(Discurso en el acto de la inauguración de la Universidad Nacional de
México,
el 22 de septiembre de 1910)
Señor Presidente de la República, señoras, señores:
Dos conspicuos adoradores de la fuerza transmutada en derecho, el autor
del Imperio germánico y el autor de la Vida
estrenua; el que la concebía como instrumento de dominación, como el
agente superior de lo que Nietzsche llama "la voluntad de potencia",
y el que la preconiza como agente de civilización, esto es, de justicia, son
quienes principalmente han logrado imbuir en el espíritu de todos los pueblos
capaces de mirar lo porvenir, el anhelo profundo y el propósito tenaz de
transformar todas sus actividades: la mental, como se transforma la luz; la
sentimental, como se transforma el calor, y la física, como se transforma el
movimiento en una energía sola, en una especie de electricidad moral que es
propiamente la que integra al hombre, la que lo constituye en un valor, la que
lo hace entrar como molécula consciente en las distintas evoluciones que
determinan el sentido de la evolución humana en el torrente del perenne
devenir...
Esta resolución de ser fuertes, que la antigüedad tradujo por resultados
magníficos en grupos selectos y que entra ya en el terreno de las vastas
realizaciones por nacionalidades enteras, muestra que el fondo de todo
problema, ya social, ya político, tomando estos vocablos en sus más
comprensivas acepciones, implica necesariamente un problema pedagógico, un
problema de educación.
Porque ser fuertes, ya lo enunciamos, es, para los individuos, resumir
su desenvolvimiento integral: físico, intelectual, ético y estético, en la
determinación de un carácter. Claro es que el elemento esencial de un carácter
está en la voluntad; hacerla evolucionar intensamente, por medio del cultivo
físico, intelectual, moral, del niño al hombre, es el soberano papel de la
escuela primaria, de la escuela por antonomasia; el carácter está formado
cuando se ha impreso en la voluntad ese magnetismo misterioso, análogo al que
llama a la brújula hacia el polo, el magnetismo del bien. Cultivar voluntades
para cosechar egoísmos, sería la bancarrota de la pedagogía; precisa imantar de
amor a los caracteres; precisa saturar al hombre de espíritu de sacrificio,
para hacerle sentir el valor inmenso de la vida social, para convertirlo en un
ser moral en toda la belleza serena de la expresión; navegar siempre en el
derrotero de ese ideal, irlo realizando día a día, minuto a minuto; he aquí la
divina misión del maestro.
La Universidad, me diréis, la Universidad no puede
ser una educadora en el sentido integral de la palabra; la Universidad es una
simple productora de ciencia, es una intelectualizadora; sólo sirve para formar
cerebrales. Y sería, podría añadirse entonces, sería una desgracia que los
grupos mexicanos ya iniciados en la cultura humana, escalonándose en gigantesca
pirámide, con la ambición de poder contemplar mejor los astros y poder ser
contemplados por un pueblo entero, como hicieron nuestros padres toltecas,
rematase en la creación de un adoratorio en torno del cual se formase una casta
de ciencia, cada vez más alejada de su función terrestre, cada vez más alejada
del suelo que la sustenta, cada vez más indiferente a las pulsaciones de la
realidad social turbia, heterogénea, consciente apenas, de donde toma su savia
y en cuya cima más alta se encienda su mentalidad como una lámpara irradiando
en la soledad del espacio...
Torno a decirlo: esto sería una desgracia; ya lo han dicho psicosociólogos de primera
importancia. No, no se concibe en los tiempos nuestros
que un organismo creado por una sociedad que aspira a tomar parte cada vez más
activa en el concierto humano, se sienta desprendido del vínculo que lo uniera
a las entrañas maternas para formar parte de una patria ideal de almas sin
patria; no, no será la Universidad una persona destinada a no separar los ojos
del telescopio o del microscopio, aunque en torno de ella una nación se
desorganice; no la sorprenderá la toma de Constantinopla discutiendo sobre la
naturaleza de la luz del Tabor.
Me la imagino así: un grupo
de estudiantes de todas las edades sumadas en una sola, la edad de la plena
aptitud intelectual, formando una personalidad real a fuerza de solidaridad y
de conciencia de su misión, y que, recurriendo a toda fuente de cultura, brote
de donde brotare, con tal que la linfa sea pura y diáfana, se propusiera
adquirir los medios de nacionalizar la ciencia, de mexicanizar el saber. El telescopio, al cielo nuestro, sumario de asterismos prodigiosos en
cuyo negror, hecho de misterio y de infinito, fulguran a un tiempo el
septentrión, inscribiendo eternamente el surco ártico en derredor de la
estrella virginal del polo, y los diamantes siderales que clavan en el
firmamento la Cruz austral; el microscopio, a los gérmenes que bullen
invisibles en la retorta del mundo orgánico, que en el ciclo de sus
transformaciones incesantes hacen de toda existencia un medio en que efectuar
sus evoluciones, que se emboscan en nuestra fauna, en nuestra flora, en la
atmósfera en que estamos sumergidos, en la corriente de agua que se desliza por
el suelo, en la corriente de sangre que circula por nuestras venas, y que
conspiran con tanto acierto como si fueran seres conscientes, para descomponer
toda vida y extraer de la muerte nuevas formas de vida.
Toda ella se agotaría probablemente en nuestro planeta antes de que la
ciencia apurase la observación de cuantos fenómenos nos particularizan y la
particularizasen a ella. Nuestro subsuelo, que por tantos capítulos justifica
el epíteto de "nuevo" que se ha dado a nuestro mundo; las
peculiaridades de la conformación de nuestro territorio constituido por una
gigantesca herradura de cordilleras que, emergida del océano en plena zona
tórrida, la transforma en templada y la lleva hasta la fría y la sube a buscar
la diadema de nieve de sus volcanes en plena atmósfera polar, y allí, en esas
altitudes, colmado del arco interno de la herradura por una rampla de
altiplanicies que va muriendo hacia el norte, nos presenta el hecho, único
quizá en la vida étnica de la tierra, de grandes grupos humanos organizándose y
persistiendo en existir, y evolucionando y llegando a constituir grandes
sociedades, y una nación resuelta a vivir, en una altitud en que, en otras
regiones análogas del globo, o los grupos humanos no han logrado crecer, o no
han logrado fijarse, o vegetan incapaces de llegar a formar naciones
conscientes y progresivas.
Y lo que presenta un interés extraordinario es que, no sólo por esas
condiciones el fenómeno social y, por consiguiente, el económico, el
demográfico y el histórico tienen aquí formas sui generis, sino
los otros fenómenos, los que se producen más ostensiblemente dentro de la
uniformidad fatal de las leyes de la naturaleza: el fenómeno físico, el
químico, el biológico obedecen aquí a particularidades tan íntimamente
relacionadas con las condiciones meteorológicas y barológicas de nuestro
habitáculo, que puede afirmarse que constituyen, dentro del inmenso imperio del
conocimiento, una provincia no autonómica, porque toda la naturaleza cabe
dentro de la cuadrícula soberana de la ciencia; pero sí distinta, pero sí
característica.
Y si de la naturaleza pasamos al hombre, que, cierto, es un átomo, pero
un átomo que no sólo refleja al universo, sino que piensa, ¡qué tropel de
singularidades nos salen al encuentro! ¿Aquí habitó una raza sola? ¿Las
diferencias, no estructurales, pero sí morfológicas de las lenguas habladas
aquí, indican procedencias distintas en relación con una diversidad, no
psicológica, pero sí de configuración y de aspecto de los habitantes de estas
comarcas?: Si no es un centro de creación este nuestro continente, ¿a dónde
está la cepa primera de estos grupos? ¿hay acaso una unidad latente de este
grupo humano que corre, a lo largo de los meridianos, de un polo a otro? Estos
hombres que construyeron pasmosos monumentos en medio de ciudades al parecer
concebidas por un solo cerebro de gigante y realizadas por varias generaciones
de vencidos o de esclavos de la pasión religiosa, servidores de una idea de
dominación y orgullo, pero convencidos de que servían a un dios, también
erigieron en sus cosmogonías y teogonías monumentos espirituales más grandes
que los materiales; como que tocan por sus cimas, abigarradas al igual de las
de sus teocalis, a los problemas eternos, esos en presencia de los cuales el
hombre no es más que el hombre, en todos los climas y en todas las razas; es
decir, una interrogación ante la noche. ¿Quiénes eran estos hombres, de dónde
vinieron, en dónde están sus reliquias vivas en el fondo de este mar indígena
sobre qué ha pasado desde los tiempos prehistóricos el nivel de la superstición
y de la servidumbre; pero que nos revela, de cuando en cuando, su formidable
energía latente con individualidades cargadas de la electricidad espiritual del
carácter y la inteligencia?
Y la historia del contacto de estas que nos parecen extrañas culturas
aborígenes, con los más enérgicos representantes de la cultura cristiana, y la
extinción de la cultura, aquí en tan múltiples formas desarrolladas, como
efecto de ese contacto hace cuatrocientos años comenzado y que no acaba de consumarse,
y la persistencia del alma indígena copulada con el alma española, pero no
identificada, pero no fundida, ni siquiera en la nueva raza, en la familia
propiamente mexicana, nacida, como se ha dicho, el primer beso de Hernán Cortés
y la Malintzin; y la necesidad de encontrar en una educación común la forma de
esa unificación suprema de la patria; y todo esto estudiado en sus
consecuencias, en las series de fenómenos que determinan nuestro estado social,
¡qué profusión de temas de estudio para nuestros obreros intelectuales, y qué
riqueza para la ciencia humana podrá extraerse de esos filones, aún ocultos, de
revelaciones que abarcan toda la rama del conocimiento de que el hombre es
sujeto y objeto a la vez!
Realizando esta obra inmensa de cultura y de atracción de todas las
energías de la República, aptas para la labor científica, es como nuestra
institución universitaria merecerá el epíteto de nacional que
el legislador le ha dado; a ella toca demostrar que nuestra personalidad tiene
raíces indestructibles en nuestra naturaleza y en nuestra historia; que,
participando de los elementos de otros pueblos americanos, nuestras modalidades
son tales, que constituyen una entidad perfectamente distinta entre las otras y
que el tantum sui simile gentem de Tácito puede aplicarse con
justicia al pueblo mexicano.
Para que sea no sólo mexicana, sino humana esta
labor, en que no debemos desperdiciar un solo día del siglo en que llegará a
realizarse, la Universidad no podrá olvidar, a riesgo de consumir, sin
renovarlo, el aceite de su lámpara, que le será necesario vivir en íntima
conexión con el movimiento de la cultura general; que sus métodos, que sus
investigaciones, que sus conclusiones no podrán adquirir valor definitivo
mientras no hayan sido probados en la piedra de toque de la investigación
científica que realiza nuestra época, principalmente por medio de las
universidades. La ciencia avanza,
proyectando hacia adelante su luz, que es el método, como una teoría inmaculada
de verdades que va en busca de la verdad; debemos y queremos tomar nuestro
lugar en esa divina procesión de antorchas.
La acción educadora de la Universidad resultará entonces de su acción
científica; haciendo venir a ella grupos selectos de la intelectualidad
mexicana y cultivando intensamente en ellos el amor puro de la verdad, de tesón
de la labor cotidiana para encontrarla, la persuasión de que el interés de la
ciencia y el interés de la patria deben sumarse en el alma de todo estudiante
mexicano, creará tipos de caracteres destinados a coronar, a poner el sello a
la obra magna de la educación popular que la escuela y la familia, la gran
escuela del ejemplo, cimentan maravillosamente cuando obran de acuerdo. Emerson,
citado por el conspicuo presidente de Columbia University, dice: "la
cultura consiste en sugerir al hombre, en nombre de ciertos principios
superiores, la idea de que hay en él una serie de afinidades que le sirven para
moderar la violencia de notas maestras que disuenan en su gama, afinidades que
nos son un auxilio contra nosotros mismos. La cultura restablece el equilibrio,
pone al hombre en su lugar entre sus iguales y sus superiores, reanima en él el
sentimiento exquisito de la simpatía y le advierte, a tiempo, del peligro de la
soledad y de los impulsos antipáticos". Y esta sugestión de que habla el
gran moralista norteamericano, esta sugestión de principios superiores, de
ideas justas transmutables en sentimientos altruístas, es obra de todos los
hombres que tienen voz en la historia, que adquieren voto decisivo en los
problemas morales que agitan una sociedad; de estos hombres que, sin saberlo,
desde su tumba o desde su escritorio, su taller, su campamento o su altar, son
verdaderos educadores sociales: Víctor Hugo, Juárez, Abraham Lincoln, León
Gambetta, Garibaldi, Kossut, Gladstone, León XIII, Emilio Castelar, Sarmiento,
Bjoernson, Karl Marx, para hablar sólo de los vivos de ayer, influyen más y
sugieren más a las democracias en formación de nuestros días, que todos los
tratados de moral del mundo.
Esta educación difusa y penetrante del ejemplo y la palabra, que satura
de ideas-fuerzas la atmósfera de la vida nacional durante un período de tiempo,
toca a la Universidad concentrarla, sistematizarla y difundirla en acción; debe
esforzarse en presentar encarnaciones fecundas de esos principios superiores de
que Emerson habla; debe realizar la ingente labor de recibir en los umbrales de
la escuela, en que el maestro ha logrado crear hábitos morales y físicos que
orientan nuestros instintos hacia lo bueno, al niño que va a hacer de sus
instintos los auxiliares constantes de su razón al franquear la etapa decisiva
de la juventud y que va a adquirir hábitos mentales que lo encaminen hacia la
verdad, que va a adquirir hábitos estéticos que lo hagan digno de apropiarse la
exclamación de Agripa d'Aubigné:
¡Oh celeste beauté
Blanche fille du ciel,
flambeau d 'eternité!
Cuando el joven sea hombre, es preciso que la Universidad o lo lance a
la lucha por la existencia en un campo social superior, o lo levante a las
excelsitudes de la investigación científica; pero sin olvidar nunca que toda
contemplación debe ser el preámbulo de la acción; que no es lícito al
universitario pensar exclusivamente para sí mismo, y que, si se pueden olvidar
en las puertas del laboratorio al espíritu y a la materia, como Claudio Bernard
decía, no
podremos moralmente olvidarnos nunca ni de la humanidad ni de la patria.
La Universidad entonces tendrá la potencia suficiente para coordinar las
líneas directrices del carácter nacional, y delante de la naciente conciencia
del pueblo mexicano mantendrá siempre alto, para que pueda proyectar sus rayos
en todas las tinieblas, el faro del ideal, de un ideal de salud, de verdad, de
bondad y de belleza; esa es la antorcha de vida de qué habla el poeta latino,
la que se transmiten en su carrera las generaciones.
¿Tenemos una historia? No. La Universidad mexicana que nace hoy no tiene
árbol genealógico; tiene raíces, sí; las tiene en una imperiosa tendencia a
organizarse, que revela en todas sus manifestaciones la mentalidad nacional, y
por eso, apenas brota del suelo el vástago, cuando al primer beso del sol de la
patria se cubre de renuevos y yemas, nuncios de frondas, de flores, de frutos.
Ya es fuerte, lo sentimos: fará da se. Si no tiene
antecesores, si no tiene abuelos, nuestra Universidad tiene precursores: el
gremio y claustro de la Real y Pontificia Universidad de México no es para
nosotros el antepasado, es el pasado. Y, sin embargo, la recordamos con cierta
involuntaria filialidad; involuntaria, pero no destituída de emoción ni
interés. Nació con la Colonia, nació con la sociedad engendrada por la conquista,
cuando no tenía más elementos que aquellos que los mismos conquistadores
proporcionaban o toleraban; hija del pensamiento del primer virrey, el
magnánimo don Antonio de Mendoza, y del amor infrangible por el país nuevo del
santo padre Las Casas, no pudo venir a luz sino cuando fueron oídos los votos
del Ayuntamiento de México, ardientemente secundados por otro gran virrey que
mereció de sus coetáneos el sobrenombre de padre de la patria. A corta
distancia de este sitio se erigió una gran casa blanca, decorada de amplias
rejas de hierro vizcaíno, a orillas de uno de esos interminables canales que
recorrían en todas direcciones la flamante ciudad y que, pasando por frente de
las casas del marqués (hoy Palacio Nacional), corría a buscar salida por las acequias
que cruzaban, como en los tiempos aztecas, la capital de Cortés. Los indígenas
que bogaban en sus luengas canoas planas, henchidas de verduras y flores, oían
atónitos el tumulto de voces y el bullaje de aquella
enorme jaula en que magistrados y dignidades de la Iglesia regenteaban cátedras
concurridísimas, donde explicaban densos problemas teológicos, canónicos,
jurídicos y retóricos, resueltos ya, sin revisión posible de los fallos, por la
autoridad de la Iglesia.
Nada quedaba que hacer a la Universidad en materia
de adquisición científica; poco en materia de propaganda religiosa, de que se
encargaban con brillante suceso las comunidades; todo en materia de educación,
por medio de selecciones lentas en el grupo colonial. Era una escuela
verbalizante; el "psitacismo", que dice Leibnitz, reinaba en ella. Era la palabra y siempre la palabra latina, por
cierto, la lanzadera prestigiosa que iba y venía sin cesar en aquella urdimbre
infinita de conceptos dialécticos: en las puertas de la Universidad, podíamos
decir de las universidades, hubiera debido inscribirse la exclamación de
Hamlet: "palabras, palabras, palabras". Pero la Universidad mexicana,
rodeada de la muralla de China por el Consejo de Indias elevada entre las
colonias americanas y el exterior; extraña casi por completo a la formidable
remoción de corrientes intelectuales que fue el Renacimiento; ignorante del
magno sismo religioso y social que fue la Reforma, seguía su vida en el estado
en que se hallaban un siglo antes las universidades cuatrocentistas. ¿Qué iba a
hacer? El tiempo no corría para ella, estaba emparedada intelectualmente; pero
como quería hablar, habló por boca de sus alumnos y maestros, verdaderos
milagros de memorismo y de conocimiento de la técnica dialectizante.
Así pasó su primer siglo, ya dueña de amplio y noble edificio que nos
hemos visto obligados a derruir para liberarlo de la ruina, cuando daba abrigo
a nuestra Escuela Nacional de Música, con ánimo de restaurarlo, en no lejano
tiempo, con su característico tipo arquitectónico y las elegancias artísticas
de piedra y madera que lo decoraban y que nosotros guardamos cuidadosamente. La
Universidad de Salamanca, que hoy apadrina nuestra Universidad naciente, le dio
el tipo de sus constituciones, que pronto quedaron semiasfixiadas por
disposiciones parásitas, hasta que se proyectó en sus claustros la noble y
batalladora sombra del obispo Palafox, que lo redujo todo a reglamentos, bien
nimios en verdad, pero bien claros y que fueron la norma definitiva de aquella
casa de estudios en que la Nueva España intelectual cifró su orgullo, hasta que
aparecieron en el horizonte los terribles rivales, los que ad majorem
Dei gloriam iban a monopolizar toda la educación católica.
Nos envanecemos con razón de nuestros maravillosos inventos, de nuestros
descubrimientos de inimaginable trascendencia; nos estamos encarando con el
universo en todas sus sombras; perseguimos el misterio de todas las cosas,
hasta en los círculos más retirados de la noche del ser; pedimos a la ciencia
al última palabra de lo real, y nos contesta y nos contestará siempre con la
penúltima palabra, dejando entre ella y la verdad absoluta que pensamos
vislumbrar, toda la inmensidad de lo relativo. En este dominio, cuánto han
pululado los hechos nuevos, los fenómenos impensados, las sorpresas de la
naturaleza solicitada con ansiedad premiosa por la mente armada de un
instrumento superior a la brújula para encontrar nuevos mundos: armada
del método. El actual período de la revelación humana hace
juego con el de la revelación divina, de donde, después del triunfo del
cristianismo militante, convertido en catolicismo, nacieron los siglos píos de
las órdenes monacales, de los papas teócratas, de las cruzadas y de la
escolástica. Aquél, el periodo medieval, venía de la cruz, del templo, de Dios,
y viajó siglos enteros a través del pensamiento, y se perdió en formidable
laberinto teológico en busca de la unión metafísica entre las reglas de la
conducta humana y la idea divina; buscaba al hombre con la linterna
escolástica, cuando la esplendente aurora del Renacimiento apagó la linterna y
mostró al hombre: de este hombre compuesto de pasiones, odios y amores, de
atracciones y repulsiones, pero reducido por la razón, no por la fe, a una
unidad armónica tal como la filosofía pagana lo había concebido, la ciencia
nueva partió. Vosotros conocéis los episodios de este periplo asombroso en
torno de la verdad por los mares sin playas de que, en visión desoladora, habla
Littré; la ciencia, la nueva revelación se atreve a navegar en ellos, rumbo a montañas
cada vez más altas, coronadas de misterioso fulgor: al columbrarlas uno de los
primates de la ciencia, el eminente físico inglés Thomson, exclamaba ayer en
una asamblea de sabios: "¡Grandes son las obras del Señor!" ¿Será que
la ciencia del hombre es un mundo que viaja en busca de Dios?
Pues bien, todos los descubrimientos, incontables ya, que en ese viaje
ha logrado la ciencia; las aplicaciones y modalidades de la energía eléctrica
que se va convirtiendo a los ojos del filósofo en una suerte de alma del
universo, delante de la cual la materia y el éter parecen simples conceptos de
nuestra mente; los que han mostrado la manera de retener en un hilo de cobre un
mundo de sonidos que desaparecen con un simple contacto metálico; los que han
hecho venir al objetivo del telescopio fotográfico miríadas de astros
escondidos en la sombra que hasta hace pocos años un poeta habría calificado de
eterna, y los que han traído al ojo del microscopio la inimaginable cantidad de
nebulosas orgánicas que componen lo infinitamente pequeño y se descomponen en
individuos mejor dotados para propagar la muerte que Atila, Timur-leng o
Ahuítzotl; y los que han hallado en los rayos Roentgen, en las propiedades
del radium y en la radioactividad de los cuerpos una tentación
premiosa para agregar al mundo visible otro mundo insospechado y que podríamos
llamar sobrenatural, si la naturaleza nos fuera realmente conocida; toda esa
especie de remoción del cosmos efectuada desde el fondo del laboratorio, que
despierta cada día de labor y de observación la forma nueva de una fuerza
latente, de donde surgen sin solución de continuidad los fenómenos analizables,
clasificables por los procedimientos de la ciencia, que es a modo de inflexible
pauta aplicada por nuestro espíritu a la tela sin fin de los seres; todo esto
no puede compararse en trascendencia para la humanidad, en influencia sobre el
destino del ser humano, a la invención de la imprenta y al descubrimiento de la
América en el siglo XV, así como estos hallazgos resultan insignificantes al
lado de la producción voluntaria del fuego, sin el cual el hombre habría
sucumbido en los albores del período cuaternario.
La imprenta engendró al libro, que puso al espíritu en contacto consigo
mismo, y el descubrimiento de América completó a la humanidad, que se sentía
deficiente, y reemplazó la fe teológica con la fe científica. De entrambas
nació la edad moderna: de entrambas nació la Universidad de México que, con la
de Lima, constituye la primera tentativa de los monarcas españoles para dar
alas al alma americana, que comenzaba a formarse dolorosamente.
La parlante casa de estudios no fue un puerto para las naves que se atrevían
a surcar los mares nuevos del intelecto humano en el Renacimiento; no, ya lo
dijimos, la base de la enseñanza era la escolástica, en cuyas mallas se habían
vuelto flores de trapo las doctrinas de los grandes pensadores católicos que,
con Tomás de Aquino y Vives, habían desaparecido de la escena, que quedó vacía
hasta el cardenal Newman, no de inteligencia y sentimiento místico, que fueron
siempre exuberantes, sino de genuina creación filosófica. Deduciendo siempre de
los dogmas, superiores o extraños a la razón, o de los comentarios de los
Padres, y peritísimos en recetas dialécticas o retóricas, los maestros
universitarios, aquí como en la vieja España, hacían la labor de Penélope y
enseñaban cómo se podía discurrir indefinidamente siguiendo la cadena
silogística para no llegar ni a una idea nueva ni a un hecho cierto; aquello no
era el camino de ninguna creación, de ninguna invención: era una telaraña oral
hecha de la propia substancia del verbo, y el quod
erat probandum no probaba sino lo que ya lo estaba en la proposición
original. Y esta técnica era la que se aplicaba a los estudios canónicos,
jurídicos, médicos y filosóficos; como que la teología hablaba cual ama y
señora, y como ciencias esclavas las otras.
Ya podían resultar, como resultaron, universitarios
que eran prodigios razonantes de memoria y de silogística, entre profesores y
alumnos de la Universidad; aquel organismo se convirtió en un caso de vida
vegetativa y después en un ejemplar del reino mineral: era la losa de una
tumba; el epitafio lo ha escrito el padre Agustín Rivera en la Historia
de la Filosofía en la Nueva España.
En vano el obispo Palafox, lleno de inquina contra la Compañía de Jesús,
intentó en el siglo XVII galvanizar aquel cadáver; pronto volvió a la
impotencia, a la atonía, a la descomposición. La educación jesuítica,
radicalmente imperfecta como es, porque basa toda la educación del carácter en
la obediencia ciega y muda, y porque hace del conocimiento de los clásicos
latinos la parte principal de la enseñanza, sin poder penetrar en la verdadera
alma clásica, que fue la del Renacimiento, por ellos anatematizada, estuvo en
México en manos de hombres de soberana virtud, tan cultos en su época, tan
humanos, tan abnegados como misioneros, tan dúctiles como cortesanos, tan tolerantes
en el sentido social del vocablo, tan penetrantes psicólogos y tan empeñados en
levantar el alma mexicana, que la Universidad entró en un rápido ocaso de luna
en presencia de aquel sol moral y mental que le nacía enfrente. Fue
irremediable su decadencia hasta como escuela para formar clérigos; pronto los
seminarios conciliares, nacidos de las prescripciones tridentinas y ajustados a
ellas, hicieron a la Universidad una competencia muy práctica y eficaz; los
grados fueron poco a poco un honor despreciado, un modo de proporcionar
recursos a los viejos doctores universitarios. Ni siquiera la expulsión de los
jesuitas, decretada por Carlos III, sirvió a la Universidad, dejándole el campo
libre; ni siquiera pudo así atraerse a la clientela criolla, que pertenecía por
completo a los padres expulsados, reanimando su enseñanza; nada; fue muy lenta,
pero irremediable, su agonía. No supo, ni habría podido quizás, abrir una
puerta al espíritu nuevo y renovar su aire y reoxigenar su viejo organismo que
tendía a convertirse en piedra; no lo supo, y fueron los seminarios los que
prepararon el espíritu de emancipación filosófica, obligando a sus alumnos a
conocerlo en las refutaciones que de él se hacían, o en algunos libros
clandestinamente importados en las aulas; y fueron los seminarios y no la
Universidad los que cultivaron silenciosamente las grandes almas de los
insurgentes de 1810, en las que, por primera vez, la patria fue.
Cuando los beneméritos próceres que en 1830 llevaron al gobierno la
aspiración consciente de la Reforma, empujaron las puertas del vetusto
edificio, casi no había nadie en él, casi no había nada. Grandes cosas
vetustas, venerables unas, apolilladas otras; ellos echaron al cesto las
reliquias de trapo, las borlas doctorales, los registros añejos en que constaba que la Real y Pontificia Universidad no había tenido
ni una sola idea propia, ni realizado un solo acto trascendental a la vida del
intelecto mexicano; no había hecho más que argüir y redargüir en aparatosos
ejercicios de gimnástica mental, en presencia de arzobispos y virreyes durante
trescientos años.
No puede, pues, la Universidad que hoy nace, tener nada de común con la
otra; ambas han fluido del deseo de los representantes del Estado de encargar a
hombres de alta ciencia de la misión de utilizar los recursos nacionales en la
educación y la investigación científicas, porque ellos constituyen el órgano
más adecuado a estas funciones, porque el Estado ni conoce funciones más
importantes, ni se cree el mejor capacitado para realizarlas. Los fundadores de
la Universidad de antaño decían: "la verdad está definida,
enseñadla"; nosotros decimos a los universitarios de hoy: "la verdad
se va definiendo, buscadla". Aquéllos decían: "sois un grupo selecto
encargado de imponer un ideal religioso y político resumido en estas palabras:
Dios y el Rey". Nosotros decimos: "sois un grupo de perpetua
selección dentro de la substancia popular, y tenéis encomendada la realización
de un ideal político y social que se resume así: democracia y libertad".
Para llegar más brevemente, no a realizar sus fines, porque la historia
del pensamiento humano prueba que no se realizan nunca, aunque se vayan
realizando todos los días, sino a hacerse dueño de los medios de realizarlos,
el legislador ha querido reducir, para intensificarla, la acción directa de la
nueva institución. No por esto, sin embargo, la hemos creado extraña a toda
injerencia en la educación primaria, la más fundamental, la más necesariamente
nacional; pero esa injerencia no podía pasar del límite de la información
precisa venida por el conducto más autorizado. No podía pasar de allí, porque
consta en nuestras leyes el acuerdo entre el pueblo y el gobierno para reservar
a éste cuanto a la primera educación se refiere. Este acuerdo es indiscutido, y
nosotros los mexicanos lo consideramos indiscutible; pertenece al orden
político: consiste en que, penetrados hondamente del deber indeclinable de
transformar la población mexicana en un pueblo, en una democracia, nos
consideramos obligados a usar directa y constantemente del medio más importante
de realizar este propósito, que es la escuela primaria. Todos los demás medios
coadyuvan; no hay uno solo de cuantos significan paz, progreso, que no sea
educador, porque no hay uno solo que no acerque a los pueblos y propague el
amor al trabajo y facilite la marcha de la escuela; pero ésta, que sugiere
hábitos, que trata de convertir la disciplina externa en interna, que unifica
la lengua, levantando una lengua nacional sobre el polvo de todos los idiomas
de cepa indígena, creando así el elemento primordial del alma de la nación;
esta escuela, que prepara sistemáticamente en el niño al ciudadano, iniciándolo
en la religión de la patria, en el culto del deber cívico; esta escuela forma
parte integrante del Estado, corresponde a una obligación capital suya, la
considera como un servicio público, es el Estado mismo en función del porvenir.
Tal es la razón primera de nuestro sistema y tal es la de haber
mantenido fuera del alcance universitario a las escuelas normales, a pesar de
que no ignoramos la tendencia actual de substituir a la enseñanza normal por
una enseñanza pedagógica universitaria. No sé cuáles resultados produciría en
otras partes; aquí sí indicamos de desastroso régimen semejante, en el momento
actual de nuestro desenvolvimiento escolar.
La Universidad está encargada de la educación nacional en sus medios
superiores e ideales; es la cima en que brota la fuente, clara como el cristal
de la fuente horaciana, que baja a regar las plantas germinadas en el terruño
nacional y sube en el ánima del pueblo por alta que éste la tenga puesta. En
tanto, todo aquello que forma parte de disciplinas concretas y utilitarias
ligadas con el desenvolvimiento de necesidades de qué depende en parte la vida
actual del Estado, como las enseñanzas comerciales e industriales, materia de
futuras universidades; todo lo que es necesario proteger perseverantemente en
el orden económico, porque lo tenue de la ambiencia en que evoluciona exige la
creación temporal de medios facticios favorables a esa evolución que tenemos
por indispensable en la cultura nacional—me refiero a las enseñanzas
estéticas—, quedan en nuestro plan pedagógico en su situación actual, también
en la íntima dependencia del Estado.
Así, pues, la Universidad nueva organizará su selección en los elementos
que la escuela primaria envíe a la secundaria; pero ya aquí los hará suyos, los
acendrará en fuertes crisoles, de donde extraerá al fin el oro que en medallas
grabadas con las armas nacionales, pondrá en circulación. Esa enseñanza
secundaria está organizada, aquí y en casi toda la República, con una doble
serie de enseñanzas que se suceden preparándose unas a otras, tanto en el orden
lógico como en el cronológico, tanto en el orden científico como en el
literario. Tal sistema es preferido al de enseñanzas coincidentes, porque
nuestra experiencia y la conformación del espíritu mexicano parecen darle mayor
valor didáctico; sin duda que está en cierta pugna con la actual
interdependencia científica; mas su relación con la historia de la ciencia y
con las leyes psicológicas que se fundan en el paso de lo más a lo menos
complejo es innegable.
Sobre esta serie científica que informa el plan de nuestra enseñanza
secundaria, "la serie de las ciencias abstractas" que apellida
Augusto Comte, está edificado el de las enseñanzas superiores profesionales que
el Estado expensa y sostiene con cuanto esplendor puede, no porque se crea con
la misión de proporcionar carreras gratuitas a individuos que han podido
alcanzar ese tercer o cuarto grado de la selección, sino porque juzga necesario
al bien de todos que haya buenos abogados, buenos médicos, ingenieros y
arquitectos; cree que así lo exigen la paz social, la salud social y la riqueza
y el decoro sociales, satisfaciendo necesidades de primera importancia. Sobre
estas enseñanzas fundamos la Escuela de Altos Estudios; allí la selección llega
a su término; allí hay una división amplísima de enseñanzas; allí habrá una
distribución cada vez más vasta de elementos de trabajo; allí convocaremos, a
compás de nuestras posibilidades, a los príncipes de las ciencias y las letras
humanas, porque deseamos que los que resulten mejor preparados por nuestro
régimen de educación nacional, puedan escuchar las voces mejor prestigiadas en
el mundo sabio, las que vienen de más alto, las que van más lejos; no sólo las
que producen efímeras emociones, sino las que inician, las que alientan, las
que revelan, las que crean. Esas se oirán un día en nuestra escuela; ellas
difundirán el amor a la ciencia, amor divino, por lo sereno y puro, que funda
idealidades como el amor terrestre funda humanidades.
Nuestra ambición sería que en esa escuela, que es el peldaño más alto
del edificio universitario, puesto así para descubrir en el saber los
horizontes más dilatados, más abiertos, como esos que sólo desde las cimas
excelsas del planeta pueden contemplarse; nuestra ambición sería que en esa
escuela se enseñase a investigar y a pensar, investigando y pensando, y que la
substancia de la investigación y el pensamiento no se cristalizase en ideas
dentro de las almas, sino que esas ideas constituyesen dinamismos perennemente
traducibles en enseñanza y en acción, que sólo así las ideas pueden llamarse
fuerzas; no quisiéramos ver nunca en ella torres de marfil, ni vida
contemplativa, ni arrobamientos en busca del mediador plástico; eso
puede existir, y quizás es bueno que exista en otra parte; no allí, allí no.
Una figura de implorante vaga hace tiempo en derredor de los templa
serena de nuestra enseñanza oficial: la filosofía; nada más respetable
ni más bello. Desde el fondo de los siglos en que se abran las puertas
misteriosas de los santuarios de Oriente, sirve de conductora al pensamiento
humano, ciego a veces. Con él reposó en el estilóbato del Partenón, que no
habría querido abandonar nunca; lo perdió casi en el tumulto de los tiempos
bárbaros, y, reuniéndose a él y guiándolo de nuevo, se detuvo en las puertas de
la Universidad de París, el alma mater de la humanidad
pensante en los siglos medios; esa implorante es la filosofía, una imagen
trágica que conduce a Edipo, el que ve por los ojos de su hija lo único que
vale la pena de verse en este mundo, lo que no acaba, lo que es eterno.
¡Cuánto se nos ha tildado de crueles y acaso de beocios, por mantener
cerradas las puertas a la ideal Antígona! La verdad es que en el plan de la
enseñanza positiva la serie científica constituye una filosofía fundamental; el
ciclo que comienza en la matemática y concluye en la psicología, en la moral,
en la lógica, en la sociología, es una enseñanza filosófica, es una explicación
del universo; pero si como enseñanza autonómica no podíamos darle en nuestros
programas su sede marmórea, nosotros, que teníamos tradiciones que respetar,
pero no que continuar ni seguir; si podíamos mostrar el modo de ser del
universo hasta donde la ciencia proyectara sus reflectores, no podíamos ir más
allá, ni dar cabida en nuestro catálogo de asignativas a las espléndidas hipótesis
que intentan explicar no ya el cómo, sino el por
qué del universo. Y no que hayamos adoptado un credo filosófico que
fuese el positivismo: basta comparar con la serie de las ciencias
abstractas propuestas por el gran pensador que lo fundó, la adoptada por
nosotros para modificar este punto de vista; no, un espíritu laico reina en
nuestras escuelas; aquí, por circunstancias peculiares de nuestra historia y de
nuestras instituciones, el Estado no podría, sin traicionar su encargo, imponer
credo alguno; deja a todos en absoluta libertad para profesar el que les
imponga o la razón o la fe. Las lucubraciones metafísicas que responden a un
invencible anhelo del espíritu y que constituyen una suerte de religión en el
orden ideal, no pueden ser materia de ciencia; son supremas síntesis que se
ciernen sobre ella y que frecuentemente pierden con ella el contacto. Quedan a
cargo del talento, alguna vez del genio, siempre de la conciencia individual;
nada como esa clase de mentalismos para alzar más el alma, para contentar mejor
el espíritu, aun cuando, como suele suceder, proporcionan desilusiones
trágicas.
Hay, sin embargo, trabajos de coordinación, ensayos de totalización del
conocimiento que sí tienen su raíz entera en la ciencia, y una sección en la
Escuela de Altos Estudios los comprende bajo el título de filosofía. Nosotros
abriremos allí cursos de historia de la filosofía, empezando por la de las
doctrinas modernas y de los sistemas nuevos o renovados desde la aparición del
positivismo hasta nuestros días, hasta los días de Bergson y William James. Y
dejaremos libre, completamente libre, el campo de la metafísica negativa o
afirmativa, al monismo por manera igual que al pluralismo, para que nos hagan
pensar y sentir, mientras perseguimos la visión pura de esas ideas eternas que
aparecen y reaparecen sin cesar en la corriente de la vida mental: un Dios
distinto del universo, un Dios inmanente en el universo, un universo sin Dios.
¿Qué habríamos logrado si al realizar este ensueño hubiéramos completado
con una estrella mexicana un asterismo que no fulgurase en nuestro cielo? No;
el nuevo hombre que la consagración a la ciencia forme en el joven neófito que
tiene en las venas la savia de su tierra y la sangre de su pueblo, no puede
olvidar a quién se debe y a qué pertenece; el sursum corda que
brote de sus labios al pie del altar debe dirigirse a los que con él han amado,
a los que con él han sufrido; que ante ellos eleve, como una promesa de
libertad y redención, la hostia inmaculada de la verdad. Nosotros no queremos
que en el templo que se erige hoy se adore una Atena sin ojos para la humanidad
y sin corazón para el pueblo, dentro de sus contornos de mármol blanco;
queremos que aquí vengan las selecciones mexicanas en teorías incesantes para
adorar a Atena promakos, a la ciencia que defiende a la
patria.
Señor Rector de la Universidad:
Al depositar en vuestras manos el gobierno universitario, el Jefe de la
nación ha querido premiar una labor santa de más de medio siglo, en que habéis
puesto al servicio de varias generaciones escolares no sólo vuestra
inteligencia, sino vuestro corazón. No sólo habéis sido un profesor, sino un
educador; no sólo habéis formado jurisconsultos, sino habéis formado hombres;
sus almas eran como todas, cálices: o de arcilla, o de cristal, o de oro; en
cada uno de esos cálices habéis depositado una gota de vuestra alma buena. Hoy
vais a continuar vuestra obra desde más alto, dirigiendo la primera marcha de
la Universidad naciente; nada olvidaréis en el desempeño de vuestra ardua y
fecunda tarea: ni vuestra impecable ciencia de jurista, ni vuestro amor por el
pasado, ni vuestra fe, juvenil todavía, en el progreso. Contáis para el
desempeño de vuestra misión con la ardiente simpatía de tres generaciones de
hombres de estudio, con el respeto de la sociedad, con la confianza del
gobierno, de quien vuestro encargo rectoral os constituye en colaborador
íntimo.
E1 pueblo de México y su gobierno, y la Universidad a cuyo nacimiento
asistís como buenas hadas, señores delegados universitarios, os dan por vuestra
deferencia las gracias más efusivas y os ruegan que las transmitáis a vuestras
universidades respectivas, a quienes desde hoy considerarnos como nuestras
hermanas maternales, como nuestras consejeras, como nuestras amigas. Tres de
entre ellas han sido llamadas, por eminentemente representativas, para
apadrinar en nombre de todas, porque todas habrían merecido esta distinción,
este acto que quedará marcado hondamente en los anales de la vida moral de
México: la Universidad de París, la que enseñó a la Edad Media su lenguaje
intelectual, la que inició la vida del pensamiento puro, alzando desde lo alto
de Santa Genoveva la antorcha de Abelardo, que casi era una protesta, que era
casi una herejía; la Universidad de París, la maestra universal, el alma
mater de cuatro siglos de teología y filosofía, la que con su vida y
su agonía larguísima y con su muerte y su transformación imperial y su
espléndida resurrección de hoy, prueba que la inteligencia está condenada a
eclipses y catalepsias cuando no respira su oxígeno, que es la libertad. La
Universidad de Salamanca, en cuyos estatutos se sembró la planta exótica de
nuestra Universidad colonial, porque representa nuestra tradición, porque en
ella queremos proclamar nuestro abolengo, del que, a riesgo de ser tenidos no
sólo por ingratos, sino por incapaces de sentido histórico, es decir, por
incapaces de cultura, no podemos renegar, como no renunciamos tampoco a nuestro
abolengo indígena, dígalo nuestro orgullo en refundir en la misma religión
cívica las memorias del azteca Cuauhtémoc, del criollo Hidalgo y del zapoteca
Juárez. La Universidad de California, nuestra amiga más antigua, con ser tan
joven, tipo de estas instituciones tales como en América se conciben, abiertas
de par en par a las corrientes nuevas, buscadoras de todas las enseñanzas, de
cualquiera procedencia que sean, con tal que dejen su simiente en el suelo
patrio y que, bajo la altísima dirección intelectual y moral de su Presidente,
puede tomar como lema el apotegma de William James: "La experiencia
inmediata de la vida resuelve los problemas que desconciertan más a la
inteligencia pura".
A estas tres universidades asociamos, en nuestro afecto y nuestra
gratitud, a todas las otras que nos han enviado sus saludos de simpatía, o que
han venido aquí en las personas de sus enviados.
El cerebro moderno ellas lo componen; la unidad del mundo intelectual,
de la civilización humana, ellas la constituyen; la acción benéfica de la
ciencia sobre el desenvolvimiento social parte de ellas, sobre todo; el día,
hagamos votos porque no esté lejos, en que las universidades se liguen y
confederen en la paz y el culto del ideal en el progreso, se realizará la
aspiración profunda de la historia humana.
Señor Presidente de la República:
La Universidad Nacional es vuestra obra; el Estado espontáneamente se ha
desprendido, para constituirla, de una suma de poder que nadie le disputaba, y
vos no habéis vacilado en hacerlo así, convencido de que el gobierno de la
ciencia en acción debe pertenecer a la ciencia misma. ¿Sabrá el nuevo organismo
realizar su fin? Lo esperamos y lo veremos.
Mucho habéis hecho por la patria, señor; hoy el mundo contempla de cerca
con qué solemne devoción os habéis puesto al frente de la glorificación de
nuestro pasado, que, oscuro y triste como es, ha sido aceptado entero y sin
reservas por la nación mexicana, para hacer de él nuestro blasón de honor y de
gloria. Habéis sido el principal obrero de la paz; la habéis hecho en el campo,
en la ciudad y en las conciencias; la habéis incrustado en nuestro suelo con
las cintas de acero de los rieles; la habéis difundido en nuestro ambiente con
el humo de nuestras fábricas, y os esforzáis con gigantesco esfuerzo en
transformarla en frutos que anhelan nuestros amigos ricos y en mieses que
cubran nuestras planicies, regadas ya con su maravilloso toisón de oro. Y con
todo esto habéis preparado el porvenir; pero era preciso que quien tuviera
conciencia de ese porvenir fuese un pueblo libre, un pueblo libre no sólo por
el amor a sus derechos, sino por la práctica perseverante de sus deberes; para
ello habéis incesantemente impulsado y fomentado un vasto sistema de educación
nacional, matriz fecunda de las democracias vivas, y este sistema queda
teóricamente coronado hoy; vuestro nombre perdurará grabado en él como oro en
hierro.
Y como si mucho habéis hecho por la patria, ella, que os ha seguido
siempre, que os ha apoyado siempre, que os ha creído siempre, ha hecho por
vuestro prestigio y por vos más de lo que habéis hecho por ella; ella aplaude
hoy esta soberana obra vuestra, segura de que será fecunda, porque fía en que
todos los árboles que sembráis crecen frondosos, porque conocen el secreto del
éxito constante de vuestras empresas: vuestro amor íntimo y profundo al pueblo,
vuestro padre, y vuestra fe genuina e irreduccible en el progreso humano.
(Ideas en Torno de Latinoamérica, edición de Leopoldo Zea,
México: UNAM, 1986)