Tomado de José
Vasconcelos. Caracas, Biblioteca de Ayacucho, 1992.
Llego con
tristeza a este montón de ruinas de lo que antes fuera un ministerio que comenzaba
a encauzar la educación pública por los senderos de la cultura moderna.
La más estupenda
de las ignorancias ha pasado por aquí asolando y destruyendo, corrompiendo y
deformando, hasta que por fin ya sólo queda al frente de la educación nacional
esta mezquina jefatura de departamento que ahora vengo a desempeñar por obra de
las circunstancias; un cargo que sería decorativo si por lo vano de sus
funciones no fuese ridículo; que sería criminal si la ley que lo creó no fuese
simplemente estúpida. Doloroso tiene que resultar para toda alma activa venir a
vigilar la marcha pausada y rutinaria de tres o cuatro escuelas profesionales y
quitar la telaraña de los monumentos del pasado, funciones a las que ha sido reducida
nuestra institución por una ley que debe calificarse de verdadera calamidad pública.
Pero esta
tristeza que me invade al contemplar lo que miramos sería mucho más honda,
sería irreparable, si yo creyese que al llegar aquí iba a entregarme a la
rutina, si yo creyese que iba a meter mi alma dentro de estos moldes, si yo
creyese que de veras iba a ser Rector sumiso a la ley de este instituto. No;
bien sé, y lo saben todos, que el deber nos llama por otros caminos, y así como
no toleraríamos que los hechos consumados nos cerrasen el paso, tampoco
permitiré que en estos instantes el fetiche de la ley selle mis labios: por
encima de todas las leyes humanas está la voz del deber como lo proclama la
conciencia, y ese deber me obliga a declarar que no es posible obtener ningún resultado
provechoso en la obra de educación del pueblo si no transformamos radicalmente
la ley que hoy rige la educación pública, si no constituimos un
ministerio federal de educación pública. Ese mismo deber me obliga a declarar
que yo no he de conformarme con estar aquí bien pagado y halagado en mi
vanidad, pero con la conciencia vacía porque nada logro. La tarea de conceder borlas doctorales a los
extranjeros ilustres que nos visiten y de presidir venerables consejos que no
bastan para una centésima de las necesidades sociales no puede llenar mi
ambición. Antes iré al más sonado de los fracasos que consentir en
convenirme en un cómplice de la mentira social. Por eso no diré que nuestra
Universidad es muy buena y que debemos estar orgullosos de ella. Lo que yo debo
decir es que nuestras instituciones de cultura se encuentran todavía en el
periodo simiesco de sola imitación sin objeto, puesto que, sin consultar
nuestras necesidades, los malos gobiernos las organizan como piezas de un
muestrario para que el extranjero se engañe mirándolas y no para que sirvan.
He revisado, por
ejemplo, los programas de esta nuestra Universidad, y he visto que aquí se
enseña literatura francesa con tragedia raciniana inclusive y me hubiese envanecido
de ello, si no fuese porque en el corazón traigo impreso el espectáculo de los
niños abandonados en los barrios de todas nuestras ciudades, de todas nuestras
aldeas, niños que el Estado debiera alimentar y educar, reconociendo al hacerla
el deber más elemental de una verdadera civilización. Por más que debo reconocer
y reconozco la sabiduría de muchos de los señores profesores, no puedo dejar de
creer que un Estado, cualquiera que él sea, que permite que subsista el
contraste del absoluto desamparo con la sabiduría intensa o la riqueza extrema,
es un Estado injusto, cruel y rematadamente bárbaro.
No por esto que
os digo vayáis a creer que pasa por mi mente el cobarde pensamiento de
ofenderos insinuando que sois vosotros los culpables. Bien sé que muchos de
vosotros habéis dedicado todas vuestras energías, con desinterés y con amor, a
la enseñanza. Sin embargo, no habéis podido evitar nuestros fracasos sociales;
no habéis servido todo lo que debíais servir acaso porque siempre se os ha mantenido
con las manos atadas, y a causa de esto bien podéis afirmar que no sois vosotros
los responsables, puesto que no habéis sido los dueños del mando.
No vengo, por lo
mismo, a formular acusación contra determinadas personas; simplemente traigo a
la vista los hechos, y cumpliendo con el deber de juzgarlos declaro que el
departamento universitario, tal como está organizado, no puede servir
eficazmente la causa de la educación nacional. Afirmo que esto es un desastre,
pero no por eso juzgo a la Universidad con rencor. Todo lo contrario; casi la
amo, como se ama el destello de una esperanza insegura. La amo, pero no vengo a
encerrarme en ella, sino a procurar que todos sus tesoros se derramen. Quiero
el derroche de las ideas, porque la idea solo en el derroche prospera.
Os he dicho que
yo no sirvo para conceder borlas de doctor, ni para cuidar monumentos, ni para
visar títulos académicos, y sin embargo yo quise venir a ocupar este puesto de
rector que tan mal se aviene conmigo; lo he querido porque he sentido que, este
nuevo gobierno, en que la revolución cristaliza como en su última esperanza,
tiene delante de sí una obra vasta y patriótica en la que es deber ineludible
colaborar. La pobreza y la ignorancia son nuestros peores enemigos, y a nosotros
nos toca resolver el problema de la ignorancia. Yo soy en estos instantes, más
que un nuevo rector que sucede a los anteriores, un delegado de la Revolución que
no viene a buscar refugio para meditar en el ambiente tranquilo de las aulas, sino
a invitaras a que salgáis con él, a la lucha, a que compartáis con nosotros las
responsabilidades y los esfuerzos. En estos momentos yo no vengo a trabajar por la Universidad,
sino a pedir a la Universidad que trabaje por el pueblo. El pueblo ha estado
sosteniendo a la Universidad y ahora ha menester de ella, y por mi conducto
llega a pedirle consejo. Desde hace
varios años, muchos mexicanos hemos venido clamando porque se establezca en
México un Ministerio de Educación Federal. Creo que el país entero desea ver
establecido este ministerio, y al ser yo designado por la Revolución para que
aconsejase en materia de educación pública me encontré con que tenía delante de
mí dos maneras de responder: la manera personal y directa que hubiese
consistido en redactar un proyecto de ley del Ministerio de Instrucción Pública
Federal, proyecto que quizá habría podido llegar a las cámaras, y la otra manera,
la indirecta, que consiste en venir aquí a trabajar entre vosotros durante el periodo
de varios meses, con el objeto de elaborar en el seno de la Universidad un sólido
proyecto de ley federal de educación pública.
Me resolví a
obrar de esta segunda manera, que juzgo mucho más eficaz, y habiendo tenido la
fortuna de merecer la confianza del señor Presidente de la República, vengo a
deciros: EI país ansía educarse: decidnos vosotros cuál
es la mejor manera de educarlo. No permanezcáis apartados de nosotros, venid a
fundiros en los anhelos populares, difundid vuestra ciencia en el alma de la
nación.
Suspenderemos:
las labores universitarias si ello fuese necesario, a fin de dedicar nuestras
fuerzas al estudio de un programa regenerador de la educación pública. De esta
Universidad debe salir la ley que de forma al Ministerio de Educación Pública Federal
que todo el país espera con ansia. Para realizar esta obra urgentísima no nos
atendremos a nuestras solas luces, sino que solicitaremos la colaboración de todos
los especialistas, la colaboración de la prensa, la colaboración del pueblo entero,
pero queremos reservar a la Universidad la honra de redactar la síntesis de todo
esto.
Lo hacemos saber
a todo el mundo: la Universidad de México va a estudiar un proyecto de ley para
la educación intensa, rápida, efectiva de todos los hijos de México. Que todo
aquel que tenga una idea nos la participe; que todo el que tenga su grano de
arena lo aporte. Nuestras aulas están abiertas como nuestros espíritus, y queremos
que el proyecto de ley que de aquí salga sea una representación genuina y
completa del sentir nacional, un verdadero resumen de los métodos y planes que es
necesario poner en obra para levantar la estructura de una nación poderosa y moderna.
Para deciros esto
os he convocado esta noche. El cargo que ocupo me pone en el deber de hacerme
intérprete de las aspiraciones populares, y en nombre de ese pueblo que me envía os pido a
vosotros, y junto con vosotros a todos los intelectuales de México, que salgáis
de vuestras torres de marfil para sellar pacto de alianza con la Revolución.
Alianza para la obra de redimirnos mediante el trabajo, la virtud y el saber. El país ha menester de vosotros. La Revolución ya no
quiere, como en sus días de extravío, cerrar las escuelas y perseguir a los
sabios. La Revolución anda ahora en busca de los sabios. Más tengamos también
presente que el pueblo sólo estima a los sabios de verdad, no a los egoístas
que usan la inteligencia para alcanzar predominio injusto, sino a los que saben
sacrificar algo en beneficio de sus semejantes. Las revoluciones contemporáneas
quieren a los sabios y quieren a los artistas, pero a condición de que el saber
y el arte sirvan para mejorar la condición de los hombres. El sabio que usa de
su ciencia para justificar la opresión, y el artista que prostituye su genio
para divertir al amo injusto, no son dignos del respeto de sus semejantes, no
merecen la gloria. La clase de arte que el pueblo venera es el arte libre y
magnífico de los grandes altivos que no han conocido señor ni bajeza.
Recuerdo a Dante
proscrito y valiente, y a Beethoven altanero y profundo. Los otros, los
cortesanos, no nos interesan a nosotros, los hijos del pueblo.
Los hombres
libres que no queremos ver sobre la faz de la tierra ni amos ni esclavos, ni
vencedores ni vencidos, debemos juntarnos para trabajar y prosperar. Seamos los
iniciadores de una cruzada de educación pública, los inspiradores de un
entusiasmo cultural semejante al fervor que ayer ponía nuestra raza en las
empresas de la religión y la conquista. No hablo solamente de la educación
escolar. Al
decir educación me refiero a una enseñanza directa de parte de los que saben
algo en favor de los que nada saben; me refiero a una enseñanza que sirva para
aumentar la capacidad productora de cada mano que trabaja y la potencia de cada
cerebro que piensa. No soy amigo de los estudios profesionales, porque el
profesionista tiene la tendencia a convertirse en parásito social, parásito que
aumenta la carga de los de abajo y convierte a la escuela en cómplice de las
injusticias sociales. Necesitamos producir, obrar rectamente y pensar. Trabajo
útil, trabajo productivo, acción noble y pensamiento alto, he allí nuestro
propósito. Pero todo esto es una
cumbre; debe cimentarse en muy humildes bases, y sólo puede fundarse en la
dicha de los de abajo. Por eso hay que comenzar por el campesino y por el
trabajador. Tomemos al campesino bajo nuestra guarda y enseñémosle a
centuplicar el monto de su producción mediante el empleo de mejores útiles y de
mejores métodos. Esto es más importante que adiestrarlo en la conjugación de
los verbos, pues la cultura es un fruto natural del desarrollo económico. Los
educadores de nuestra raza deben de tener en cuenta que el fin capital de la
educación es formar hombres capaces de bastarse a sí mismos y de emplear su
energía sobrante en el bien de los demás. Esto que teóricamente parece muy
sencillo es, sin embargo una de las más difíciles empresas, una empresa que
requiere verdadero fervor apostólico. Para resolver de verdad el problema de
nuestra educación nacional, va a ser necesario mover el espíritu público y
animarlo de un ardor evangélico, semejante, como ya he dicho, al que llevara a
los misioneros por todas las regiones del mundo a propagar la fe. Al cambiar la
misión que el nuevo ideal nos impone, es menester que cambien también los procedimientos
del heroísmo. Me refiero a esto; todavía hasta nuestros tiempos lo mejor de la
sociedad femenina de nuestra raza, las almas más nobles, más refinadas, más
puras, se van a buscar refugio al convento, disgustadas de una vida que sólo
ofrece ruindades. Huyen de la sociedad porque no ven en ella ninguna misión
verdaderamente elevada que cumplir. Demos pues, a esas almas la noble misión
que les ha estado faltando; facilitémosles los medios de que se pongan en contacto
con el indio, de que se pongan en contacto con el humilde, y lo eduquen, y veremos
cómo todos acuden con entusiasmo a la obra de regeneración de los oprimidos;
veremos cómo se despierta en todos el celo de la caridad, el entusiasmo humanitario.
Organicemos
entonces el ejército de los educadores que substituya al ejército de los
destructores. Y no descansemos hasta haber logrado que las jóvenes abnegadas,
que los hombres cultos, que los héroes todos de nuestra raza, se dediquen a
servir los intereses de los desvalidos Y se pongan a vivir entre ellos para enseñarles
hábitos de trabajo, hábitos de aseo, veneración por la virtud, gusto por la belleza
y esperanza en sus propias almas. Ojalá que esta Universidad pueda alcanzar la
gloria de ser la iniciadora de esta enorme obra de redención nacional.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario