Por:
Lizzet González García
WA:
2225501220
La
verdad es que tengo muy pocos recuerdos de cuando fuimos uno el señor
Ometéotl y yo; creo que tenía visión, oído, tacto y todos los
demás sentidos; aunque realmente no sé para qué estaban esos
atributos en nosotros si no había nada que ver, escuchar o tocar. Yo
jamás nací, he existido desde el comienzo de todo; incluso antes
del tiempo.
En un inicio cuando moré, si
se le puede llamar así, en el señor Ometéotl; fuimos una sola
conciencia, de hecho, no tuve conciencia propia hasta que él decidió
que debíamos separarnos. Creo que lo que quería Ometéotl era una
extensión de su amor, comprensión y cariño; atributos que, por
supuesto se encontraban en él, mismos de los que después me colmó.
Mis características debían
especializarse o agudizarse, yo fui uno de los más grandes proyectos
del señor Ometéotl; debía ser una guerrera, pero delicada a la
vez; debía tener un carácter fuerte, pero también debía saber dar
palabras de aliento; debía velar los sueños de otros
anteponiéndolos incluso antes que los míos; en mí se eliminó
cualquier posibilidad de experimentar egoísmo, cansancio o sueño.
Era yo quien debía tener brazos fuertes que resistieran cualquier
carga, pero unas manos delicadas que supieran acariciar; se me
proveyó la suficiente sapiencia para poder resolver cualquier tipo
de problema; se me procuró el poder de curar cuerpos y corazones
heridos. Se me dieron piernas fuertes para acompañar a los míos por
los más sinuosos senderos; y unos labios suaves para poder besar y
transmitir todo mi ser y mi amor. Se me facilitó la capacidad de
alimentar con mi propio cuerpo a otros; incluso mi cuerpo sería la
primera morada de cualquiera de los seres que decidiera crear el
señor Ometeotl y esto es porque me había separado de él para que
pudiera ser madre. Así es, yo soy Tonacacíhualt, la primera madre,
algunos prefirieron llamarme Coatlicue.
Después de mi separación,
comenzó a haber cosas para ver, escuchar y tocar; puesto que
Ometéotl dedicó su ser a la creación de los trece cielos y los
nueve infiernos; dejando un espacio entre ambos para lo que fue la
creación del Tlaltipac.
Yo moraba en el Teteocán que
se encontraba en el duodécimo cielo; pero también tenía acceso al
Omeyocan o Tamoanchan; este lugar era solo para mí, era mi propia
morada, incluso hice un árbol, el Chichihuacuauhco, un árbol de
senos que me ayudaba a amamantar a las almas de los hombres que eran
enviados al Tlaltipac para que su espíritu llegara con una fortaleza
inquebrantable, llenos de amor, bondad y compasión por los otros.
Ometéotl había impuesto una
regla, y ésta era que las diosas como yo, solo podíamos quedar en
cinta una sola vez. Entonces, quedé en cinta una vez que me corté
con un cuchillo de obsidiana, di a luz a una hermosa niña que se
convirtió en la diosa Coyolxauhqui; pero mi matriz fue tan fértil
que junto con Coyolxauhqui nacieron otros 400 vástagos; todos mis
hijos y yo vivíamos en el Teteocán.
Los hijos son algo
maravilloso, te hacen experimentar el amor más puro y sincero en el
universo; sabes que rebasas tus límites por ellos; no sabes
realmente lo que eres y de qué estás hecha hasta que ellos sacan
ese verdadero ser. Sin embargo, como es bien sabido, los hijos
también son los jueces más rigurosos y esto lo comprobé una vez
que me acaeció un evento muy extraño que incluso a mí misma me
costó trabajo comprender. Y es que alguna vez, mientras barría en
el Tamoanchan, a lo lejos miré que se me aproximaba una pluma muy
hermosa, que encontró su lugar en mi regazo mientras me dedicaba a
reposar un momento; pero cuando reanudé mi faena, me di cuenta de
que había quedado en cinta una vez más. Varios de mis hijos al
enterarse tomaron esto como una falta muy grave; puesto que todos
sabían que una diosa solo podía estar en cinta una sola vez.
Coyolxauhqui aprovechó la ira de mis demás hijos para alentarlos a
que me asesinaran por mi falta.
Lo único que me quedó fue
huir; debía hacerlo porque en mí había una vida que proteger, no
pude quedarme ni en el Teteocán y mucho menos en el Tamoanchan; me
fugué con el corazón roto y el alma hecha trizas, no podía creer
que mis propios hijos me dieran la espalda. Cuahuitlicac, uno de mis
vástagos, me ayudó a esconderme durante todo el tiempo de gestación
en un cerro ubicado en el Tlaltipac, el cerro de Coatepec. Tuve
bastante miedo porque en ese entonces el Tlaltipac se encontraba
momentáneamente deshabitado; solo éramos Cuahuitlicac, el bebé que
llevaba en mis entrañas y yo en ese lugar que de momento estaba
olvidado por los habitantes del Teteocán.
Cuahuitlicac no podía
desaparecerse por completo del Teteocán, le pedí que volviera para
que nadie sospechara de él y le pudieran causar algún daño por
culpa mía; y así lo hizo. En los momentos de ausencia de
Cuahuitlicac conversaba con el ser que se gestaba en mi interior y
para mi asombro, este ser me respondía para tranquilizarme; para
decirme que todo estaría bien, que Ometéotl tenía una misión
especial para él en el Tlaltipac; una misión que implicaba a los
hombres que serían creados durante una quinta era solar. Y eso lo
comprendí en un futuro, cuando miré a mi hijo servir como guía de
uno de los pueblos que habitaron sobre el Tlaltipac; uno de los
pueblos que se convertirían en uno de los imperios más poderosos
después de esta travesía, los Aztecas.
En una de las veces, que me
visitó Cuahuitlicac; momento en el que comencé con dolores de
parto, Coyolxauhqui lo siguió y percatándose del lugar en el que
estábamos, no dudó en ir en busca de sus hermanos para darme
muerte. A los habitantes del Tlaltipac se les contó por mucho tiempo
que la luna que alumbraba sus noches había sido resultado del
sacrificio de uno de los dioses del Teteocán, se relataba que había
sido el sacrificio de Nanáhuatl; y aunque muy pocos la saben, lo que
les voy a contar es lo que en realidad sucedió.
Al momento en que parí a mi
hijo Huitzilopochtli, quien nació con el tótem de un colibrí,
adquirió de inmediato una forma adulta y una armadura que le
permitió protegerme de los ataques de mis primeros 400 hijos, los
Centzon Huiznáhuac; le tuvieron tanto miedo al poder que emanaba de
Huitzilopochtli que mejor huyeron hacia el sur, convirtiéndose en
las estrellas que adornaron el cielo y ayudan a alumbrar la noche en
la tierra. Mi pobre hija Coyolxauhqui tuvo un final más trágico,
pues, aunque traté de evitarlo, la rabia de Huitzilopochtli era
tanta que lo cegó y lo llevó a cortarle la cabeza a su hermana
mayor, Coyolxauhqui, y mientras su cuerpo desmembrado rodaba colina
abajo del cerro de Coatepec, su cabeza volaba por los aires hacia lo
más alto en el cielo.
Ya no pude hacer nada, todo
ese suceso me pesó mucho, lo único que pude hacer por mi hija para
mantenerla viva fue permitirle convertirse en un astro de luz que, a
mi parecer, es el más bello durante la noche, le concedí un
resplandor fastuoso, la convertí en la luna. Pedí a Ometéotl que
esta historia no se contara a los hombres y aunque fue así durante
algún tiempo, finalmente la verdad salió a la luz.
Una madre no puede dejar de
querer a ninguno de sus hijos; a pesar de las faltas cometidas, los
errores o los traspiés que éstos lleguen a cometer; nos duele en el
alma que los hijos sufran; quisiera uno evitarles cualquier tropiezo
o humillación; sin embargo existen veces en las que no se puede y
menos aun cuando en la era del quinto sol se nos prohibió intervenir
en la vida de los hombres sobre el Tlaltipac, a quienes la ambición
y el deseo de riquezas los llevó a cometer actos fatales en contra
de sí mismos. Entonces había guerras entre los hombres, peleaban
por territorios sin darse cuenta de que los dioses les habían
permitido habitar donde quisieran sin necesidad de pelear por ello;
reñían por tesoros y riquezas, sin saber que la mayor de ellas era
vivir sobre la tierra para poder mirar, tocar y escuchar todo lo que
ésta les ofrecía; contendían para despojar al otro de lo que
ostentaba.
Hubo una vez en la que a uno
de los pueblos del Tlaltipac no solo quisieron despojarlo de sus
riquezas o tesoros; también intentaron borrar de su memoria la
existencia de los habitantes del Teteocán. Hubo una vez en la que se
intentó sustraer sus creencias, su cultura y cosmovisión. Lo que no
sabían los sustractores, era que las almas de los sisados habían
sido alimentadas en el Tamoanchán con el Chichihuacuauhco y jamás
olvidarían su origen; jamás olvidarían que los del Teteocán les
había provisto de cuanto habían disfrutado en la tierra. Jamás
olvidarían a su Coatlicue; aunque ahora me llamen
Guadalupe-Tonantzin.
Puebla,
Pue. 18 de junio del 2019
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