Todo conocimiento admite dos usos
distintos: puede servir a un propósito inmediato, como guía de una
actividad técnica, y puede servir a una finalidad más permanente y
menos visible al orientar el pensamiento y la conducta a largo plazo.
Al segundo uso le llamamos humanidades, y alude al refinamiento y al
embellecimiento de la vida. Su carácter es formativo.
Como decía William James: las
humanidades ayudan “a reconocer a un hombre bueno cuando lo tengas
delante”. ¿Pero cuál es el estado actual de las humanidades? Con
elegancia, con sensibilidad y modestia, Jacques Barzun acomete el
riesgo que entraña esta pregunta.
ADIÓS
A LAS HUMANIDADES
Traducción
de Beatriz Martínez de Murguía
¡Ay
las humanidades! de dientes para afuera todo el mundo habla de su
importancia, todo el mundo está de acuerdo en que no hay nada mejor
que un humanista completo, pero lo cierto es que ni los estudiantes
se humanizan en su contacto con las humanidades ni tampoco las eligen
masivamente, y la opinión mayoritaria, aunque velada, es que las
humanidades son sólo para quienes quieren dedicarse profesionalmente
a alguna de sus ramas.
Si
esto es cierto, y tengo muy buenas razones para creer que lo es, eso
significa que la atención que se ha dedicado a las humanidades
durante su larga y pública agonía ha estado mal dirigida. ¿En qué
consiste la equivocación? Para empezar, ¿sabemos realmente cuáles
son las humanidades? Por lo general se cuenta el estudio de la lengua
y la literatura, la historia de las artes, la filosofía; en
ocasiones, la historia, aunque eso depende del capricho de los
científicos sociales; en cualquier caso no tiene mayor importancia.
La triple división -ciencias, ciencias sociales, humanidades-, útil
en términos de organización académica, contiene el germen del mal
que ha infectado prácticamente todo intento de dar un nuevo impulso
a las humanidades y hacerlas provechosas. El hecho de que se agrupen
determinadas “materias” por su oposición a otras materias
denominadas no humanistas ha dado lugar a que las humanidades se
transformen, al igual que esas otras materias, en meras
especializaciones. Como consecuencia, su propósito original se ha
perdido o ha quedado pervertido.
Tan
es así que la literatura y las artes se estudian ya de una forma
puramente técnica. No se estudia poesía y narrativa o arte y música
para recibir y disfrutar lo que en sí ofrecen, sino para poner en
práctica algún complicado método que excluye cuidadosamente las
sensaciones, el placer y la meditación. Estos “enfoques”, como
se les denomina (y acertadamente puesto que no llegan al corazón del
asunto), pueden ser o no adecuados para aquellos estudiantes que
deseen especializarse en lo que alguna vez fue una materia
humanística. Lo que importa no es su valor, sino que si las
humanidades se convierten en otras tantas ciencias sociales o
ciencias de cualquier clase, no puede esperarse que de ello resulte
una mayor humanización.
En
realidad, esta afirmación es una tautología velada, pero implica el
criterio básico de que la enseñanza de humanidades a quienes no son
especialistas requiere una actitud humanista. El maestro debe extraer
de las humanidades todo lo que éstas tienen que decir sobre el ser
humano, y tanto el programa de estudios como el departamento, el
decano y las asociaciones profesionales deben permitírselo. La
conclusión ofrece descubrimientos inesperados. Escuchemos hablar
sobre ello a William James, en una reunión de las primeras mujeres
graduadas en universidades norteamericanas.
Hace
tiempo ya que lo que se enseña en particular en las universidades
recibe el nombre de “humanidades” y éstas a menudo se
identifican con el griego y el latín. Pero el griego y el latín
tienen un valor humanístico general en cuanto literaturas, no en
cuanto idiomas; de modo que en un sentido amplio el término
humanidades se refiere fundamentalmente a la literatura e incluso, en
un sentido más amplio, al estudio de las grandes obras maestras en
prácticamente cualquier campo de la actividad humana. La literatura
mantiene la primacía, puesto que no sólo se compone de obras
maestras sino que trata en gran medida de obras maestras, y cuando
adopta la forma de crítica o historia apenas es algo más que una
interesante crónica de grandes golpes maestros.
Debemos
tomar la definición que ofrece James de manera literal: los “golpes
maestros humanos” incluyen los grandes logros de los científicos
físicos:
Si
se enseña históricamente casi cualquier cosa puede tener un valor
humanístico. La geología, la economía y la mecánica son
humanidades cuando se enseñan en relación a los logros
sucesivamente alcanzados por los genios a quienes estas ciencias
deben su razón de ser. Si no se enseña de esta manera la literatura
se reduce a una gramática, el arte a un catálogo, la historia a una
lista de fechas y las ciencias naturales a una hoja de fórmulas y
pesos y medidas.
La
criba de la creación humana: a eso debemos referimos cuando hablamos
de humanidades.
La
exclamación final de James no pretende intimidar a los departamentos
de ciencias para que se orienten hacia las humanidades, aunque
algunos científicos ya lo hagan y otros más estén deseando
hacerlo. James vio como una auténtica posibilidad lo que en parte ya
se lleva a cabo en los cursos de historia y filosofía de la ciencia,
donde se estudia la creación científica como parte de la biografía
y la historia cultural humanas.
Pero
la enseñanza implícita en las palabras de James puede aplicarse de
manera aún más general. Lo que dice es que todo conocimiento puede
tener dos usos distintos: puede servir a un propósito inmediato y
tangible en cuanto guía de la actividad técnica, y puede servir a
una finalidad más permanente y menos visible al orientar el
pensamiento y la conducta a largo plazo. Si al primer uso le
denominamos vocacional o profesional, el segundo puede llamarse
social o moral (o filosófico o civilizador); el término no importa.
Uno alude al conocimiento práctico y el otro al refinamiento.
Durante
los últimos cien años, las escuelas y universidades americanas han
confundido ambos usos sin saberlo, con la esperanza de que sus
estudiantes se beneficiaran de los dos. Es un buen propósito. Las
dos actividades merecen la pena y son valiosas desde el punto de
vista práctico, pero requieren usos distintos tanto de la materia
que se imparte como de la mente, y no es posible fundirlos en uno
solo.
¿Cómo
llegó a cometerse este error? A finales del siglo XIX las
universidades estaban sometidas a una gran presión por parte de las
ciencias naturales, de la economía organizada, de las tecnologías
en crecimiento y de las nuevas profesiones. Además, los estudios de
postgrado estaban subiéndose al carro de la especialización. De
alguna manera los cursos de licenciatura tenían que justificar de
nuevo su existencia. Sólo podían aferrarse al campo de las letras
para tener una función diferenciada, de modo que para atender la
demanda social de profesionales y la demanda académica de
especialistas, las universidades acabaron con el plan de estudios
clásico y tradicional e inventaron el sistema electivo. El gran
exponente de este cambio fue el doctor Eliot de Harvard, que era
químico.
Como
científico, el doctor Eliot seguramente esperaría que un futuro
químico o geólogo cursara tres, cuatro, seis o más años de su
materia para convertirse en un consumado científico. Pero estaba muy
satisfecho si ese mismo estudiante de licenciatura cursaba, aparte de
sus materias científicas, un semestre de una cosa y otro de otra
durante cuatro años, quizá cuatro años de estudio iniciales. La
necesidad de construir, de manera rigurosa y controlada una educación
humanista se olvidó se extravió en el cambio. El plan de estudios
universitario se rompió en pedacitos y los departamentos se
transformaron en pequeños principados que competían por los
estudiantes y buscaban su prestigio en la especialización.
No
todos los pensadores de la educación cometieron la misma
equivocación. William James se dio cuenta de ello, también John Jay
Chapman, así como Woodrow Wilson, director de Princeton, que vivió
más de cerca el conflicto institucional. En 1910 dirigió un
discurso en Madison, Wisconsin, a la Asociación de Universidades
Americanas acerca de “la importancia de la carrera de letras como
diferente de las carreras profesionales y semiprofesionales”.
Inició diciendo: “Toda especialización, incluida la formación
profesional, es nítidamente individualista en su objetivo... El
objetivo... es el interés particular de la persona que busca esa
formación”. En su opinión dicha exclusividad era “el peligro
intelectual y económico de nuestra época”: un peligro intelectual
porque el individuo que sólo ha sido formado es una herramienta y no
una mente, y un peligro económico porque la sociedad requiere de
mentes y no sólo de herramientas. Wilson temía la osificación
social e institucional producida por las rutinas establecidas.
Consideraba que “para cuando un hombre llega a la edad en que su
hijo puede asistir a la universidad, está tan inmerso en una
especialización que ya no puede entender el país ni la época en
que vive”. Por ello la tarea de la universidad (debía ser)
re-generalizar cada generación a medida que apareciera”.
La
afirmación de Wilson es precisa además de sugerente:
re-generalizar, es decir, corregir un defecto recurrente. Para
lograrlo deseaba “una disciplina cuyo objetivo sea hacer del hombre
que la recibe un ciudadano del mundo social e intelectual moderno, en
contraposición... con una disciplina que tenga por objetivo
convertirlo en discípulo aventajado de una cierta especialización”.
Abogaba por un cuerpo de estudios que tuviese como finalidad “una
orientación general, la generación de una visión del área de
conocimiento... el desarrollo de la capacidad de comprensión”.
William
James y Woodrow Wilson ayudan a comprender que las humanidades, las
letras, se sitúan en el extremo opuesto de las especializaciones
profesionales, incluido el estudio académico de las humanidades;
parece fácil de comprender, pero está claro que resulta difícil de
recordar. ¿Por qué? Porque el impulso hacia las profesiones provoca
la pregunta escéptica de ¿qué utilidad pueden tener las letras
para la formación profesional? ¿No serán un obstáculo para la
instrucción o se verán perjudicadas por ésta? Ni James ni Wilson
se oponen a la especialización o a la formación profesional. Las
reticencias se originan en el lado contrario, el de los oficios y las
profesiones, y hace falta confrontarlas. Así lo hizo James en
una frase ya famosa aunque no siempre se entienda: “Después de
reflexionarlo largamente, ésta es la respuesta más concisa que me
es posible ofrecer: el mejor reclamo que una institución educativa
puede hacer sobre uno, lo mejor que puede aspirar a alcanzar para uno
mismo es: que te ayude a reconocer a un hombre bueno cuando lo tengas
delante”. (Está claro que al referirse a un hombre no se refería
a un varón sino a un ser humano). Al dirigirse a las mujeres,
Wilson, añadía: Esto es tan cierto en el caso de las escuelas
masculinas como en el de las femeninas, y me esforzaré en mostrar
que esto ni es una broma ni tampoco una abstracción sesgada”. La
explicación de su aforismo era la siguiente:
Se
dice que en las escuelas (vocacional y profesional) se obtiene una
habilidad práctica relativamente estrecha, mientras que en las
“universidades” se recibe una cultura más liberal, un punto de
vista más amplio, una perspectiva histórica, un clima filosófico o
algo parecido a lo que frases de este tipo intentan expresar. Se oye
decir que en las escuelas se transforma a la persona en un
instrumento eficaz para la realización de una determinada cosa, pero
aparte de ello es posible que quede como una especie de petróleo
crudo y humeante incapaz de proyectar la luz... ¿Qué significa esto
realmente? Para empezar, no cabe duda de que la formación
profesional u ocupacional más estrecha no sólo convierte a la
persona en una herramienta práctica y habilidosa en su campo, sino
que también le hace capaz de evaluar la habilidad de los demás...
Buen trabajo, trabajo limpio, trabajo terminado: mal trabajo, trabajo
descuidado, trabajo mal terminado: estas palabras expresan un
contraste idéntico en muchos y muy diversos sectores de actividad...
...Puesto
que lo que precisamente reivindica nuestra educación es no padecer
esa “estrechez”, ¿también permite que seamos buenos jueces
de lo que es de primera calidad y de lo que es de segundo orden?
La
respuesta es Sí, por supuesto:
Al
estudiar de esta manera se aprende cuáles son las actividades .que
han resistido el paso del tiempo; se adquieren criterios para
reconocer lo excelente y duradero. Todas las letras y ciencias y las
instituciones representan la búsqueda de la perfección... y cuando
se ve la diversidad de las clases de excelencia, la variedad de los
criterios, la flexibilidad de sus adaptaciones, se obtiene una
comprensión más rica del significado de términos como “mejor”
y “peor”... Nuestras capacidades críticas se desarrollan de una
manera más precisa y menos dogmática. Se simpatiza más con los
errores de los hombres incluso en el momento en que se entienden;
se percibe el patbos de causas perdidas y de las equivocaciones de
tiempos pasados incluso cuando se celebra aquello que los venció,..
Lo que se conoce como el sentido crítico, el sentido de los valores
ideales, es la simpatía por el trabajo bien hecho de un hombre
dondequiera que se haya realizado, la admiración por lo realmente
admirable, el menosprecio de aquello que es barato, de mala calidad y
poco duradero, Es lo más importante de lo que los hombres llaman
sabiduría.
Todo
ello nos remite a eso que todavía hoy proclamamos como “la
búsqueda de la excelencia”. Si esta máxima no es hipócrita, sí
resulta ineficaz. La educación superior otorga títulos que
certifican en teoría la excelencia, pero luego se requieren pilas de
cartas de recomendación para poder distinguir a la persona realmente
meritoria de las demás. Hace falta también suponer que entre las
cartas haya una que sea veraz y contribuya a hacerse un juicio
acertado. Como no parece suficiente, también se solicita el
resultado de exámenes supuestamente objetivos. Es decir que no nos
es posible reconocer a un buen hombre cuando lo tenemos delante. No
es capaz de reconocerlo la oficina de ingresos, ni el jefe de
personal y con demasiada frecuencia tampoco el electorado. Se podría
decir, como réplica a eso, que para poder formarse una opinión
atinada hace falta experiencia. Cierto, pero no es menos cierto que
una educación humanista no sólo ofrece una experiencia indirecta
sino que también prepara a la persona para absorber rápidamente la
experiencia que le proporcione la vida.
Hace
falta inculcar a los estudiantes desde el inicio estas respuestas a
la pregunta de ¿para qué sirve la disciplina' humanista? Es
necesario hacerles entender, o al menos aceptar provisionalmente, que
sus estudios son intensamente prácticos. Debidamente aprendidas, las
humanidades transformarán su mente y su carácter de una manera que
no puede ser descrita, pero que les será útil a lo largo de su
vida.
Es
tan importante hacer explícita esa expectativa como abstenerse de
emitir falsas promesas. El estudio de las humanidades no hace a la
persona más ética, más tolerante, más alegre, más leal, más
amable de corazón, más exitosa con el sexo opuesto o más popular.
Es posible que contribuya a que algo de eso suceda, aunque sólo sea
indirectamente, mediante la consecución de una mente bien
organizada, capaz de inquirir y distinguir lo falso de lo verdadero y
los hechos de la mera opinión; una mente formada y capacitada para
escribir, leer y calcular; una mente atenta al mundo y abierta a
cualquier buena influencia, aunque sólo sea por haber estimulado la
curiosidad y por estar seguro de uno mismo.
Estas
son cosas que uno puede esperar, pero no hay garantía de que se
logren. La vida, como la medicina, no ofrece certeza alguna, pero se
sigue viviendo y acudiendo al médico. Por eso debe señalarse una
vez más que, sin exagerar las pretensiones de las humanidades, lo
que hace falta es que el maestro, el departamento, la junta de
profesores, la administración, el grupo indispensable de asesores,
compartan todos ellos la convicción de que su cuerpo de estudios
tiene una utilidad, una utilidad práctica en la vida cotidiana, a
pesar de que nadie pueda llegar a decir “Mi exposición ante el
consejo de administración ha sido mucho mejor gracias al estudio de
Esquilo”. El siguiente requisito es obvio aunque difícil, el
conjunto de materias debe ser diseñado e impartido por humanistas.
Aunque existen no se les puede contratar al por mayor. De acuerdo con
el principio expuesto por James de poder reconocer a un buen hombre
cuando se le tiene delante, hace falta un humanista para encontrar a
otro que también lo sea. Eso no significa lanzarse a la búsqueda de
genios. Lo que hace falta no es un talento excepcional sino una
determinada actitud y hábito pedagógico. En la actualidad y a lo
largo de todo el país los departamentos de lengua inglesa, de
filosofía y de historia están llenos de gente muy competente y
erudita, pero sólo una minoría sería capaz de enseñar las
humanidades como humanidades. La experiencia de cincuenta años en
Columbia ha demostrado una y otra vez la validez de esta verdad
empírica. Algunos de los que han sido seleccionados para impartir
los cursos de Civilización Contemporánea y de Humanidades, o el
Coloquio sobre los Libros Clásicas, han fracasado, a menudo por el
disgusto que les provocaba la tarea y con frecuencia también por su
temperamento muy poco humanista.
En
parte, la razón del fracaso es que no es posible enseñar las
humanidades mediante conferencias, la preparación de clases o la
memorización. El método socrático es el adecuado. Es el método de
la discusión, pero no tal como se suele practicar. El auténtico
método supone un intercambio dirigido y disciplinado, que se
caracteriza por el orden y la secuencia lógica. El instructor no
debe forzar a que los alumnos hablen de acuerdo con unos parámetros
ya establecidos, sino que debe, según la frase de Swift, “enfriar
al sabihondo y despertar al estúpido”, con el fin de desarrollar
los temas pero sin dejar que el interés decaiga.
El
resultado es una conversación en sentido incluyente. Invita al
conocimiento, a la fluidez verbal, la sensibilidad hacia las
palabras, la cortesía, la rápida apreciación de la fuerza de una
observación, la lógica y a la conciencia permanente de que la
materia de las humanidades es social no sólo en su génesis sino
también en sus consecuencias. En las humanidades, el Hombre ideal se
dirige a otros hombres en cuanto hombres y en una interminable
variedad de formas: a través del lenguaje en muchos idiomas
distintos; a través de la poesía, oral o escrita; a través del
discurso de la prosa y el teatro; la música y la danza; la oratoria
política y forense; la historia oral y escrita; el mito, la religión
y la teología. Todas estas actividades, que pensamos que surgieron
de los folletos universitarios o los comités de profesores, son en
realidad actividades sociales muy antiguas. Vistas en su conjunto nos
ofrecen toda la experiencia de la humanidad.
No
es posible absorber, ni siquiera adquirir un leve barniz de esta masa
cristalizada de pensamiento y emociones en una carrera universitaria,
ni aun en toda una vida. Por eso es importante seleccionar bien
cuando se quiere enseñar a los jóvenes, o a los que ya no lo son
tanto, el significado de ser humano. Como James indicó, hace falta
cribar la creación humana y utilizar los ejemplos más adecuados
para dejar una impresión duradera en las mentes que por edad,
formación o circunstancias no hayan podido percatarse de este
tesoro.
Lo
que condujo a la idea de los Libros Clásicos fue la necesidad de
escoger. La idea se le ocurrió a George Edward Woodberry, de la
Universidad de Columbia, a principios del siglo XX; John Erskine
transformó la idea en un curso y posteriormente Mortimer Adler y
Robert Hutchins la introdujeron en Chicago y Saint John's. Esta idea
ha cobrado ya su propia vida, aunque de ningún modo sea la única
manera de introducirse en las humanidades. Está claro que parte del
contenido debe consistir en obras originales y no ser una tarea
descriptiva o crítica de segunda mano. Resulta mejor y más
entretenido leer a Shakespeare que a un comentarista de su obra y
escuchar a Beethoven que hurgar en las notas del programa. No hay
duda de que un humanista recalcitrante y de vocación estará en
capacidad de elaborar un plan de estudios de humanidades.
Pero
debe ser un plan de estudios, una secuencia, no un conjunto de cursos
en los que se picotee. A lo largo de los cuatro años debe exigirse
que se cumpla con las distintas partes de dicha secuencia en el orden
adecuado. Un poco de aquí y un poco de allá no lleva a ninguna
parte y desde luego no conduce a la adquisición de conocimientos
sólidos ni a una forma de pensar. Nadie puede esperar que egrese un
licenciado “humanizado” después de haber recibido una manita de
literatura universal y otra de historia del arte. La naturaleza misma
del propósito humanista excluye el sistema optativo. La persona no
preparada desde un punto de vista humanista no puede tener más que
opiniones de oídas, o ninguna en absoluto, sobre las materias a
elegir y las que nunca verá en absoluto. Una vez más hace falta
señalar que la naturaleza social de las humanidades está
lógicamente relacionada con el hecho de compartir una formación
común y un cuerpo común de conocimientos. La formación debe ser
progresiva, tanto si el plan de estudios se organiza históricamente
como por temas, y debe por ello enfrentarse al placer de poner en
práctica un conocimiento cada vez mayor a medida que se avanza sobre
los distintos segmentos. Las humanidades son, de todas las materias
imaginables, las que menos se prestan a ser acotadas y encajonadas.
Recordemos el deseo de Wilson de re-generalizar a la nueva
generación.
Al
defender la idea de que la formación profesional es individualista y
la cultura generalizadora como social, Wilson puso sobre el tapete
una cuestión política que hace falta airear. Con demasiada
frecuencia se discute empleando términos vagos como “democracia”
y “elitismo”: supuestamente, las humanidades favorecerían lo
último y remarían en contra de lo primero. Este tipo de argumentos
son tontamente inconsistentes. La ignorancia de una persona en
literatura y las artes no le convierte en un demócrata ni su
conocimiento de ellas le hace un elitista. La posesión de
conocimientos sirve para someter a los demás a un poder injusto sólo
si se Utilizan con ese preciso propósito: un físico, un abogado o
un clérigo pueden explotar o humillar a otros, o pueden actuar de
manera humanitaria y benéfica. En cualquier caso resulta absurdo
invocar la existencia de una “élite” que maquina la opresión de
los demás detrás de cualquiera que saque partido de su status
educativo. Como Wilson sabía, los humanistas también son
individualistas. En cuanto tales son las últimas personas de las que
se podría sospechar que conspirarían contra los legos, que es todo
lo que se quiere decir con el estúpido término elitismo.
Lo
que realmente representa un peligro, mucho más que esa élite
imaginaria, es la combinación actual de una educación humanista
especializada y a medio hacer. Corremos el riesgo de convertimos en
un país de pedantes. Empleo la palabra literal y democráticamente
para hacer referencia a los millones de personas movidos por un
cierto tipo de pasión en su tiempo libre y en su vocación. En los
dos aspectos de su vida esta pasión se manifiesta en un parloteo
pedante. Pienso en los observadores de pájaros y los amantes de la
naturaleza, en los jóvenes que coleccionan discos y siguen de cerca
la vida de los cantantes de música y las estrellas de cine; me
refiero al tipo de conocimiento que tienen los fans de todas clases:
los adictos al béisbol y los fanáticos de la ópera, los devotos de
los trenes eléctricos y los coleccionistas de objetos, desde una
primera edición hasta el netsuke.
No
sólo son pedantes porque saben y recitan una enorme cantidad de
datos (clamarían contra la tiranía si una escuela les pidiera que
aprendieran todo eso). Lo que horroriza no es la cantidad de
información que poseen, sino la ausencia de toda reflexión al
respecto, algún sentido de la relación entre ello y ellos y el
mundo. No tienen nada con lo que comparar o contrastar, no adquieren
ninguna perspectiva desde la cima de su monstruosa masa de datos y no
emerge ninguna generalización que ilumine la monotonía de su
esfuerzo. Todo su aprendizaje es dinero estéril, carece de todo
interés porque en un sentido estricto no tiene utilidad ninguna.
Alguien podría argumentar que sí se utiliza este conocimiento de
datos cuando llega el momento de comprar más libros raros, bandejas
de plata o sellos de correos. Pero eso no es utilizar el conocimiento
para embellecer la vida y destilar sabiduría, tal como puede hacerse
con el conocimiento que se tiene y se utiliza de manera humanista.
Estos
comentarios no son los de un outsider desdeñoso. Me encantan el
béisbol, la ópera, los trenes eléctricos y las historias
policíacas, y sé algo de ello. Pero me deja consternado que otras
personas, que saben mucho más, no sepan hacer nada con ello excepto
reunirse con sus pares para intercambiar algunos datos...
Los
defensores de la educación humanista tienden, como ha sido mi caso,
a enfatizar la importancia total que tiene en cuanto disciplina de la
mente. Hablan de su carácter formativo, y no tanto informativo, y
exhortan a los maestros a no olvidar que no les debe preocupar .tanto
una exposición larga y detallada de la materia sino el desarrollo de
formas de pensamiento y sentimientos. Algunos humanistas mencionan
con un gesto de orgullo que no les importa si diez años después un
egresado ha olvidado todo lo que ahí aprendió. Esta aseveración
parece querer distinguir la elevación de las humanidades de la
inclinación mundana de las profesiones. Es una pose ridícula. Si un
estudiante entiende de verdad lo que son las humanidades y para qué
son, no podrá evitar recordar en detalle los sucesivos elementos que
le llevaron a poseer una mente cultivada.
Por
otra parte, las humanidades son un gran vocabulario formado por
términos, frases, nombres, alusiones, caracteres, acontecimientos,
máximas, réplicas: miles de significados incorporados con los que
es posible pensar y evaluar el mundo. Todos estos son datos, todo
esto es un conocimiento qué recordar de manera precisa e
inteligente. En ese sentido las humanidades proporcionan, como cuerpo
de conocimiento, un lenguaje común. Se pide a gritos la
“comunicación” y se habla de que se carece de ella. Lo que se
debería pedir en lugar de ello es que haya más conversación, que a
duras penas practican los pedantes. Pues la conversación es el
principio de una buena sociedad y una buena vida. Es la llave que
abre las celdas que son nuestras profesiones, nuestros hobbies y, en
no menor medida, nuestras bellas artes y nuestra vida académica.
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