sábado, 15 de febrero de 2020

AMOR EVOLUTIVO

AMOR EVOLUTIVO
Charles S. Peirce (1893)

Traducción castellana de Sara Barrena (2006)

Este texto fue publicado originalmente en The Monist 3 (Enero 1893): 176-200 y, posteriormente se reprodujo en CP 6.287-317. La traducción se ha realizado a partir del texto original, “Evolutionary Love”, que se encuentra en EP 1, 352-371. Este artículo es el quinto y último de una serie de artículos que Peirce escribió para The Monist, en los que trataba de aplicar su filosofía evolutiva a las cuestiones metafísicas. En este último texto Peirce desarrolla su agapismo, esto es, la doctrina de que la ley del amor es operativa en el mundo. Argumenta que de los tres tipos de evolución (por variación fortuita, por necesidad mecánica y por amor creador) la tercera es la más fundamental. Peirce suscita una polémica contra el “evangelio de la avaricia”, realiza una defensa del sentimentalismo correctamente entendido, compara algunos de sus puntos de vista con los del Cristianismo y finaliza con una discusión de la continuidad de la mente.
Agapismo: sostiene que la evolución cósmica tendería a incrementar el amor fraterno entre los hombres.

A primera vista. Contra-evangelios
La filosofía, justo cuando estaba escapando de su dorada crisálida, la mitología, proclamó que el gran agente evolutivo del universo era el Amor. O, ya que esta lengua-pirata, el inglés, es pobre en tales palabras, digamos Eros, el amor-exuberancia. Después, Empédocles estableció el amor apasionado y el odio como los dos poderes coordinados del universo. En algunos pasajes la palabra es amabilidad. Pero, ciertamente, en cualquier sentido en el que el amor tenga un contrario, la posición más alta que éste puede alcanzar es ser una parte principal de ese contrario. A pesar de todo, el evangelista ontológico, en cuyo tiempo esas opiniones eran cuestiones familiares, hizo que el Único Ser Supremo, por el que todas las cosas habían sido hechas de la nada, fuese el amor que cuida. Entonces, ¿qué puede decir del odio? No importa en este momento lo que el escriba del Apocalipsis, si fuese Juan, pudiera haber soñado al ser llevado por la larga persecución a una rabia incapaz de distinguir entre las sugerencias del mal y las visiones del cielo, hasta convertirse así en el Difamador de Dios ante los hombres. La cuestión es más bien qué pensó el cuerdo Juan, o qué debería haber pensado, para llevar a cabo su idea consecuentemente. Su afirmación de que Dios es Amor parece apuntar a ese dicho del Eclesiastés de que no podemos decir si Dios nos guarda amor u odio. “No”, dice Juan, “sí que podemos decirlo, ¡y de forma muy simple! Conocemos el amor que Dios nos tiene y hemos confiado en él. Dios es amor”. No hay lógica en esto a menos que signifique que Dios ama a todos los hombres. En el parágrafo precedente había dicho “Dios es la luz y no existe oscuridad en Él”. Hemos de entender entonces que, así como la oscuridad es meramente la falta de luz, el odio y el mal son simplemente meros estados imperfectos de αγαπη y αγαθον, el amor y lo amable. Esto concuerda con esas palabras recogidas en el evangelio de Juan: “Dios no envió a su Hijo para juzgar al mundo, sino para que el mundo fuera salvado por medio de Él. Aquel que cree en Él no será juzgado: aquel que no cree en Él ha sido ya juzgado…Y este es el juicio, que la luz ha venido al mundo y que los hombres prefirieron la oscuridad a la luz”. Es decir, Dios no les impone ningún castigo, sino que se castigan a sí mismos por su afinidad natural a lo defectuoso. Por tanto, el amor que Dios es, no es un amor del que el odio sea lo contrario, pues de otro modo Satán sería un poder coordinado, sino que es un amor que abraza al odio como un estado imperfecto suyo, un Anteros¹ —sí, que incluso necesita el odio y lo odioso como objeto suyo. Pues el amor a sí mismo no es amor, de modo que si Dios es en sí mismo amor, aquello que Él ama ha de ser el defecto de amor, de igual modo que una lumbrera sólo puede iluminar aquello que de otro modo estaría oscuro. Henry James, el Swedenborgiano, dice: “sin duda es muy tolerable que el amor finito o de las criaturas se ame a sí mismo en otro, que ame a otro por su conformidad con su propio ser, pero nada puede estar en más flagrante contraste con el Amor creador, cuya completa ternura ex vi termini debe reservarse sólo para lo que intrínsecamente es más amargamente hostil y negativo para sí mismo”. Esto es de Substance and Shadow: an Essay on the Physics of Creation. Es una pena que no hubiese llenado sus páginas con cosas como ésta, como fácilmente era capaz de hacer, en lugar de reprender a su lector y a la gente en general hasta que la física de la creación fuera poco menos que olvidada. Sin embargo, debo deducir de lo que acabo de escribir que obviamente ningún genio podría hacer todas sus frases tan sublimes como una que revele la solución perpetua al problema del mal.
El movimiento del amor es circular, proyectando creaciones hacia la independencia y trayéndolas en uno y el mismo impulso a la armonía. Esto parece complicado cuando se afirma así, pero se resume de forma completa en la fórmula simple que llamamos la Regla de Oro. Ésta no dice, por supuesto, Haz todo lo posible para satisfacer los impulsos egoístas de otros, sino que dice, Sacrifica tu propia perfección por el perfeccionamiento de tu vecino. Tampoco debe confundirse ni por un momento con el lema benthamita, o helvético o beccariano, Actúa por el bien mayor del mayor número de personas. El amor no se dirige a abstracciones sino a personas, y no a personas que no conocemos ni a números de gente, sino a nuestras personas queridas, nuestra familia y nuestros vecinos. “Nuestro vecino”, recordamos, es aquel que vive cerca nuestro, no quizá geográficamente, pero sí en vida y sentimiento.
Todo el mundo puede ver que la afirmación de San Juan es la fórmula de una filosofía evolutiva, que enseña que el crecimiento viene sólo del amor, no diré del auto-sacrificio, sino del impulso ardiente de llenar el impulso más alto de otro. Supongamos, por ejemplo, que tengo una idea que me interesa. Es mi creación. Es mi criatura, pues tal y como mostré en The Monist del pasado julio, es una pequeña persona; la amo, y moriría por perfeccionarla. No es aplicando la fría justicia al círculo de mis ideas como las haré crecer, sino queriéndolas y cuidándolas como haría con las flores de mi jardín. La filosofía que extraemos del evangelio de Juan es que esa es la manera en que la mente se desarrolla; y en cuanto al cosmos, sólo en tanto que es todavía mente, y por lo tanto tiene vida, es capaz de una evolución posterior. El amor, reconociendo gérmenes de amabilidad en el odio, lo lleva poco a poco hacia la vida, y lo hace amable. Esa es la clase de evolución que todo estudiante cuidadoso de mi ensayo “La ley de la mente” debe ver que el sinejismo reclama.
El siglo diecinueve está ahora tocando a su fin rápidamente, y todos comenzamos a revisar sus logros y a pensar qué característica está destinado a llevar en la mente de los futuros historiadores comparado con otros siglos. Creo que será llamado el Siglo Económico, pues la economía política tiene más relaciones directas con todas las ramas de su actividad de lo que tiene ninguna otra ciencia. Pues bien, la economía política tiene también su fórmula de redención. Es ésta: la inteligencia al servicio de la avaricia asegura los precios más ajustados, los contratos más justos, la conducta más inteligente en todos los tratos entre los hombres, y conduce al summum bonum, alimento en abundancia y perfecta comodidad. ¿Alimento para quién? Bien, para el avaro maestro de la inteligencia. No pretendo decir que ésta sea una de las conclusiones legítimas de la economía política, cuyo carácter científico reconozco plenamente, sino que el estudio de las doctrinas, verdaderas en sí mismas, a menudo fomentará de forma provisional generalizaciones extremadamente falsas, del mismo modo que el estudio de la física ha fomentado el necesitarianismo. Lo que digo entonces es que la gran atención prestada a las cuestiones económicas durante nuestro siglo ha provocado una exageración de los efectos beneficiosos de la avaricia y de los desafortunados resultados del sentimiento, hasta que ha dado lugar a una filosofía que llega inconscientemente a esto, a que la avaricia es el gran agente de la elevación de la raza humana y de la evolución del universo.
Abro un manual de economía política² —el más típico y normal que tengo a mano— y encuentro algunas observaciones de las que haré aquí un breve análisis. Omito las calificaciones, las observaciones que buscan la benevolencia, las frases para apaciguar los prejuicios cristianos, los adornos que sirven para esconder tanto al lector como al autor la fea desnudez del dios-avaricia. Pero he estudiado mi posición. El autor enumera “tres motivos de la acción humana:
- el amor a uno mismo; 
- el amor a una clase limitada que tiene intereses y sentimientos comunes a los de uno mismo; 
- el amor a la humanidad en general”. 
Nótese, como punto de partida, qué título servil se concede a la avaricia: “el amor a uno mismo”. ¡Amor! El segundo motivo es amor. En lugar de “una clase limitada” pongan “ciertas personas” y tendrán una descripción justa. Tomando “clase” en el sentido anticuado, se describe un tipo débil de amor. Como consecuencia, parece haber alguna vaguedad en la delimitación de este motivo. Por amor a la humanidad en general el autor no entiende esa pasión profunda y subconsciente que se llama así propiamente, sino meramente el espíritu público, quizá poco más que una inquietud por impulsar ideas. El autor continúa con una estimación comparativa del valor de esos motivos. La avaricia, dice, aunque usando por supuesto otra palabra, “no es un mal tan grande como se supone con frecuencia (…). Todo hombre puede promover sus propios intereses de forma mucho más efectiva de lo que puede promover los de nadie más, o de lo que nadie más puede promover los suyos”. Además, como señala en otra página, cuanto más avaro es un hombre, mayor es el bien que hace. El segundo motivo “es el más peligroso al que una sociedad está expuesta”. El amor es muy bonito: “no existe ninguna fuente de felicidad humana más alta o más pura” (¡ejem!), pero es “una fuente de daño permanente” y, en resumen, debería ser desautorizado por algo más sabio. ¿Cuál es ese motivo más sabio? Veamos.
En cuanto al espíritu público, se vuelve insignificante por las “dificultades para que opere de forma efectiva”. Por ejemplo, podría sugerir que se inspeccionara la fecundidad del pobre y del vicioso y “ninguna medida de represión resultaría demasiado severa” en el caso de los criminales. La indicación es amplia. Pero desgraciadamente no puedes hacer que las legislaturas tomen tales medidas, debido a los apestosos “tiernos sentimientos del hombre respecto al hombre”. De este modo parece que el espíritu público o benthamismo no es lo suficientemente fuerte para ser el tutor efectivo del amor (estoy saltando a otra página), que debe por lo tanto ser entregado a “los motivos que animan a los hombres en la búsqueda de la riqueza”, que son los únicos en los que podemos confiar y que “son beneficiosos en el más alto grado”³. Sí, son sin excepción beneficiosos en el más alto grado para el ser sobre el que se vierten todas sus bendiciones, esto es, el Yo, cuyo “único objeto”, dice el escritor, al acumular riqueza es su “sustento y disfrute” individual. Claramente, el autor sostiene que la noción de que algún otro motivo podría ser beneficioso en el más alto grado incluso para el hombre mismo es una paradoja que carece de sentido. Busca paliar y modificar su doctrina, pero deja que el perspicaz lector vea cuál es el principio que le anima, y cuando, sosteniendo las opiniones que he repetido, reconoce al mismo tiempo que la sociedad no podría existir sólo sobre una base de avaricia inteligente, simplemente se clasifica a sí mismo como uno de esos eclécticos de opiniones poco armoniosas. Quiere que su riqueza tenga un sabor a una soupçon⁴ de Dios.
Los economistas acusan a aquellos a los que el enunciado de sus atroces infamias les produce un estremecimiento de horror de ser sentimentalistas. Puede que sea así: confieso de buena gana que tengo en mí algún tinte de sentimentalismo, ¡gracias a Dios! Desde que la revolución francesa llevó esa inclinación del pensamiento a una mala reputación —y debo admitir que no del todo inmerecidamente, verdadero, bello y bueno como era ese gran movimiento— se ha convertido en una tradición dibujar a los sentimentalistas como personas incapaces de pensamiento lógico y poco dispuestas a mirar de frente a los hechos. Esta tradición puede clasificarse junto a la tradición francesa de que un inglés dice godam cada dos frases, junto a la tradición inglesa de que un americano habla de “Britishers” y la tradición americana de que un francés lleva las formas de etiqueta hasta un extremo inoportuno, en resumen, junto a todas esas tradiciones que sobreviven simplemente porque los hombres que usan sus ojos y sus oídos son pocos y se encuentran lejos unos de otros. Sin duda había alguna excusa para todas esas opiniones en tiempos pasados, y el sentimentalismo, cuando la diversión de moda consistía en pasar las tardes en un mar de lágrimas por una lamentable representación en un escenario a la luz de las velas, se hacía a veces un poco ridículo. Pero, después de todo, ¿qué es el sentimentalismo? Es un ismo, una doctrina, a saber, la doctrina de que debería tenerse un gran respeto por los juicios naturales del corazón sensible. Eso es precisamente en lo que consiste el sentimentalismo, y ruego al lector que considere si condenarlo no es la más degradante de todas las blasfemias. Sin embargo el siglo XIX lo ha condenado continuamente, porque produjo el Reino del Terror. Es verdad que lo hizo. Sin embargo, toda la cuestión es una cuestión de cuánto. El reino del terror era muy malo, pero ahora el estandarte de Gradgrin⁵ ha estado ostentándose durante este siglo por mucho tiempo en la cara del cielo, con una insolencia como para provocar que los mismos cielos retumben y se irriten. Un rápido y súbito repique sacudirá pronto a los economistas y los hará salir de su complacencia, demasiado tarde. El siglo XX, en su segunda mitad, verá seguramente cómo se desencadena una inundación tempestuosa sobre el orden social —que mostrará un mundo tan profundamente en ruinas como esa filosofía de la avaricia que lo ha llenado de culpa durante largo tiempo. ¡No más jolgorios post-termidorianos entonces!
De modo que un avaro es un poder beneficioso en una comunidad, ¿no? Precisamente con la misma razón, sólo que en un grado mucho mayor, podrías afirmar que el astuto Wall Street es un ángel bueno que toma el dinero de personas descuidadas que probablemente no lo guardan bien, que hunde empresas débiles que es mejor parar y que administra saludables lecciones a científicos incautos al enviarles cheques sin fondo —como me hiciste a mí el otro día, mi millonario Maestro de Glomery⁶, cuando pensaste que habías encontrado la manera de usar mi procedimiento sin pagar por él, y de legarles así a tus hijos algo para enorgullecerse de su padre— y que mediante un millar de tretas pone el dinero al servicio de la avaricia inteligente, en su propia persona. Bernard Mandeville, en su Fable of the Bees, sostiene que los vicios privados de cualquier descripción son beneficios públicos y lo prueba, también, de forma tan convincente como el economista prueba su opinión acerca del avaro⁷. Incluso argumenta, con no menos fuerza, que, de no ser por el vicio, la civilización nunca hubiera existido. Con el mismo espíritu, se ha sostenido con fuerza y se cree ampliamente hoy en día que todos los actos de caridad y benevolencia, privados y públicos, degradan seriamente la raza humana.
El origen de las especies de Darwin meramente extiende los puntos de vista político-económicos del progreso a todo el ámbito de la vida animal y vegetal. La inmensa mayoría de nuestros naturalistas contemporáneos sostienen la opinión de que la verdadera causa de esas adaptaciones exquisitas y maravillosas por las que, cuando yo era niño, los hombres solían alabar la sabiduría divina es que las criaturas están tan apiñadas que todas aquellas que sucede que tienen la más mínima ventaja fuerzan a aquellas que tienen menos empujándolas a situaciones desfavorables para la multiplicación o incluso matándolas antes de que alcancen la edad de reproducción. Entre los animales, el mero individualismo mecánico es ampliamente reforzado como un poder que contribuye al bien por la avaricia despiadada de los animales. Como Darwin lo expresa en su portada, es la lucha por la existencia y debería haber añadido a su lema: ¡Todo individuo para sí mismo y que el diablo se lleve al último! Jesús, en su Sermón de la Montaña, expresó una opinión diferente.
Aquí, entonces, está la cuestión. El evangelio de Cristo dice que el progreso viene de que la individualidad de cada individuo se funda en simpatía con sus vecinos. Por otro lado, la convicción del siglo XIX es que el progreso tiene lugar en virtud de que cada individuo luche por sí mismo con toda sus fuerzas y pise a su vecino cuando tenga oportunidad de hacerlo. Esto podría denominarse acertadamente el Evangelio de la Avaricia.
Mucho ha de decirse acerca de ambas posturas. No he ocultado, ni podría ocultar, mi propia predilección apasionada. Tal confesión sacudirá probablemente a mis hermanos científicos. A pesar de todo, pienso que el fuerte sentimiento es en sí mismo un argumento de cierto peso a favor de la teoría agapástica de la evolución —en tanto que puede suponerse que indica el juicio normal del Corazón Sensible. Ciertamente, si fuera posible creer en el agapasmo sin creer en él con entusiasmo, ese hecho sería un argumento contra la verdad de la doctrina. En cualquier caso, puesto que el entusiasmo del sentimiento existe, debe en todo caso confesarse con franqueza, especialmente porque crea un riesgo de parcialidad por mi parte en contra del cual les toca tanto a mis lectores como a mí estar en guardia.

Segundos pensamientos. Irénica
Tratemos de definir las afinidades lógicas de las diferentes teorías de la evolución. La selección natural, tal y como fue concebida por Darwin, es una forma de evolución en la que el único agente positivo de cambio en toda la transformación de mono a hombre es la variación fortuita. Para asegurar el avance en una dirección definida, el azar tiene que ser secundado por alguna acción que impida la propagación de algunas variedades o que estimule la de otras. En la selección natural, así llamada estrictamente, es la exclusión del débil. En la selección sexual, es la atracción de lo bello, principalmente.
El origen de las especies fue publicado a finales del año 1859. Los años anteriores, desde 1846, habían sido una de las épocas más productivas —o si se extiende hasta cubrir el gran libro que estamos considerando, el periodo más productivo de esa longitud en toda la historia de la ciencia desde sus comienzos hasta ahora. La idea de que el azar engendra orden, que es una de las piedras angulares de la física moderna (aunque el Dr. Carus la considera como “el punto más débil del sistema del Sr. Peirce”⁸ ) se llevó en esa época a su máxima claridad. Quételet había iniciado la discusión mediante sus Letters on the Application of Probabilities to the Moral and Political Sciences, una obra que impresionó profundamente a las mejores mentes de la época y sobre la que Sir John Herschel había atraído la atención general en Gran Bretaña. En 1857, el primer volumen de History of Civilisation de Buckle había causado una enorme sensación, debido al uso que hacía de esa misma idea. Mientras tanto, el “método estadístico” había sido aplicado con gran éxito, bajo ese mismo nombre, a la física molecular. El Dr. John Herapath, un químico inglés, había esbozado en 1847 la teoría cinética de los gases en su Mathematical Physics, y el interés que provocó la teoría había sido recordado en 1856 por las notables memorias de Clausius y Krönig. El mismo verano anterior a la publicación de Darwin, Maxwell había leído ante la Asociación Británica la primera y más importante de sus investigaciones acerca de esta cuestión. La consecuencia fue que la idea de que los eventos fortuitos pueden resultar en una ley física y, más aún, que esa es la manera en que han de explicarse esas leyes que parecen entrar en conflicto con el principio de la conservación de la energía, había arraigado con fuerza en las mentes de todos aquellos que estaban al tanto de los líderes del pensamiento. Era inevitable que El origen de las especies, cuya enseñanza era simplemente la aplicación del mismo principio a la explicación de otra acción “no conservativa”, la del desarrollo orgánico, fuera aclamado y bienvenido por tales mentes. El sublime descubrimiento de la conservación de la energía por Helmholtz en 1847 y el de la teoría mecánica del calor por Clausius y por Rankine, de forma independiente, en 1850, habían impuesto respeto decididamente a todos aquellos que podrían haber estado inclinados a burlarse de la ciencia física. A partir de entonces, un poeta tardío que todavía hablara constantemente de “la ciencia pedaleando con los nombres de las cosas” fracasaría en su propósito. Ahora se sabía que el mecanismo lo era todo, o casi todo. Durante todo ese tiempo, el utilitarismo—ese sustituto mejorado para el Evangelio— estaba en su máximo esplendor, y era un aliado natural de una teoría individualista. El apoyo imprudente del Decano Mansel había llevado a una sublevación entre los partidarios de Sir William Hamilton, y el nominalismo de Mill se había beneficiado de ello; y aunque era seguro que la ciencia real a la que Darwin estaba llevando a los hombres daría algún día un golpe mortal a la pseudo-ciencia de Mill, había sin embargo diversos elementos de la teoría darwiniana que con seguridad encantarían a los seguidores de Mill. Otra cosa: la anestesia llevaba en uso trece años. La familiaridad de la gente con el sufrimiento ya había disminuido mucho y, como consecuencia, esa poco agradable dureza por la que nuestros tiempos contrastan tanto con aquellos que los precedieron inmediatamente ya se había asentado y había inclinado a la gente a saborear una teoría despiadada. El lector se equivocaría bastante en la intención de lo que estoy diciendo si entendiese que deseo sugerir que cualquiera de esas cosas (excepto quizás Malthus) influyó al mismo Darwin. Lo que quiero decir es que su hipótesis, que sin lugar a dudas es una de las más bellas e ingeniosas jamás ideada y que fue sostenida con gran riqueza de conocimiento, con la fuerza de la lógica, con el encanto de la retórica y, sobre todo, con cierta autenticidad magnética que resultaba casi irresistible, en absoluto apareció primero como cercana a ser probada; y para una mente sensata su argumento parece ser hoy en día menos esperanzador de lo que parecía hace veinte años; pero la recepción extraordinariamente favorable con la que se encontró era evidentemente debida, en gran medida, a que sus ideas eran aquellas hacia las que la época estaba favorablemente dispuesta, especialmente a causa del estímulo que daba a la filosofía de la avaricia.
Diametralmente opuestas a la evolución por azar, son las teorías que atribuyen todo progreso a un principio interno necesario, o a alguna otra forma de necesidad. Muchos naturalistas han pensado que si un huevo está destinado a pasar por una cierta serie de transformaciones embriológicas, de las que con toda seguridad no se desviará, y si en el tiempo geológico aparecen casi exactamente de forma sucesiva las mismas formas, una sustituyendo a otra en el mismo orden, hay una fuerte presunción de que esta última sucesión tendrá lugar de forma tan predeterminada y cierta como la primera. Así por ejemplo, Nägeli, concibe que de alguna manera se sigue de la primera ley del movimiento y de la peculiar, pero desconocida, constitución molecular del protoplasma que las formas deben complicarse más y más. Kölliker hace que una forma genere a otra después de que se ha logrado una cierta maduración. Weismann, también, aunque se llama a sí mismo darwiniano, sostiene que nada es debido al azar, sino que todas las formas son simples resultantes mecánicas de la herencia de dos progenitores⁹. Es muy destacable que todos estos sectarios diferentes busquen llevar a sus ciencias una necesidad mecánica a la que los hechos que caen bajo su observación no apuntan. Aquellos geólogos que piensan que la variación de las especies se debe a alteraciones cataclísmicas del clima o de la constitución química del aire y del agua están también haciendo de la necesidad mecánica el factor principal de la evolución.
Evolución por mutación azarosa y evolución por necesidad mecánica son concepciones reñidas entre sí. Un tercer método, que sustituye a esa contienda, yace envuelto en la teoría de Lamarck. De acuerdo con él, todo lo que distingue a las formas orgánicas más altas de las más rudimentarias ha sido ocasionado por pequeñas hipertrofias o atrofias que han afectado a los individuos temprano en sus vidas y que han sido trasmitidas a su descendencia. Tal transmisión de caracteres adquiridos es de la naturaleza general del tomar hábitos, y esto es lo representativo y derivado de la ley de la mente dentro del ámbito fisiológico. Su acción es esencialmente diferente a la de una fuerza física, y ese es el secreto de la repugnancia de necesitaristas tales como Weismann para admitir su existencia. Más aún, los lamarckianos suponen que, aunque algunas de las modificaciones de la forma así transmitidas eran originalmente debidas a causas mecánicas, los factores principales de su primera producción eran sin embargo la tensión del esfuerzo y el crecimiento excesivo sobreañadido por el ejercicio, junto con las acciones opuestas. Ahora bien, el esfuerzo, en tanto que se dirige a un fin, es esencialmente psíquico, aunque en ocasiones sea inconsciente. Y el crecimiento debido al ejercicio, como afirmaba en mi último artículoⁱ⁰, sigue una ley de carácter bastante contrario al de la mecánica.
La evolución lamarckiana es por lo tanto una evolución por la fuerza del hábito. Esa frase se deslizó de mi pluma mientras uno de esos vecinos cuya función en el cosmos social parece ser la de Interruptor, me hacía una pregunta. Por supuesto, es una tontería. El hábito es mera inercia, un dormirse en los laureles, no una propulsión. Ahora bien, es por la proyaculación [projaculation] energética (afortunadamente existe tal palabra, si no esta mano inexperta tendría que haberse puesto a inventar una) por la que en los casos típicos de evolución lamarckiana se crean primero los nuevos elementos de forma. El hábito, sin embargo, les fuerza a tomar formas prácticas, compatibles con las estructuras a las que afectan, y en forma de herencia y otras similares, reemplaza gradualmente la energía espontánea que las sostiene. De este modo el hábito juega un doble papel; sirve para establecer las nuevas características, y también para ponerlas en armonía con la morfología general y la función de los animales y plantas a los que pertenecen. Pero si ahora el lector se toma amablemente la molestia de retroceder una o dos páginas verá que esta explicación de la evolución lamarckiana coincide con la descripción general de la acción del amor, a la que, supongo, dio su aprobación.
Recordando que toda materia es realmente mente, recordando también la continuidad de la mente, preguntémonos qué aspecto toma la evolución lamarckiana dentro del dominio de la consciencia. El esfuerzo directo no puede conseguir casi nada. Es tan fácil añadir un codo a la propia estatura a través del pensamiento como producir una idea aceptable para alguna de las Musas simplemente esforzándose en ello antes de que esté lista para llegar. Rondamos en vano la fuente y el trono sagrado de Mnemosina; las obras más profundas del espíritu tienen lugar a su propia manera lenta, sin nuestra connivencia; pero dejemos que suene su clarín y podemos entonces realizar nuestro esfuerzo, seguros de que una ofrenda al altar de cualquier divinidad complace su gusto. Además del proceso interno está la operación del ambiente, que se dirige a romper hábitos destinados a ser rotos y a que así la mente se haga viva. Todo el mundo sabe que la larga continuidad de la rutina de un hábito nos hace letárgicos mientras que una sucesión de sorpresas ilumina maravillosamente las ideas. Donde hay movimiento, donde la historia es algo que hacer, ahí se encuentra el foco de la actividad mental, y se ha dicho que las artes y las ciencias residen en el templo de Jano, despertándose cuando se abre pero durmiendo cuando está cerrado. Pocos psicólogos han percibido qué fundamental es este hecho. Una porción de la mente abundantemente conectada a otras porciones trabaja casi mecánicamente. Disminuye hasta la condición de un cruce de vías. Pero una porción de la mente casi aislada, una península espiritual o cul-de-sacⁱⁱ, es como una estación de ferrocarril. Ahora bien, las conexiones mentales son hábitos. Donde abundan, no se necesita ni se encuentra originalidad, pero donde faltan, se da rienda suelta a la espontaneidad. De este modo el primer paso en la evolución lamarckiana de la mente es poner pensamientos diversos en situaciones en las que son libres para jugar. En cuanto al crecimiento por ejercicio, ya he mostrado al discutir “La esencia cristalina del hombre” en The Monist del pasado octubre cuál debe concebirse que es su modus operandi, al menos hasta que haya sido ofrecida una segunda hipótesis igualmente definida. A saber, consiste en la rápida ruptura de moléculas y en la reparación de las partes con nueva materia. De este modo, es una especie de reproducción. Sólo tiene lugar durante el ejercicio porque la actividad del protoplasma consiste en la perturbación molecular que es su condición necesaria. El crecimiento por ejercicio tiene lugar también en la mente. En efecto, eso es en lo que consiste aprender. Pero la ilustración más perfecta es el desarrollo de una idea filosófica a través de su puesta en práctica. La concepción que apareció, en primer lugar, como unitaria, se separa en casos especiales, y en cada uno de ellos debe entrar nuevo pensamiento para dar lugar a una idea practicable. Este nuevo pensamiento, sin embargo, sigue bastante fielmente el modelo de la concepción parental y de este modo tiene lugar un desarrollo homogéneo. El paralelismo entre esto y el curso de las acontecimientos moleculares es aparente. Una atención paciente será capaz de desentrañar todos esos elementos en la transacción llamada aprendizaje.
Por tanto se han traído ante nosotros tres modos de evolución; la evolución por variación fortuita, la evolución por necesidad mecánica y la evolución por amor creativo. Podemos denominarlas evolución tijástica o tijasmo, evolución anancástica o anancasmo y evolución agapástica o agapasmo. A las doctrinas que las representan respectivamente como de principal importancia podemos denominarlas tijasticismo, anancasticismo y agapasticismo. Por otra parte las meras proposiciones de que el azar absoluto, la necesidad mecánica y la ley del amor son respectivamente operativas en el cosmos, pueden recibir los nombres de tijismo, anancismo y agapismo.
Los tres modos de evolución se componen de los mismos elementos generales. El agapasmo los muestra de forma más clara. El buen resultado ha de pasar aquí, primero, por la donación de energía espontánea de los padres a la descendencia y, segundo, por la disposición de esta última a captar la idea general de aquellos sobre ella y de este modo ayudar al propósito general. Para describir la relación del tijasmo y el anancasmo respecto del agapasmo, permítanme tomar prestada una palabra de la geometría. Una elipse cruzada por una línea recta es una especie de curva cúbica, pues una curva cúbica es una curva cortada tres veces por una línea recta; ahora bien, una línea recta podría cortar la elipse dos veces y su línea recta asociada una tercera vez. Sin embargo la elipse con la línea recta a través de ella no tendría las características de una curva cúbica. No tendrá, por ejemplo, flexión inversa, de la que ninguna curva cúbica verdadera carece, y tendría dos nodos, lo que ninguna curva cúbica verdadera tiene. Los geómetras dicen que es una curva cúbica degenerado. Del mismo modo, el tijasmo y el anacasmo son formas degeneradas de agapasmo.
Los hombres que buscan reconciliar la idea darwiniana con el cristianismo observarán que la evolución tijástica, como la agapástica, depende de una creación reproductiva, preservándose aquellas formas que usan la espontaneidad que se les confiere de tal modo que sean llevadas a la armonía con el original, de forma muy parecida al esquema cristiano. ¡Muy bien! Esto sólo muestra que así como el amor no puede tener un contrario, sino que debe abrazar lo que es más opuesto a él como un caso degenerado suyo, así el tijasmo es una clase de agapasmo. Sólo que en la evolución tijástica el progreso se debe únicamente a la distribución del talento escondido en el pañuelo del siervo rechazado entre aquellos no rechazados, igual que los jugadores arruinados dejan su dinero en la mesa para hacer a aquellos que todavía no están arruinados mucho más ricos. La maldición de los carneros hace la felicidad de los corderos, llevada al otro lado de la ecuación. En el agapasmo genuino, por otra parte, el avance tiene lugar en virtud de una simpatía positiva entre lo creado que emana de la continuidad de la mente. Esa es la idea que el tijasticismo no sabe cómo manejar.
El anacasticista podría interrumpir aquí, afirmando que el modo de evolución que él sostiene coincide con el agapasmo en el punto en el que el tijasmo se separa de él. Pues hace que el desarrollo atraviese ciertas fases, que tienen sus inevitables flujos y reflujos pero que sin embargo tienden en su conjunto a una perfección preordenada. Por esto el destino de la pura existencia revela una afinidad intrínseca con el Bien. En esto, debe admitirse que el anancasmo muestra que él mismo es, en un sentido amplio, una especie de agapasmo. Algunas formas suyas podrían confundirse fácilmente con el agapasmo genuino. La filosofía hegeliana es un anancasticismo tal. Con su religión reveladora, con su sinejismo (aunque sea imperfectamente expuesto), con su “reflexión”, la idea completa de la teoría es magnífica, casi sublime. Sin embargo, después de todo, la libertad viva es prácticamente olvidada en su método. Todo el movimiento es el de un gran motor, impulsado por un vis a tergo, con un ciego y misterioso destino de llegar a una alta meta. Quiero decir que habría un motor tal si realmente funcionara, pero a decir verdad es un motor Keelyⁱ². Concedamos que realmente actúa como afirma que actúa, y que no hay nada que hacer sino aceptar esa filosofía. Pero no se ha visto nunca un ejemplo de una larga cadena de razonamiento —¿debo decir con una grieta en cada unión?— no, con cada unión como si fuera un puñado de arena, moldeado hasta darle forma en un sueño. O, digamos, es un modelo de cartón de una filosofía que en realidad no existe. Si usamos la única cosa preciosa que contiene, su idea, introduciendo el tijismo con la arbitrariedad que cada uno de sus pasos sugiere, y convertimos eso en el apoyo a una libertad vital que es la respiración del espíritu del amor, podemos ser capaces de producir ese agapasticismo genuino que Hegel pretendía.

Un tercer aspecto. Discriminación 
En la misma naturaleza de las cosas, la línea de demarcación entre los tres modos de evolución no está perfectamente definida. Eso no impide que sea del todo real, quizá es incluso una marca de su realidad. No hay en la naturaleza de las cosas ninguna línea clara de demarcación entre los tres colores fundamentales, rojo, verde y violeta, pero para todos son realmente diferentes. La cuestión principal es si tres elementos evolutivos radicalmente diferentes han sido operativos, y la segunda cuestión es cuáles son las características más notables de aquellos elementos que hayan sido operativos.
Me propongo dedicar unas pocas páginas a un examen muy superficial de estas cuestiones en su relación con el desarrollo histórico del pensamiento humano. Formulo en primer lugar, para conveniencia del lector, las definiciones más breves posibles de los tres modos concebibles del desarrollo del pensamiento, distinguiendo también dos variedades de anancasmo y tres de agapasmo. El desarrollo tijástico del pensamiento, entonces, consistirá en pequeñas desviaciones de las ideas habituales en direcciones diferentes de forma indiferente, sin ningún propósito y sin ninguna constricción ya sea por circunstancias externas o por la fuerza de la lógica, siendo seguidas estas nuevas desviaciones por resultados imprevistos que tienden a fijar algunas de ellas como hábitos más que otras. El desarrollo anancástico del pensamiento consistirá en nuevas ideas adoptadas sin prever a dónde tenderán, pero que tienen un carácter determinado por causas o bien externas a la mente, como cambios en las circunstancias de la vida, o internas a la mente como desarrollos lógicos de ideas ya aceptadas, tales como las generalizaciones. El desarrollo agapástico del pensamiento es la adopción de ciertas tendencias mentales, no del todo descuidadamente, como en el tijasmo, no del todo ciegamente por la mera fuerza de las circunstancias o de la lógica, como en el anancasmo, sino por una atracción inmediata hacia la idea en sí misma, cuya naturaleza se adivina antes de que la mente la posea, por el poder de la simpatía, esto es, en virtud de la continuidad de la mente, y esa tendencia mental puede ser de tres variedades, tal y como sigue. Primero, puede afectar a un conjunto de personas o comunidad en su personalidad colectiva, y ser comunicada de esa manera a los individuos que están en una poderosa conexión de fuerte simpatía con el colectivo de gente, aunque puedan ser intelectualmente incapaces de alcanzar la idea por sus comprensiones privadas o quizá incluso de aprehenderla conscientemente. En segundo lugar, puede afectar directamente a una persona privada, de modo que él sólo esté capacitado para aprehender la idea o para apreciar su atractivo en virtud de su simpatía con los vecinos, bajo la influencia de una experiencia chocante o de un desarrollo del pensamiento. La conversión de San Pablo puede tomarse como ejemplo de lo que quiero decir. En tercer lugar, puede afectar a un individuo, independientemente de sus afectos humanos, en virtud de una atracción que ejerce sobre su mente, incluso antes de que la haya comprendido. Éste es el fenómeno que ha sido llamado correctamente la adivinación del genio, pues es debido a la continuidad entre la mente de hombre y lo Más Alto. 
Consideremos a continuación por medio de qué pruebas podemos discriminar estas diferentes categorías de evolución. No es posible ningún criterio absoluto en la naturaleza de las cosas, ya que en la naturaleza de las cosas no hay una línea clara de demarcación entre las diferentes clases. A pesar de todo, pueden encontrarse síntomas cuantitativos por los que un juicio sagaz y amable de naturaleza humana puede ser capaz de estimar las proporciones aproximadas en las que se mezclan las diferentes clases de influencia. 
Hasta donde la evolución histórica del pensamiento humano ha sido tijástica, debería haber procedido mediante pasos inapreciables o diminutos, pues tal es la naturaleza de las casualidades cuando se multiplican de tal modo que muestran el fenómeno de la regularidad. Por ejemplo, supongamos que de los hombres blancos nativos de los Estados Unidos en 1880 una cuarta parte tuviera una estatura menor a cinco pies y cuatro pulgadas y una cuarta parte midiera más de cinco pies y ocho pulgadas. Entonces, según los principios de la probabilidad, deberíamos esperar que entre toda la población hubiera: 
216 por debajo de 4 pies y 6 pulgadas
48 por debajo de 4 pies y 5 pulgadas
9 por debajo de 4 pies y 4 pulgadas 
menos de 2 por debajo de 4 pies y 3 pulgadas 

216 por encima de 6 pies y 6 pulgadas
48 por encima de 6 pies y 7 pulgadas
9 por encima de 6 pies y 8 pulgadas
menos de 2 por encima de 6 pies y 9 pulgadas
Consigno estas cifras para mostrar qué insignificantemente pocos son los casos en los que algo muy alejado de lo común se hace presente por azar. Aunque sólo la estatura de uno de cada dos hombres se incluye dentro de las cuatro pulgadas entre los 5 pies y las 4 pulgadas y los 5 pies y las 8 pulgadas, sin embargo si ese intervalo se ampliara tres veces cuatro pulgadas por encima y cuatro por debajo abarcaría a los aproximadamente ocho millones de hombres blancos nativos (de 1880), exceptuando únicamente a nueve más altos y nueve más bajos.
La prueba de la variación diminuta, si no es satisfecha, niega absolutamente el tijasmo. Si es satisfecha, encontraremos que niega el anancasmo pero no el agapasmo. Queremos una prueba positiva satisfecha sólo por el tijasmo. Ahora bien, allí donde encontramos que el pensamiento de los hombres da en grados imperceptibles un giro contrario a los propósitos que les animan, a pesar de sus más altos impulsos, ahí, podemos concluir con seguridad, ha habido una acción tijástica. 
Habrá estudiantes de la historia de la mente con una erudición tal como para llenar a un estudioso imperfecto como yo de una envidia endulzada con una gozosa admiración, que mantengan que las ideas, justo cuando comienzan, son y pueden ser poco más que rarezas, ya que todavía no han podido ser examinadas críticamente y, más aún, que en todas partes y en todas las épocas el progreso ha sido tan gradual que es difícil distinguir con claridad cuál es el paso original que ha dado un hombre determinado. Se seguiría que el tijasmo ha sido el único método del desarrollo intelectual. Debo confesar que no puedo leer la historia así; no puedo evitar pensar que, aunque el tijasmo ha sido a veces operativo, en otras ocasiones grandes pasos que cubrían casi el mismo terreno y dados por hombres diferentes de manera independiente, han sido confundidos con una sucesión de pequeños pasos y, más aún, que los estudiosos han sido reacios a admitir un “espíritu” entitativo real de una época o de una gente bajo la impresión equivocada y no examinada de que de ese modo estarían abriendo la puerta a hipótesis salvajes y antinaturales. Encuentro, por el contrario, que independientemente de cómo sea con respecto a la educación de las mentes individuales, el desarrollo histórico del pensamiento apenas ha sido de naturaleza tijástica, y únicamente en movimientos recesionistas y bárbaros. Deseo hablar con la extrema modestia que corresponde a un estudioso de lógica que tiene que investigar un campo tan amplio del pensamiento humano que sólo puede cubrirlo mediante un reconocimiento, al cual sólo la mayor habilidad y los métodos más diestros pueden conferir algún valor. Pero, después de todo, sólo puedo expresar mis propias opiniones y no las de ninguna otra persona y, según mi humilde juicio, el mayor ejemplo de tijasmo es proporcionado por la historia de la cristiandad, desde su establecimiento por Constantino hasta, digamos, el tiempo de los monasterios irlandeses, una era o eón de aproximadamente 500 años. Indudablemente la circunstancia externa que más que ninguna otra inclinó a los hombres en primer lugar a aceptar el cristianismo con su amor y ternura, fue que la sociedad estaba dividida en unidades hasta un grado temible por la avaricia implacable y la dureza de corazón a la que los romanos habían llevado al mundo. Y sin embargo fue ese mismo hecho, más que ninguna otra circunstancia externa, el que favoreció esa amargura contra el perverso mundo de la que el primitivo Evangelio de Marcos no contiene ningún rastro. Al menos yo no lo percibo en la observación acerca de la blasfemia contra el Espíritu Santo, donde no se dice nada acerca de la venganza, ni siquiera en el discurso en el que se citan las líneas finales de Isaías acerca del gusano y el fuego que se alimentan de “los cadáveres de los hombres que han pecado contra mí”ⁱ³ Pero poco a poco la amargura aumenta hasta que en el último libro del Nuevo Testamento, su pobre autor confundido describe que Cristo estaba todo el tiempo hablando de que, habiendo venido a salvar al mundo, el designio secreto era tomar a toda la raza humana, con la excepción de unos insignificantes 144.000, y zambullirlos en un lago de azufre, y mientras el humo de su tormento se elevara por toda la eternidad volverse y decir “ya no existe la maldición”. ¿Sería una sonrisa insensible o una mueca diabólica lo que acompañaría tal afirmación? Ojalá pudiese creer que no lo escribió San Juan, pero es su evangelio el que habla acerca de “la resurrección para la condenación” —esto es, de que los hombres son resucitados sólo para torturarlos— y, en cualquier caso, la Revelación es una composición muy antigua. Uno puede entender que los primeros cristianos eran como hombres intentando con todas sus fuerzas escalar un abrupto declive de lisa arcilla mojada. El elemento más profundo y más verdadero de su vida, que animaba tanto su corazón como su cabeza, era el amor universal, pero estaban continuamente, y contra sus deseos, deslizándose hacia un espíritu de grupo, cada resbalón sirviendo como un precedente, de una forma demasiado familiar para todo hombre. Ese sentimiento de grupo creció imperceptiblemente hasta que alrededor del año 330 de nuestra era el brillo de la prístina integridad que refleja en San Marcos el blanco espíritu de la luz estaba tan deslustrado que Eusebioⁱ⁴ (el Jared Sparksⁱ⁵ de aquellos días), en el prefacio a su Historia, pudo anunciar su intención de exagerar todo lo que tendía a la gloria de la iglesia y de suprimir todo lo que pudiera deshonrarla. Su contemporáneo latino Lactancioⁱ⁶ es peor todavía, y de ese modo la oscuridad siguió creciendo hasta que antes de final de siglo la gran biblioteca de Alejandría fue destruida por Teófilo, hasta que Gregorio el Grande, dos siglos después, quemó la gran biblioteca de Roma proclamando que “la Ignorancia es la madre de la devoción”ⁱ⁷ (lo que es verdadero, así como la opresión y la injusticia son las madres de la espiritualidad), hasta que una descripción sensata del estado de la iglesia fuera algo que nuestros no demasiados buenos periódicos tratarían como “inadecuado para publicarlo”. Mediante la aplicación de la prueba dada anteriormente se muestra que todo este movimiento ha sido tijástico. Otro muy parecido a éste a pequeña escala, sólo que cien veces más rápido, para cuyo estudio están las bibliotecas llenas de documentos, se encuentra en la historia de la revolución francesa. 
La evolución anancástica avanza mediante sucesivos pasos con pausas entre ellos. La razón es que en ese proceso un hábito de pensamiento es suplantado por otro más fuerte al haber sido derrocado. Ahora bien, es seguro que ese otro más fuerte será ampliamente diferente al primero, y con mucha frecuencia será su contrario directo. Le recuerda a uno nuestra vieja regla de hacer vicepresidente al segundo candidato. Esta característica, por tanto, distingue claramente el anancasmo del tijasmo. La característica que le distingue del agapasmo es su carencia de propósito. Sin embargo el anancasmo externo y el interno han de examinarse de forma separada. El desarrollo bajo la presión de las circunstancias externas, o evolución cataclísmica, innegablemente es suficiente en la mayoría de los casos. Tiene incontables grados de intensidad, desde la fuerza bruta, la pura guerra, que ha hecho cambiar el curso del pensamiento del mundo más de una vez, hasta el hecho bruto de la evidencia, o lo que se ha tomado por ella, que se sabe que ha convencido a los hombres por multitudes. La única duda que puede subsistir ante una historia tal es una duda cuantitativa. Las influencias externas no son nunca las únicas que afectan a la mente, y por lo tanto debe ser una cuestión de juicio para la que apenas merecería la pena intentar establecer reglas si un movimiento dado ha de considerarse como principalmente gobernado desde fuera o no. En el surgimiento del pensamiento medieval, esto es, en el desarrollo del escolasticismo y del arte sincrónico, las cruzadas y el descubrimiento de los escritos de Aristóteles fueron sin duda influencias muy poderosas. El desarrollo del escolasticismo desde Roscelino hasta Alberto Magno sigue muy de cerca los pasos sucesivos del conocimiento de Aristóteles. Prantlⁱ⁸ piensa que esa es toda la historia, y pocos hombres han manejado más libros que Carl Prantl. Él ha hecho un trabajo bueno y sólido, a pesar de sus juicios descuidados. Pero nunca llegaremos ni siquiera a comenzar a comprender bien el escolasticismo hasta que todo él haya sido explorado de forma sistemática y resumido por un grupo de estudiantes organizados con regularidad y sujetos a reglas para ese propósito. Pero respecto al periodo que estamos ahora especialmente considerando, aquel que coincidió con la arquitectura románica, la literatura se domina fácilmente. No justifica bastante las sentencias de Prantl sobre la dependencia servil de esos autores respecto a sus autoridades. Más aún, mantienen un propósito definido fijamente ante sus mentes a través de todos sus estudios. Por tanto soy incapaz de ofrecer este periodo del escolasticismo como un ejemplo de anancasmo externo puro, lo que parece ser el flúor de los elementos intelectuales. Quizá la reciente recepción japonesa de las ideas occidentales sea el más puro ejemplo de ello en la historia. Sin embargo, en combinación con otros elementos, nada es más común. Si el desarrollo de las ideas bajo la influencia del estudio de hechos externos se considera como anancasmo externo —está en el límite entre la forma externa y la interna— es, por supuesto, lo principal en el aprendizaje moderno. Pero Whewell, cuya comprensión maestra de la historia de la ciencia los críticos han sido demasiados ignorantes para apreciar con propiedad, muestra claramente que está lejos de ser la influencia abrumadoramente preponderante, ni siquiera ahíⁱ⁹. 
El anancasmo interno, o el moverse a tientas lógico, que avanza sobre una línea predestinada sin ser capaz de prever si ha de continuarse ni de dirigir su curso, es la regla del desarrollo de la filosofía. Hegel fue el primero que hizo que el mundo comprendiera esto, y buscó hacer de la lógica no meramente una guía subjetiva y un monitor del pensamiento, que era todo lo que se había estado ambicionando antes, sino que fuera el mismo origen del pensamiento, y no meramente del pensamiento individual sino de la discusión, de la historia del desarrollo del pensamiento, de toda la historia, de todo desarrollo. Esto implica un error positivo, claramente demostrable. Dejemos que la lógica en cuestión sea del tipo que sea, una lógica de inferencia necesaria o una lógica de inferencia probable (la teoría podría quizá moldearse para ajustarse a ambas), en cualquier caso se supone que la lógica es suficiente por sí misma para determinar qué conclusiones se siguen de unas premisas dadas, pues de no hacerlo no sería suficiente para explicar por qué el tren del razonamiento de un individuo tomaría exactamente el curso que toma, por no hablar de otras clases de desarrollo. De ese modo supone que, a partir de premisas dadas, sólo puede obtenerse una conclusión de forma lógica y que no hay campo en absoluto para la libre elección. Que a partir de premisas dadas sólo puede obtenerse de forma lógica una conclusión es una de las falsas nociones que se han derivado de que los lógicos hayan limitado su atención a ese Nantucket²⁰ del pensamiento, la lógica de términos no-relativos. En la lógica de relativos, eso no puede sostenerse. 
Se me ocurre una observación. Si la evolución de la historia es en una parte considerable de la naturaleza del anancasmo interno, se parece al desarrollo de los hombres individuales, y así como 33 años es una unidad de tiempo aproximada pero natural para los individuos, siendo la edad media a la que el hombre obtiene resultados, del mismo modo habría un periodo aproximado al final del cual un gran movimiento histórico sería probablemente suplantado por otro. Veamos si podemos exponer algo de esta clase. Tomemos el desarrollo gubernamental de Roma como suficientemente largo y establezcamos las fechas principales: 
753 A. C. Fundación de Roma 
510 A. C. Expulsión de los tarquinos 
27 A. C. Octavio asume el título de Augusto 
476 D. C. Final del imperio occidental 
962 D. C. Sacro Imperio Romano 
1453 D. C. Caída de Constantinopla 
El último acontecimiento fue uno de los más significativos de la historia, especialmente para Italia. Los intervalos son 243, 483, 502, 486, 491 años. Muy curiosamente todos son casi iguales, excepto el primero, que es la mitad de los otros. Reinos de reyes sucesivos no estarían normalmente tan cercanos. Establezcamos unas pocas fechas de la historia del pensamiento: 
585 A. C. Eclipse de Tales. Comienzo de la filosofía griega 
30 D. C. La crucifixión 
529 D. C. Cierre de las escuelas atenienses. Fin de la filosofía griega 
1125 D. C. Surgimiento (aproximado) de las Universidades de Bolonia y París 
1543 D. C. Publicación de De Revolutionibus de Copérnico. Comienzo de la ciencia moderna 
Los intervalos son 615, 499, 596, 418 años. En la historia de la metafísica podemos tomar las siguientes: 
322 A. C. Muerte de Aristóteles 
1274 D. C. Muerte de Aquino 
1804 D. C. Muerte de Kant 
Los intervalos son 1595 y 530 años. El primero es unas tres veces el último. 
A partir de estas cifras no se puede sacar correctamente ninguna conclusión. Al mismo tiempo sugieren que quizás puede haber una era natural aproximada de 500 años. Si hubiera alguna evidencia independiente de esto, los intervalos señalados podrían ganar alguna significación. 
El desarrollo agapístico del pensamiento debería distinguirse, si existiera, por tener un propósito, siendo ese propósito el desarrollo de una idea. Deberíamos tener una comprensión y reconocimiento agápico o amable directo de ella, en virtud de la continuidad del pensamiento. Tomo como dado aquí que tal continuidad del pensamiento ha sido suficientemente probada por los argumentos usados en mi artículo sobre “La ley de la mente” en The Monist del pasado julio. Incluso aunque esos argumentos no sean del todo convincentes en sí mismos, a pesar de todo si son reforzados por un agapasmo manifiesto en la historia del pensamiento, las dos proposiciones se prestarán una a otra ayuda mutua. Confío en que el lector tendrá la suficiente formación lógica para no confundir tal apoyo mutuo con un círculo vicioso en el razonamiento. Si pudiera mostrarse directamente que hay una entidad tal como el “espíritu de una época” o de una gente, y que la mera inteligencia individual no explica todos los fenómenos, eso sería de inmediato una prueba suficiente del agapasticismo y del sinejismo. Debo reconocer que soy incapaz de producir una demostración convincente de esto, pero soy capaz, creo, de aducir argumentos tales que sirvan para confirmar aquellos que han sido extraídos a partir de otros hechos. Creo que todos los grandes logros de la mente han estado más allá de los poderes de los individuos por sí solos. Y encuentro, aparte del apoyo que esta opinión recibe de las consideraciones sinejísticas y del carácter intencional de muchos grandes movimientos, una razón directa para pensar así en la sublimidad de las ideas y en el hecho de que ocurran simultánea e independientemente en un número de individuos sin poderes generales extraordinarios. Me parece que la señalada arquitectura gótica es de tal carácter en varios de sus desarrollos. Todos los intentos de imitarla por parte de arquitectos modernos con el mayor genio y preparación parecen planos y sin brillo, y sus autores así lo sienten. Sin embargo, en el tiempo en el que el estilo estaba vivo, había una abundancia de hombres capaces de producir obras de esta clase de sublimidad y poder gingantesco. En más de un caso, documentos existentes muestran que los cabildos de las catedrales, al seleccionar los arquitectos, trataban a grandes genios artísticos como una consideración secundaria, como si no hubiera una falta de personas capaces de proporcionar eso. Y lo resultados justifican su confianza. Entonces, ¿estaban los individuos en general en aquella época en poder de tales naturalezas grandiosas y elevados intelectos? Tal opinión se vendría abajo con el primer examen. 
¡Cuántas veces han visto hombres que ahora están en la edad mediana que se hacían grandes descubrimientos de forma independiente y casi simultanea! El primer caso que recuerdo fue la predicción de un planeta exterior a Urano por Leverrier y Adams. Uno apenas sabe a quién debería atribuirse el principio de conservación de la energía, aunque puede considerarse razonablemente como el descubrimiento más grande que la ciencia ha hecho nunca. La teoría mecánica del calor fue establecida por Rankine y por Clausius durante el mismo mes de febrero de 1850, y hay hombres eminentes que atribuyen ese gran paso a Thomson. La teoría cinética de los gases, después de que la comenzara John Bernoulli y de que fuera largamente enterrada en el olvido, fue reinventada y aplicada a la explicación no meramente de las leyes de Boyle, Charles y Avogadro, sino también de la difusión y viscosidad, por al menos tres físicos modernos de forma separada. Es bien conocido que la doctrina de la selección natural fue presentada por Wallace y Darwin en el mismo encuentro de la Asociación Británica, y Darwin en su “Esbozo histórico” incluido en las últimas ediciones de su libro muestra que oscuros predecesores se anticiparon a ambos. El método del análisis del espectro fue reclamado tanto para Swan como para Kirchhoff, y había otros que tenían quizás incluso mejores reclamaciones. La autoría de la Tabla Periódica de los Elementos Químicos se disputa entre un ruso, un alemán y un inglés²ⁱ, aunque no hay duda de que el mérito principal corresponde al primero. Esos son casi los descubrimientos más grandes de nuestros días. Sucede lo mismo con los inventos. No debe sorprendernos que el telégrafo se construyera de forma independiente por varios inventores, ya que era un corolario fácil de hechos científicos bien establecidos anteriormente. Pero no sucedió así con el teléfono y otros inventos. El éter, el primer anestésico, fue presentado de forma independiente por tres médicos de Nueva Inglaterra²². Ahora bien, el éter había sido un artículo común desde hacía un siglo. Había estado en una de las farmacopeas desde hace tres siglos. Es del todo increíble que sus propiedades anestésicas no se hubieran conocido. Sí se habían conocido. Probablemente habían pasado de boca en boca como un secreto de los días de Basil Valentine²³, pero durante mucho tiempo había sido un secreto de la clase de los de Punchinello²⁴. Durante muchos años, los jóvenes lo habían usado como divertimento en Nueva Inglaterra. ¿Por qué entonces no se le dio un uso serio? No puede darse ninguna razón, excepto que el motivo para hacerlo no era suficientemente fuerte. Los motivos para hacerlo sólo podían haber sido el deseo de ganancia y la filantropía. Alrededor de 1846, la fecha de su presentación, la filantropía estaba sin duda en una condición inusualmente activa. Esa sensibilidad, o sentimentalismo, que había sido introducida en el siglo anterior, había experimentado un proceso de maduración, como consecuencia del cual, aunque era entonces menos intensa de lo que había sido previamente, era más probable que influenciara a la gente poco reflexiva de lo que había sido nunca. Los tres que reclamaban el éter habían estado probablemente influidos por el deseo de ganancias, pero a pesar de eso no eran ciertamente insensibles a las influencias agápicas. 
Dudo acerca de si alguno de los grandes descubrimientos debería considerarse, propiamente, como un logro del todo individual, y pienso que muchos compartirán esta duda. Sin embargo, de no ser así, ¡qué argumento habría aquí para la continuidad de la mente y para el agapasticismo! No quiero resultar agotador. Si los pensadores se persuadieran al menos de dejar a un lado sus prejuicios y aplicarse al estudio de las evidencias de esta doctrina, estaría muy contento de esperar la decisión final.

Fin de: “Amor evolutivo”, Charles S. Peirce (1893). Fuente textual en CP 6.287-317

Fecha del documento: 27 julio 2006
Ultima actualización: 4 agosto 2006

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1 Anteros: en la mitología griega, dios del amor correspondido, hermano gemelo de Eros.
S. Newcomb, Principles of Political Economy, Nueva York, 1886.
¿Cómo puede un escritor tener algún respeto por la ciencia en cuanto tal, si es capaz de confundir con las proposiciones científicas de la economía política, que nada tienen que decir respecto a lo que es “beneficioso”, tales generalizaciones baratas como ésta? [Nota de CSP]
Pizca”, en francés en el original.
Peirce hace referencia al personaje de Dickens en Tiempos difíciles.
Título que ostentaba el director de la Escuela de Gramática de Cambridge.
Peirce habla aquí de forma personal. En una carta del 20 de Septiembre de 1892 a Augustus Lowell escribió: “Hace poco hice un informe sobre un proceso químico para un hombre de Wall St. que debía pagarme 500$ en efectivo y una participación en las patentes. Me entregó debidamente un cheque y el banco lo devolvió como 'no bueno'“. El master in glomery era Thomas J. Montgomery.
P. Carus, “Mr. Charles S. Peirce´s Onslaught on the Doctrine of Necessity”, The Monist 2 (1892), 576.
Me alegra encontrar que también el Dr. Carus sitúa a Weismann entre los oponentes de Darwin, a pesar de enarbolar esa bandera. [Nota de CSP]
10 Peirce se refiere a “Man's Glassy Essence”.
11 Callejón sin salida”, en francés en el original.
12 Peirce se refiere a un tipo de motor, que supuestamente funcionaba con agua, inventado por John Worrell Keely (1837-1898), quien anunció en 1878 que había descubierto un nuevo principio para la producción de energía.
13 Véase Marcos 3, 29; 9, 48, e Isaías 66, 24.
14 Eusebius Pamphili, Ecclesiastal History, Londres, 1876, 8, 2.
15 Jared Sparks (1789-1866), historiador y editor americano, presidente del Harvard College.
16 Lactancio, “Of the False Wisdom of Philosophers”, The Works, Edimburgo, 1871, libro 3.
17 Véase Juan de Salisbury, Polycraticus, 2, 26; 8, 19.
18 Véase Geschichte der Logik im Abendlande de Prantl, Leipzig, 1867, vol. 3, sección 17, p. 2.
19 Véase William Whewell, Novum Organon Renovatum, 3ª ed., Londres, 1858.
20 Pequeña isla de Massachusetts. Antiguamente era uno de los principales puertos balleneros, aunque el aislamiento que padeció durante la guerra civil americana la dejó prácticamente despoblada hasta mediados del siglo XX.
21 Mendeleiev, Lothar Meyer, y J. A. R. Newlands.
22 W. T. G. Morton, C. T. Jackson, y J. C. Warren.
23 Químico alemán del siglo XV. De acuerdo con la “Nota sobre la edad de Basil Valentine” de Peirce, se considera que Basil Valentine fue uno de los primeros químicos científicos en la Alemania del siglo quince; pero Peirce continúa y dice que puede haber sido una creación de Johann Thölde, quien publicó algunos trabajos atribuidos a Basil Valentine alrededor de 1600.
24 Con origen en la commedia dell’arte italiana, Punchinello es una especie de payaso rústico o bufón, y era el nombre de una revista publicada en Nueva York alrededor de 1870.

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