miércoles, 19 de junio de 2019

Guadalupe-Tonantzin nuestra madre


Guadalupe-Tonantzin nuestra madre
Por: Lizzet González García
WA: 2225501220

La verdad es que tengo muy pocos recuerdos de cuando fuimos uno el señor Ometéotl y yo; creo que tenía visión, oído, tacto y todos los demás sentidos; aunque realmente no sé para qué estaban esos atributos en nosotros si no había nada que ver, escuchar o tocar. Yo jamás nací, he existido desde el comienzo de todo; incluso antes del tiempo.

En un inicio cuando moré, si se le puede llamar así, en el señor Ometéotl; fuimos una sola conciencia, de hecho, no tuve conciencia propia hasta que él decidió que debíamos separarnos. Creo que lo que quería Ometéotl era una extensión de su amor, comprensión y cariño; atributos que, por supuesto se encontraban en él, mismos de los que después me colmó.

Mis características debían especializarse o agudizarse, yo fui uno de los más grandes proyectos del señor Ometéotl; debía ser una guerrera, pero delicada a la vez; debía tener un carácter fuerte, pero también debía saber dar palabras de aliento; debía velar los sueños de otros anteponiéndolos incluso antes que los míos; en mí se eliminó cualquier posibilidad de experimentar egoísmo, cansancio o sueño. Era yo quien debía tener brazos fuertes que resistieran cualquier carga, pero unas manos delicadas que supieran acariciar; se me proveyó la suficiente sapiencia para poder resolver cualquier tipo de problema; se me procuró el poder de curar cuerpos y corazones heridos. Se me dieron piernas fuertes para acompañar a los míos por los más sinuosos senderos; y unos labios suaves para poder besar y transmitir todo mi ser y mi amor. Se me facilitó la capacidad de alimentar con mi propio cuerpo a otros; incluso mi cuerpo sería la primera morada de cualquiera de los seres que decidiera crear el señor Ometeotl y esto es porque me había separado de él para que pudiera ser madre. Así es, yo soy Tonacacíhualt, la primera madre, algunos prefirieron llamarme Coatlicue.

Después de mi separación, comenzó a haber cosas para ver, escuchar y tocar; puesto que Ometéotl dedicó su ser a la creación de los trece cielos y los nueve infiernos; dejando un espacio entre ambos para lo que fue la creación del Tlaltipac.

Yo moraba en el Teteocán que se encontraba en el duodécimo cielo; pero también tenía acceso al Omeyocan o Tamoanchan; este lugar era solo para mí, era mi propia morada, incluso hice un árbol, el Chichihuacuauhco, un árbol de senos que me ayudaba a amamantar a las almas de los hombres que eran enviados al Tlaltipac para que su espíritu llegara con una fortaleza inquebrantable, llenos de amor, bondad y compasión por los otros.

Ometéotl había impuesto una regla, y ésta era que las diosas como yo, solo podíamos quedar en cinta una sola vez. Entonces, quedé en cinta una vez que me corté con un cuchillo de obsidiana, di a luz a una hermosa niña que se convirtió en la diosa Coyolxauhqui; pero mi matriz fue tan fértil que junto con Coyolxauhqui nacieron otros 400 vástagos; todos mis hijos y yo vivíamos en el Teteocán.

Los hijos son algo maravilloso, te hacen experimentar el amor más puro y sincero en el universo; sabes que rebasas tus límites por ellos; no sabes realmente lo que eres y de qué estás hecha hasta que ellos sacan ese verdadero ser. Sin embargo, como es bien sabido, los hijos también son los jueces más rigurosos y esto lo comprobé una vez que me acaeció un evento muy extraño que incluso a mí misma me costó trabajo comprender. Y es que alguna vez, mientras barría en el Tamoanchan, a lo lejos miré que se me aproximaba una pluma muy hermosa, que encontró su lugar en mi regazo mientras me dedicaba a reposar un momento; pero cuando reanudé mi faena, me di cuenta de que había quedado en cinta una vez más. Varios de mis hijos al enterarse tomaron esto como una falta muy grave; puesto que todos sabían que una diosa solo podía estar en cinta una sola vez. Coyolxauhqui aprovechó la ira de mis demás hijos para alentarlos a que me asesinaran por mi falta.

Lo único que me quedó fue huir; debía hacerlo porque en mí había una vida que proteger, no pude quedarme ni en el Teteocán y mucho menos en el Tamoanchan; me fugué con el corazón roto y el alma hecha trizas, no podía creer que mis propios hijos me dieran la espalda. Cuahuitlicac, uno de mis vástagos, me ayudó a esconderme durante todo el tiempo de gestación en un cerro ubicado en el Tlaltipac, el cerro de Coatepec. Tuve bastante miedo porque en ese entonces el Tlaltipac se encontraba momentáneamente deshabitado; solo éramos Cuahuitlicac, el bebé que llevaba en mis entrañas y yo en ese lugar que de momento estaba olvidado por los habitantes del Teteocán.

Cuahuitlicac no podía desaparecerse por completo del Teteocán, le pedí que volviera para que nadie sospechara de él y le pudieran causar algún daño por culpa mía; y así lo hizo. En los momentos de ausencia de Cuahuitlicac conversaba con el ser que se gestaba en mi interior y para mi asombro, este ser me respondía para tranquilizarme; para decirme que todo estaría bien, que Ometéotl tenía una misión especial para él en el Tlaltipac; una misión que implicaba a los hombres que serían creados durante una quinta era solar. Y eso lo comprendí en un futuro, cuando miré a mi hijo servir como guía de uno de los pueblos que habitaron sobre el Tlaltipac; uno de los pueblos que se convertirían en uno de los imperios más poderosos después de esta travesía, los Aztecas.

En una de las veces, que me visitó Cuahuitlicac; momento en el que comencé con dolores de parto, Coyolxauhqui lo siguió y percatándose del lugar en el que estábamos, no dudó en ir en busca de sus hermanos para darme muerte. A los habitantes del Tlaltipac se les contó por mucho tiempo que la luna que alumbraba sus noches había sido resultado del sacrificio de uno de los dioses del Teteocán, se relataba que había sido el sacrificio de Nanáhuatl; y aunque muy pocos la saben, lo que les voy a contar es lo que en realidad sucedió.

Al momento en que parí a mi hijo Huitzilopochtli, quien nació con el tótem de un colibrí, adquirió de inmediato una forma adulta y una armadura que le permitió protegerme de los ataques de mis primeros 400 hijos, los Centzon Huiznáhuac; le tuvieron tanto miedo al poder que emanaba de Huitzilopochtli que mejor huyeron hacia el sur, convirtiéndose en las estrellas que adornaron el cielo y ayudan a alumbrar la noche en la tierra. Mi pobre hija Coyolxauhqui tuvo un final más trágico, pues, aunque traté de evitarlo, la rabia de Huitzilopochtli era tanta que lo cegó y lo llevó a cortarle la cabeza a su hermana mayor, Coyolxauhqui, y mientras su cuerpo desmembrado rodaba colina abajo del cerro de Coatepec, su cabeza volaba por los aires hacia lo más alto en el cielo.

Ya no pude hacer nada, todo ese suceso me pesó mucho, lo único que pude hacer por mi hija para mantenerla viva fue permitirle convertirse en un astro de luz que, a mi parecer, es el más bello durante la noche, le concedí un resplandor fastuoso, la convertí en la luna. Pedí a Ometéotl que esta historia no se contara a los hombres y aunque fue así durante algún tiempo, finalmente la verdad salió a la luz.

Una madre no puede dejar de querer a ninguno de sus hijos; a pesar de las faltas cometidas, los errores o los traspiés que éstos lleguen a cometer; nos duele en el alma que los hijos sufran; quisiera uno evitarles cualquier tropiezo o humillación; sin embargo existen veces en las que no se puede y menos aun cuando en la era del quinto sol se nos prohibió intervenir en la vida de los hombres sobre el Tlaltipac, a quienes la ambición y el deseo de riquezas los llevó a cometer actos fatales en contra de sí mismos. Entonces había guerras entre los hombres, peleaban por territorios sin darse cuenta de que los dioses les habían permitido habitar donde quisieran sin necesidad de pelear por ello; reñían por tesoros y riquezas, sin saber que la mayor de ellas era vivir sobre la tierra para poder mirar, tocar y escuchar todo lo que ésta les ofrecía; contendían para despojar al otro de lo que ostentaba.

Hubo una vez en la que a uno de los pueblos del Tlaltipac no solo quisieron despojarlo de sus riquezas o tesoros; también intentaron borrar de su memoria la existencia de los habitantes del Teteocán. Hubo una vez en la que se intentó sustraer sus creencias, su cultura y cosmovisión. Lo que no sabían los sustractores, era que las almas de los sisados habían sido alimentadas en el Tamoanchán con el Chichihuacuauhco y jamás olvidarían su origen; jamás olvidarían que los del Teteocán les había provisto de cuanto habían disfrutado en la tierra. Jamás olvidarían a su Coatlicue; aunque ahora me llamen Guadalupe-Tonantzin.

Puebla, Pue. 18 de junio del 2019

No hay comentarios.:

Publicar un comentario

Las mujeres y las luchas por sus derechos

Las mujeres y las luchas por sus derechos José Antonio Robledo y Meza   Durante el sexenio de Andrés Manuel López Obrador, la Cámara de Dipu...