe del Zotto, “refleja el complejo de
asociaciones entre humanos y no-humanos, la existencia misma como
parte de relaciones entre los mismos. Somos carne, piel y huesos pero
también estamos en relación permanente con artefactos mecánicos
con los que nos hibridamos. No vamos por el mundo desnudos,
despojados, sino que por el contrario, vamos-con, simplemente porque
somos-con.” (del Zotto 2010, 55).
Aunque
con lenguaje coloquial y licencias narrativas, del Zotto logra un
planteo profundo de la temática de la integración hombre-máquina, y
su lectura detallada merece una atención especial para los amantes
del género de la ciencia ficción, para los estudiosos del concepto
de hibridación, y para cualquier interesado en temáticas generales
respecto de nuestra relación cada vez más próxima con los
productos de la tecnología
Androides
y poshumanos – La integración hombre-máquina
La
idea de que la supuesta creación del hombre y los animales por Dios,
el engendramiento de los seres vivos de acuerdo con su clase, y la
posible reproducción de máquinas, forman parte del mismo orden de
fenómenos, es emocionalmente perturbadora, tal como las
especulaciones de Darwin acerca de la evolución y el origen del
hombre fueron perturbadoras. Si fue una ofensa contra nuestro propio
orgullo el que se nos comparase con un simio, ahora ya nos hemos
repuesto de ello; y es una ofensa aún mayor ser comparado con una
máquina.
Norbert
Wiener (1964)
Dios
& Golem, S.A.
El
impulso tecnológico orientado a la integración
entre hombres y máquinas (desarrollo
de «máquinas-humanas» y «humanos-maquínicos») ha ido
evolucionando de forma paralela al desarrollo de la informática y
otras tecnologías de la información y la comunicación (nano y
biotecnología, ingeniería genética, electrónica, etc.). Así, la
explosión de las tecnologías digitales durante la década de 1970,
y en especial en 1980 y 1990,. ha potenciado las posibilidades de
creación de máquinas-humanas y humanos-maquínicos.
Este
conjunto de nuevas posibilidades creativas generó -y al mismo
tiempo fue generado por- un cúmulo de ideas y argumentos de
científicos que provienen de centros especializados de investigación
en robótica, cibernética, nanotecnología, ingeniería genética,
biotecnología, informática, etc., como el MIT (Massachusetts
Institute of Technology) y de algunas de las más importantes
universidades del mundo, principalmente en los Estados Unidos. Los
autores que defienden la integración entre hombres y máquinas,
entre los que se destacan Raymond Kurzweil, Hans Moravec, Bill Joy,
Michael Knasel, Jack Dunietz, Thomas Sturm, Rodney Brooks y Nick
Bostrom, notoriamente, no son profetas del futuro, futurólogos o
escritores de ciencia-ficción, sino que, en la gran mayoría de los
casos, se trata de inventores y especialistas en robótica y
tecnología que, desde los centros más poderosos de investigación
del planeta, han participado desde hace años en el desarrollo de las
tecnologías sobre las que ahora reflexionan.
Las
posibilidades de disolución de fronteras entre seres humanos y
productos mecánicos se pueden dividir en dos corrientes separadas,
aunque estrechamente vinculadas. En la primera tendencia, que
llamaremos integración
endógena, los
hombres, poblados sus organismos de artefactos mecánicos cada vez
más intrusivos, se desplazan hacia las máquinas y desdibujan,
así, las fronteras de clasificación entre ambas entidades (un
hombre con piernas robóticas es un ser biológico con partes
tecnológicas y pasa, por lo tanto, a tener atributos propios de las
máquinas). Atravesados por la tecnología, pierden los caracteres
distintivos del género humano al que pertenecen y empiezan a ser
definibles por medio de criterios propios del género mecánico. De
ahí que comiencen a ser homogéneos, es decir, similares en términos
de género. En su manifestación extrema, la integración endógena
da lugar al poshumano,
entidad tangencialmente idéntica a una máquina.
En
la segunda vía, la integración
exógena, las máquinas, que
cuentan con elementos y atributos cada vez más humanos (capacidad de
cálculo, razonamiento, lenguaje, movimiento, piel, cabello,
etc.), se desplazan taxonómicamente hacia los hombres.
Atravesadas por un sesgo antropomorfo, pierden los caracteres
distintivos del género mecánico original al que pertenecen y
comienzan a ser describibles a partir de categorías propias del
género humano (por ejemplo, una máquina que registra datos tiene
cierta capacidad de memoria). En su manifestación extrema, la
integración exógena da lugar al androide,
entidad tangencialmente idéntica a un ser humano.
Estas
dos vías de integración
hombre-máquina han
dado lugar, en conjunto y por separado, a una serie de personajes
mitológicos y seres tecnológicos que han comenzado a poblar, con
especial fuerza en las últimas décadas, los discursos científicos,
académicos, literarios y cinematográficos. Se habla, así, con
recurrencia acerca de robots, androides, ginoides, ciborgs, borgs,
humanoides, autómatas, poshumanos, hombres-prótesis, transhumanos,
organismos cibernéticos, ciberorganismos, droides, replicantes y
demás fauna biológico-artificial que resulta como consecuencia de
la mezcla y fusión de los seres humanos con los productos de su
propia tecnología. Incluso también en el discurso periodístico se
han comenzado a utilizar estos términos cada vez más
frecuentemente.
Sin
embargo, hay que prestar mayor atención en el uso de denominaciones
cuando se busca referir y definir cada uno de los integrantes de esta
mitología contemporánea de figuras tecnológicas. Más allá de que
muchos autores, tanto académicos como literarios, tiendan a usar
todos estos términos como sinónimos intercambiables, más allá
incluso de que algunos insistan en reducir a la diversidad de seres
en una misma y única denominación, la diferencia categórica
entre cada uno de ellos es fundamental, y merece por lo tanto de una
atenta consideración. Desde nuestro punto de vista, los términos
ciborg, borg, ciberorganismo, hombre-prótesis, organismo
cibernético, poshumano, transhumano y similares corresponden
exclusivamente a las entidades tecnológicas que resultan de una
integración endógena (maquinización
del ser humano).
Por el contrario, los términos autómata, robot, androide, droide,
replicante, humanoide, ginoide y similares corresponden
privativamente a los seres tecnológicos que nacen de una integración
exógena (humanización
de la máquina).
La
diferencia, para nada menor, entre estas figuras radica en
la condición
ontológica de
la entidad original: mientras que en el primer grupo el punto de
partida en el proceso de integración es un ser mecánico, en el
último, por el contrario, el punto inicial es un ser humano. Los
seres tecnológicos que resultan de cada tipo de integración son,
así, distinguibles a partir de una observación atenta al origen del
proceso de homogeneización del cual emergen.
El
término ciborg,
por ejemplo, que resulta de la contracción de las voces inglesas
cybernetic y organism , remite a un ser humano cuyo organismo ha sido
sometido a un proceso de invasión tecnológica que le ha permitido,
en algún sentido, superar las barreras biológicas, físicas y
mentales de su propia naturaleza. Se trata de un ser originalmente
humano que ha comenzado a adquirir, merced al proceso de
homogeneización, atributos y propiedades antes reservadas a las
máquinas, y se ha acercado a los productos de su propia tecnología
(el ciborg resulta, pues, de una integración endógena).
Por
el contrario, el término androide,
entidad artificial con capacidad intelectual, apariencia externa y
funcionamiento interno semejante al de un ser humano, se refiere a un
ser de origen mecánico sometido, por evolución tecnológica, a un
proceso de homogeneización que lo ha acercado a la naturaleza
biológico-humana de sus propios creadores (el androide pertenece, de
este modo, a una integración exógena).
En
la mitología cinematográfica de la ciencia ficción, encontramos
gran variedad de tratamientos de cada uno de estos seres
tecnológicos, con especial fuerza a partir de las décadas de 1970 y
1980. Para aclarar aun más la distinción entre los conceptos
androide, ciborg y demás términos contemporáneos, sirve acaso
mencionar brevemente a dos de los más famosos personajes
cinematográficos de las últimas décadas, representantes, cada uno,
de las dos vertientes de integración que hemos venido presentando:
de un lado, el robot-androide T-800 del filme Terminator ;
de otro, el ciborg Murphy-RoboCop del filme Robocop.
El T-800,
modelo 101, conocido como el Terminator, es un complejo robot
metálico cubierto de tejido humano vivo y aspecto exterior
antropomorfo, dotado de lenguaje articulado, rígida voz y capacidad
de razonamiento humanos, que ha viajado por el tiempo hasta 1984 con
el inquebrantable objetivo, programado en su sistema, de asesinar al
joven John Connor, líder en el futuro de la resistencia humana
contra las máquinas. El T-800 es un ser tecnológico de origen
mecánico que ha sido provisto, por evolución tecnológica, de piel,
sangre, aspecto físico, capacidad lingüística y razonamiento
completamente humanos, con el fin de infiltrarse entre los hombres,
como si fuera uno de ellos. El Terminator es, así, un
robot-androide, un ser tecnológico que resulta, por lógica
mimética, de una integración exógena.
Por
el contrario, RoboCop nace
a raíz de la muerte biológica de Murphy, un oficial del
Departamento de Policía de Los Ángeles, que es abaleado
violentamente por un grupo de criminales. Tras su muerte física,
Murphy es sometido a un complejo proceso de restauración estética y
funcional que lo reanima en la forma de un hombre-máquina
multiplicado y mejorado por el uso de sofisticadas tecnologías
protésicas, un servo-policía corregido y potenciado en sus
funciones de vigilancia y control del crimen, eficiente, infatigable,
preciso e infinitamente justo. RoboCop es un organismo cibernético,
un ciborg propiamente dicho: ser humano de carne y hueso revestido
por un enorme caparazón metálico, con piernas y brazos protésicos,
dotado de mirada computarizada provista de comandos de posición y
temperatura, que conserva en su cerebro biológico, pese a la
conversión tecnológica, recuerdos de su vida humana. RoboCop es,
por lo tanto, un ciborg, un ser tecnológico que nace, por lógica
extensiva, de una integración endógena.
Ambas
entidades, ciborg y androide, encarnan pues las dos vertientes de la
integración hombre-máquina y son exponentes arquetípicos, en el
discurso cinematográfico, de los seres y criaturas artificiales de
la mitología contemporánea vinculada a la fusión del hombre con
sus productos tecnológicos. En conjunto y por separado, representan,
a un tiempo, las posibilidades expresivas del imaginario cultural que
se construye alrededor de esta temática, basado en la idea
fundamental de que el desarrollo tecnológico permitirá, en un
futuro no muy lejano, el surgimiento de nuevas formas de vida
ubicadas en un punto intermedio entre la biología natural y
la tecnología cultural.
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