El
siguiente texto está compuesto de 11 párrafos. Cada párrafo está señalado con
un número. En esta ocasión pondremos en práctica la lectura y el análisis de un
texto. Este análisis deberá servirte de apoyo para redactar dos textos:
1)
una disertación filosófica y
2)
un comentario filosófico del texto.
Después
de la lectura personal deberás responder por escrito las siguientes preguntas:
1)
¿Cuál es el tema que se aborda en el texto?
2)
¿Cuál es la pregunta que se responde en el texto?
3)
¿Cuáles son las materias que has estudiado en la licenciatura que se relacionan
con el tema del texto?
4)
¿Cuál sería el inventario de los términos más importantes que aparecen en el
texto?
5)
¿Qué otros términos de la misma familia que la de los términos más importantes
o relacionados con ellos consideras relevantes en el texto?
6)
¿Qué otras cuestiones, además del tema, plantea el texto y cuáles son las
relaciones y posibles soluciones que se dan?
7)
¿Cuáles son las conclusiones a las que el autor del texto llega?
8)
¿Qué interrogantes se te ocurren derivar de la lectura?
9)
¿A qué conclusiones personales llegas tras la lectura del texto?
10)
¿Qué información tienes sobre el autor?
CORAZÓN
Y CABEZA
José
Ortega y Gasset
Artículo
publicado en La Nación, de Buenos Aires, en julio de 1927, en Obras
Completas, Madrid, 1955, vol. VI, 149-152.
1 En el último siglo se ha ampliado
gigantescamente la periferia de la vida. Se ha ampliado y se ha perfeccionado:
sabemos muchas más cosas, poseemos una técnica prodigiosa, material y social.
El repertorio de hechos, de noticias sobre el mundo que maneja la mente del
hombre medio ha crecido fabulosamente. Cierto, cierto. Es que la culturaha
progresado -se dice. Falso, falso. Eso no es cultura, es sólo una dimensión de
la cultura, es la cultura intelectual. Y mientras se progresaba tanto en ésta,
mientras se acumulaban ciencias, noticias, saberes sobre el mundo y se pulía la
técnica con que dominamos la materia, se desatendía por completo el cultivo de
otras zonas del ser humano que no son el intelecto, cabeza; sobre todo, se
dejaba a la deriva el corazón, flotando sin disciplina ni pulimento sobre el
haz de la vida. Así, al progreso intelectual ha acompañado un retroceso
sentimental; a la cultura de la cabeza, una incultura cordial. El hecho mismo
de que la palabra cultura se entienda sólo referida a la inteligencia denuncia
el error cometido. Porque es de advertir que esta palabra, tan manejada por los
alemanes en la última centuria, fue usada primeramente por un español, Luis
Vives, quien la escogió para significar con preferencia cultivo del corazón, cultura
animi. El detalle es tanto más de estimar cuanto que en la época de Vives,
en el renacimiento dominaba plenamente el intelectualismo: todo lo bueno se
esperaba de la cabeza. Hoy, en cambio, comenzamos a entrever que esto no es
verdad, que en un sentido muy concreto y riguroso las raíces de la cabeza están
en el corazón. Por esto es sumamente grave el desequilibrio que hoy padece el
hombre europeo entre su progreso de inteligencia y su retraso de educación
sentimental. Mientras no se logre una nivelación de ambas potencias y el agudo
pensar quede asegurado, garantizado por un fino sentir, la cultura estará en
peligro de muerte. El malestar que ya en todas partes se percibe procede de ese
morboso desequilibrio, y es curioso recordar que hace un siglo Augusto Comte
notaba ya de ese malestar los síntomas primeros, y certero los diagnosticaba
como desarreglo del corazón, postulando urgentemente para curarlo lo que llamaba
una “organización o sistematización de los sentimientos”.
2 Es motivo de sorpresa advertir la
persistencia con que el hombre ha creído que el núcleo decisivo de su ser era
su pensamiento. ¿Es esto cierto? Si alguien nos obligase a quedarnos sólo con
el único y esencial centro de nuestra persona, ¿nos quedaríamos con nuestro
entendimiento? Cualquier corte que hagamos en la historia nos presentará, en
efecto, al hombre agarrado a su intelecto como a la raíz de sí mismo. Si
preguntamos a la vetustísima sabiduría de la India hallaremos frases como ésta
de los vedas: “El hombre es sus ideas. La acción sigue dócil al pensamiento
como la rueda del carro sigue la pezuña del buey”. Si, dando un salto
superlativo, caemos en el siglo XVII, oiremos a Descartes que repite una y otra
vez: “Que suis-je? Je ne sui qué’une chose qui pense”. El hombre, una
caña pensativa, va a decir poco después, barrocamente, Pascal.
3 Y la razón que se da para ello es
siempre la misma. Todo lo que haya en nosotros que no sea conocimiento supone a
éste y le es posterior. Los sentimientos, los amores y los odios, al querer o
no querer, suponen el previo conocimiento del objeto. ¿Cómo amar lo ignoto?
¿Cómo desearlo? Ignoti nulla cupido[1]-
Nil volitum quin praecognitum[2].
4 La razón es de tanto peso, que amenaza
con aplastar sin remisión al que intente sostener lo contrario.¿Quién se atreve
a afirmar, sin caer en lo absurdo, la posibilidad de amar algo que nunca hemos
visto y de que no hemos tenido noticia alguna? Por consiguiente, la cabeza precede
al corazón: éste es un poder secundario que sigue a aquella como aditamento que
va a su rastra.
5 Sin embargo, sin embargo... Para
simplificar el problema, sin perjuicio grave, reduzcamos el conocimiento a una
de sus formas más elementales: el ver. Lo que en este orden valga para el ver
valdrá con mayor fuerza para los modos más complejos del conocimiento
-concepto, idea, teoría. No en balde casi todos los vocablos que expresan
funciones intelectuales consisten en metáforas de la visión: idea significa
aspecto y vista; teoría es contemplación.
6 Pues bien, yo me pregunto: ¿amamos lo
que amamos porque lo hemos visto antes o en algún serio sentido cabe decir que
vemos lo que vemos porque antes de verlo lo amábamos ya?
7 La cuestión es decisiva para resolver
qué es lo primario en la persona humana.
8 En cualquier paisaje, en cualquier
recinto donde abramos los ojos, el número de cosas visibles es prácticamente
infinito, más nosotros sólo podemos ver en cada instante un número muy reducido
de ellas. El rayo visual tiene que fijarse sobre el pequeño grupo de ellas y
desviarse de las restantes, abandonarlas. Dicho de otra manera: no podemos ver
una cosa sin dejar de ver las otras, sin cegarnos transitoriamente para ellas.
El ver esto implica el desver aquello, como el oír un sonido el desoír los
demás. Es instructivo para muchos fines haber caído en la cuenta de esta
paradoja: que en la visión colabora normalmente, necesariamente, una cierta
dosis de ceguera. Para ver no basta que exista de un lado el aparato ocular, de
otro el objeto visible situado siempre entre otros muchos que también los son:
es preciso que llevemos la pupila hacia ese objeto y la retiremos de los otros.
Para ver, en suma, es preciso fijarse. Pero fijarse es precisamente buscar el
objeto de antemano y es como preverlo antes de verlo. A lo que parece, la
visión supone una previsión, que no es obra ni de la pupila ni del objeto, sino
de una facultad previa encargada de dirigir los ojos, de explorar con ellos el
contorno: es la atención. Sin un minimum de atención no veríamos nada. Pero la
atención no es otra cosa que una preferencia anticipada, preexistente en
nosotros, por ciertos objetos. Llevad al mismo paisaje un cazador, un pintor y
un labrador: los ojos de cada uno ver n ingredientes distintos de la
campiña; en rigor, tres paisajes diferentes. Y no se diga que el cazador
prefiere su paisaje venatorio después de haber visto los del pintor y el
labrador. No; éstos no los han visto, no los ver n nunca en rigor. Desde
un principio, siempre que se halló en el campo fue fijándose casi
exclusivamente en los elementos del paraje que importan para la caza.
9 De suerte que aún en una operación de
conocimiento tan elemental como el ver, que por fuerza ha de ser muy semejante
en todos los hombres, vamos dirigidos por un sistema previo de intereses, de
aficiones, que nos hacen atender a unas cosas y desatender a otras.
10 Cabe oponer a esto la advertencia de que
a veces es la fuerza del objeto mismo quien se impone a nuestra atención. Si
ahora, de pronto, cerca de aquí disparasen un cañonazo, nuestra atención, de
buen o mal grado, abandonaría los temas psicológicos que tratamos e iría a
fijarse en el estruendo que naturalmente oiríamos. No hay duda: esto
acontecería, pero fuera un error explicarlo por el mero hecho físico del
estruendo. Si un sonido muy fuerte provocase sin más ni más la audición, no
acaecería que los que habitan junto a una catarata son sordos para ella y, en
cambio, cuando el enorme ruido súbitamente cesa, oyen lo que físicamente es
menos, lo que físicamente es nada, a saber: el silencio. Para el que vive junto
al torrente, su rumor habitual, por grande que sea, pierde interés vital, y por
eso no se le atiende, y por eso no se le oye. Aquel cañonazo de nuestro ejemplo
se impondría a nosotros por razones parecidas que este silencio, las cuales se
pueden resumir en una: por su novedad. Al hombre le interesa la novedad, en
virtud de mil conveniencias vitales, y suele estar siempre pronto a percibirla.
Lejos, pues, de ser objeción e nuestra tesis, la advertencia viene a
confirmarla. Oímos lo nuevo -cañonazo o silencio- porque tenemos de antemano
alerta en nosotros la atención a la novedad.
11 Todo ver es, pues, un mirar; todo oír, un
escuchar y, en general, toda nuestra facultad de conocer es un foco luminoso,
una linterna que alguien, puesto tras ella, dirige a uno y otro cuadrante del
Universo, repartiendo sobre la inmensa y pasiva faz del cosmos aquí la luz y
allá la sombra. No somos, pues, en última instancia, conocimientos, puesto que
éste depende de un sistema de preferencias que más profundo y anterior existe
en nosotros. Una parte de ese sistema de preferencias que más profundo y
anterior existe en nosotros. Una parte de ese sistema de preferencias nos es
común a todos los hombres, y gracias a ello reconocemos la comunidad de nuestra
especie y en alguna medida conseguimos entendernos; pero sobre esa base común
cada raza y cada ‚poca y cada individuo ponen su modulación particular del
preferir. Y esto es lo que separa, nos diferencia y nos individualiza, lo que
hace que sea imposible al individuo comunicarse enteramente con otro.
sólo coincidimos en lo más externo y trivial; conforme se trata de más finas
materias, de las más nuestras, que más nos importan, la incomprensión crece, de
suerte que las zonas más delicadas y más últimas de nuestro ser permanecen
fatalmente herméticas para el prójimo. A veces, como la fiera prisionera, damos
saltos en nuestra prisión -que es nuestro ser mismo, con ansia de evadirnos y
trasmigrar al alma amiga o al alma amada-: pero un destino, tal vez
inquebrantable, nos lo impide. Las almas, como astros mudos, ruedan las unas
sobre las otras, pero siempre las unas fuera de las otras condenadas a perpetua
soledad radical. Al menos, poco condenadas a perpetua soledad radical. Al
menos, poco puede estimarse a la persona que no ha descendido alguna vez a ese
fondo último de sí misma, donde se encuentra irremediablemente sola.
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