Como decía William James: las
humanidades ayudan “a reconocer a un hombre bueno cuando lo tengas
delante”. ¿Pero
cuál es el estado actual de las humanidades?
Con elegancia, con sensibilidad y modestia, Jacques Barzun acomete el
riesgo que entraña esta pregunta.
ADIÓS A LAS HUMANIDADES
Por: Jacques Barzun
Traducción de Beatriz
Martínez de Murguía
¡Ay las humanidades! de
dientes para afuera todo el mundo habla de su importancia, todo el
mundo está de acuerdo en que no hay nada mejor que un humanista
completo, pero lo cierto es que ni los estudiantes se humanizan en su
contacto con las humanidades ni tampoco las eligen masivamente, y la
opinión mayoritaria, aunque velada, es que las humanidades son sólo
para quienes quieren dedicarse profesionalmente a alguna de sus
ramas.
Si esto es cierto, y tengo muy
buenas razones para creer que lo es, eso significa que la atención
que se ha dedicado a las humanidades durante su larga y pública
agonía ha estado mal dirigida. ¿En
qué consiste la equivocación?
Para empezar, ¿sabemos
realmente cuáles son las humanidades?
Por lo general se cuenta el estudio de la lengua y la literatura, la
historia de las artes, la filosofía; en ocasiones, la historia,
aunque eso depende del capricho de los científicos sociales; en
cualquier caso no tiene mayor importancia. La triple división
-ciencias, ciencias sociales, humanidades-, útil en términos de
organización académica, contiene el germen del mal que ha infectado
prácticamente todo intento de dar un nuevo impulso a las humanidades
y hacerlas provechosas. El hecho de que se agrupen determinadas
“materias” por su oposición a otras materias denominadas no
humanistas ha dado lugar a que las humanidades se transformen, al
igual que esas otras materias, en meras especializaciones. Como
consecuencia, su propósito original se ha perdido o ha quedado
pervertido.
Tan es así que la literatura
y las artes se estudian ya de una forma puramente técnica. No se
estudia poesía y narrativa o arte y música para recibir y disfrutar
lo que en sí ofrecen, sino para poner en práctica algún complicado
método que excluye cuidadosamente las sensaciones, el placer y la
meditación. Estos “enfoques”, como se les denomina (y
acertadamente puesto que no llegan al corazón del asunto), pueden
ser o no adecuados para aquellos estudiantes que deseen
especializarse en lo que alguna vez fue una materia humanística. Lo
que importa no es su valor, sino que si las humanidades se convierten
en otras tantas ciencias sociales o ciencias de cualquier clase, no
puede esperarse que de ello resulte una mayor humanización.
En realidad, esta afirmación
es una tautología velada, pero implica el criterio básico de que la
enseñanza de humanidades a quienes no son especialistas requiere una
actitud humanista. El maestro debe extraer de las humanidades todo lo
que éstas tienen que decir sobre el ser humano, y tanto el programa
de estudios como el departamento, el decano y las asociaciones
profesionales deben permitírselo. La conclusión ofrece
descubrimientos inesperados. Escuchemos hablar sobre ello a William
James, en una reunión de las primeras mujeres graduadas en
universidades norteamericanas.
Hace tiempo ya que lo que se
enseña en particular en las universidades recibe el nombre de
“humanidades” y éstas a menudo se identifican con el griego y el
latín. Pero el griego y el latín tienen un valor humanístico
general en cuanto literaturas, no en cuanto idiomas; de modo que en
un sentido amplio el término humanidades se refiere fundamentalmente
a la literatura e incluso, en un sentido más amplio, al estudio de
las grandes obras maestras en prácticamente cualquier campo de la
actividad humana. La literatura mantiene la primacía, puesto que no
sólo se compone de obras maestras sino que trata en gran medida de
obras maestras, y cuando adopta la forma de crítica o historia
apenas es algo más que una interesante crónica de grandes golpes
maestros.
Debemos tomar la definición
que ofrece James de manera literal: los “golpes maestros humanos”
incluyen los grandes logros de los científicos físicos:
Si se enseña históricamente
casi cualquier cosa puede tener un valor humanístico. La geología,
la economía y la mecánica son humanidades cuando se enseñan en
relación a los logros sucesivamente alcanzados por los genios a
quienes estas ciencias deben su razón de ser. Si no se enseña de
esta manera la literatura se reduce a una gramática, el arte a un
catálogo, la historia a una lista de fechas y las ciencias naturales
a una hoja de fórmulas y pesos y medidas.
La criba de la creación
humana: a eso debemos referimos cuando hablamos de humanidades.
La exclamación final de James
no pretende intimidar a los departamentos de ciencias para que se
orienten hacia las humanidades, aunque algunos científicos ya lo
hagan y otros más estén deseando hacerlo. James vio como una
auténtica posibilidad lo que en parte ya se lleva a cabo en los
cursos de historia y filosofía de la ciencia, donde se estudia la
creación científica como parte de la biografía y la historia
cultural humanas.
Pero la enseñanza implícita
en las palabras de James puede aplicarse de manera aún más general.
Lo que dice es que todo conocimiento puede tener dos usos distintos:
puede servir a un propósito inmediato y tangible en cuanto guía de
la actividad técnica, y puede servir a una finalidad más permanente
y menos visible al orientar el pensamiento y la conducta a largo
plazo. Si al primer uso le denominamos vocacional o profesional, el
segundo puede llamarse social o moral (o filosófico o civilizador);
el término no importa. Uno alude al conocimiento práctico y el otro
al refinamiento.
Durante los últimos cien
años, las escuelas y universidades americanas han confundido ambos
usos sin saberlo, con la esperanza de que sus estudiantes se
beneficiaran de los dos. Es un buen propósito. Las dos actividades
merecen la pena y son valiosas desde el punto de vista práctico,
pero requieren usos distintos tanto de la materia que se imparte como
de la mente, y no es posible fundirlos en uno solo.
¿Cómo llegó a cometerse
este error? A finales del siglo XIX las universidades estaban
sometidas a una gran presión por parte de las ciencias naturales, de
la economía organizada, de las tecnologías en crecimiento y de las
nuevas profesiones. Además, los estudios de postgrado estaban
subiéndose al carro de la especialización. De alguna manera los
cursos de licenciatura tenían que justificar de nuevo su existencia.
Sólo podían aferrarse al campo de las letras para tener una función
diferenciada, de modo que para atender la demanda social de
profesionales y la demanda académica de especialistas, las
universidades acabaron con el plan de estudios clásico y tradicional
e inventaron el sistema electivo. El gran exponente de este cambio
fue el doctor Eliot de Harvard, que era químico.
Como científico, el doctor
Eliot seguramente esperaría que un futuro químico o geólogo
cursara tres, cuatro, seis o más años de su materia para
convertirse en un consumado científico. Pero estaba muy satisfecho
si ese mismo estudiante de licenciatura cursaba, aparte de sus
materias científicas, un semestre de una cosa y otro de otra durante
cuatro años, quizá cuatro años de estudio iniciales. La necesidad
de construir, de manera rigurosa y controlada una educación
humanista se olvidó se extravió en el cambio. El plan de estudios
universitario se rompió en pedacitos y los departamentos se
transformaron en pequeños principados que competían por los
estudiantes y buscaban su prestigio en la especialización.
No todos los pensadores de la
educación cometieron la misma equivocación. William James se dio
cuenta de ello, también John Jay Chapman, así como Woodrow Wilson,
director de Princeton, que vivió más de cerca el conflicto
institucional. En 1910 dirigió un discurso en Madison, Wisconsin, a
la Asociación de Universidades Americanas acerca de “la
importancia de la carrera de letras como diferente de las carreras
profesionales y semiprofesionales”. Inició diciendo: “Toda
especialización, incluida la formación profesional, es nítidamente
individualista en su objetivo... El objetivo... es el interés
particular de la persona que busca esa formación”. En su opinión
dicha exclusividad era “el peligro intelectual y económico de
nuestra época”: un peligro intelectual porque el individuo que
sólo ha sido formado es una herramienta y no una mente, y un peligro
económico porque la sociedad requiere de mentes y no sólo de
herramientas. Wilson temía la osificación social e institucional
producida por las rutinas establecidas. Consideraba que “para
cuando un hombre llega a la edad en que su hijo puede asistir a la
universidad, está tan inmerso en una especialización que ya no
puede entender el país ni la época en que vive”. Por ello la
tarea de la universidad (debía ser) re-generalizar cada generación
a medida que apareciera”.
La afirmación de Wilson es
precisa además de sugerente: re-generalizar, es decir, corregir un
defecto recurrente. Para lograrlo deseaba “una disciplina cuyo
objetivo sea hacer del hombre que la recibe un ciudadano del mundo
social e intelectual moderno, en contraposición... con una
disciplina que tenga por objetivo convertirlo en discípulo
aventajado de una cierta especialización”. Abogaba por un cuerpo
de estudios que tuviese como finalidad “una orientación general,
la generación de una visión del área de conocimiento... el
desarrollo de la capacidad de comprensión”.
William James y Woodrow Wilson
ayudan a comprender que las humanidades, las letras, se sitúan en el
extremo opuesto de las especializaciones profesionales, incluido el
estudio académico de las humanidades; parece fácil de comprender,
pero está claro que resulta difícil de recordar. ¿Por qué? Porque
el impulso hacia las profesiones provoca la pregunta escéptica de
¿qué utilidad pueden tener las letras para la formación
profesional? ¿No serán un obstáculo para la instrucción o se
verán perjudicadas por ésta? Ni James ni Wilson se oponen a la
especialización o a la formación profesional. Las reticencias se
originan en el lado contrario, el de los oficios y las profesiones, y
hace falta confrontarlas. Así lo hizo James en una frase ya
famosa aunque no siempre se entienda: “Después de reflexionarlo
largamente, ésta es la respuesta más concisa que me es posible
ofrecer: el mejor reclamo que una institución educativa puede hacer
sobre uno, lo mejor que puede aspirar a alcanzar para uno mismo es:
que te ayude a reconocer a un hombre bueno cuando lo tengas delante”.
(Está claro que al referirse a un hombre no se refería a un varón
sino a un ser humano). Al dirigirse a las mujeres, Wilson, añadía:
Esto es tan cierto en el caso de las escuelas masculinas como en el
de las femeninas, y me esforzaré en mostrar que esto ni es una broma
ni tampoco una abstracción sesgada”. La explicación de su
aforismo era la siguiente:
Se dice que en las escuelas
(vocacional y profesional) se obtiene una habilidad práctica
relativamente estrecha, mientras que en las “universidades” se
recibe una cultura más liberal, un punto de vista más amplio, una
perspectiva histórica, un clima filosófico o algo parecido a lo que
frases de este tipo intentan expresar. Se oye decir que en las
escuelas se transforma a la persona en un instrumento eficaz para la
realización de una determinada cosa, pero aparte de ello es posible
que quede como una especie de petróleo crudo y humeante incapaz de
proyectar la luz... ¿Qué significa esto realmente? Para empezar, no
cabe duda de que la formación profesional u ocupacional más
estrecha no sólo convierte a la persona en una herramienta práctica
y habilidosa en su campo, sino que también le hace capaz de evaluar
la habilidad de los demás... Buen trabajo, trabajo limpio, trabajo
terminado: mal trabajo, trabajo descuidado, trabajo mal terminado:
estas palabras expresan un contraste idéntico en muchos y muy
diversos sectores de actividad...
...Puesto que lo que
precisamente reivindica nuestra educación es no padecer esa
“estrechez”, ¿también permite que seamos buenos jueces de
lo que es de primera calidad y de lo que es de segundo orden?
La respuesta es Sí, por
supuesto:
Al estudiar de esta manera se
aprende cuáles son las actividades .que han resistido el paso del
tiempo; se adquieren criterios para reconocer lo excelente y
duradero. Todas las letras y ciencias y las instituciones representan
la búsqueda de la perfección... y cuando se ve la diversidad de las
clases de excelencia, la variedad de los criterios, la flexibilidad
de sus adaptaciones, se obtiene una comprensión más rica del
significado de términos como “mejor” y “peor”... Nuestras
capacidades críticas se desarrollan de una manera más precisa y
menos dogmática. Se simpatiza más con los errores de los hombres
incluso en el momento en que se entienden; se percibe el patbos
de causas perdidas
y de las equivocaciones de tiempos pasados incluso cuando se celebra
aquello que los venció,.. Lo que se conoce como el sentido crítico,
el sentido de los valores ideales, es la simpatía por el trabajo
bien hecho de un hombre dondequiera que se haya realizado, la
admiración por lo realmente admirable, el menosprecio de aquello que
es barato, de mala calidad y poco duradero, Es lo más importante de
lo que los hombres llaman sabiduría.
Todo ello nos remite a eso que
todavía hoy proclamamos como “la búsqueda de la excelencia”. Si
esta máxima no es hipócrita, sí resulta ineficaz. La educación
superior otorga títulos que certifican en teoría la excelencia,
pero luego se requieren pilas de cartas de recomendación para poder
distinguir a la persona realmente meritoria de las demás. Hace falta
también suponer que entre las cartas haya una que sea veraz y
contribuya a hacerse un juicio acertado. Como no parece suficiente,
también se solicita el resultado de exámenes supuestamente
objetivos. Es decir que no nos es posible reconocer a un buen hombre
cuando lo tenemos delante. No es capaz de reconocerlo la oficina de
ingresos, ni el jefe de personal y con demasiada frecuencia tampoco
el electorado. Se podría decir, como réplica a eso, que para poder
formarse una opinión atinada hace falta experiencia. Cierto, pero no
es menos cierto que una educación humanista no sólo ofrece una
experiencia indirecta sino que también prepara a la persona para
absorber rápidamente la experiencia que le proporcione la vida.
Hace falta inculcar a los
estudiantes desde el inicio estas respuestas a la pregunta de ¿para
qué sirve la disciplina' humanista? Es necesario hacerles entender,
o al menos aceptar provisionalmente, que sus estudios son
intensamente prácticos. Debidamente aprendidas, las humanidades
transformarán su mente y su carácter de una manera que no puede ser
descrita, pero que les será útil a lo largo de su vida.
Es tan importante hacer
explícita esa expectativa como abstenerse de emitir falsas promesas.
El estudio de las humanidades no hace a la persona más ética, más
tolerante, más alegre, más leal, más amable de corazón, más
exitosa con el sexo opuesto o más popular. Es posible que contribuya
a que algo de eso suceda, aunque sólo sea indirectamente, mediante
la consecución de una mente bien organizada, capaz de inquirir y
distinguir lo falso de lo verdadero y los hechos de la mera opinión;
una mente formada y capacitada para escribir, leer y calcular; una
mente atenta al mundo y abierta a cualquier buena influencia, aunque
sólo sea por haber estimulado la curiosidad y por estar seguro de
uno mismo.
Estas son cosas que uno puede
esperar, pero no hay garantía de que se logren. La vida, como la
medicina, no ofrece certeza alguna, pero se sigue viviendo y
acudiendo al médico. Por eso debe señalarse una vez más que, sin
exagerar las pretensiones de las humanidades, lo que hace falta es
que el maestro, el departamento, la junta de profesores, la
administración, el grupo indispensable de asesores, compartan todos
ellos la convicción de que su cuerpo de estudios tiene una utilidad,
una utilidad práctica en la vida cotidiana, a pesar de que nadie
pueda llegar a decir “Mi exposición ante el consejo de
administración ha sido mucho mejor gracias al estudio de Esquilo”.
El siguiente requisito es obvio
aunque difícil, el
conjunto de materias debe ser diseñado e impartido por humanistas.
Aunque existen no se les puede contratar al por mayor. De acuerdo con
el principio expuesto por James de poder reconocer a un buen hombre
cuando se le tiene delante, hace falta un humanista para encontrar a
otro que también lo sea. Eso no significa lanzarse a la búsqueda de
genios. Lo que hace falta no es un talento excepcional sino una
determinada actitud y hábito pedagógico. En la actualidad y a lo
largo de todo el país los departamentos de lengua inglesa, de
filosofía y de historia están llenos de gente muy competente y
erudita, pero sólo una minoría sería capaz de enseñar las
humanidades como
humanidades. La
experiencia de cincuenta años en Columbia ha demostrado una y otra
vez la validez de esta verdad empírica. Algunos de los que han sido
seleccionados para impartir los cursos de Civilización Contemporánea
y de Humanidades, o el Coloquio sobre los Libros Clásicas, han
fracasado, a menudo por el disgusto que les provocaba la tarea y con
frecuencia también por su temperamento muy poco humanista.
En parte, la razón del
fracaso es que no es posible enseñar las humanidades mediante
conferencias, la preparación de clases o la memorización. El método
socrático es el adecuado. Es el método de la discusión, pero no
tal como se suele practicar. El auténtico método supone un
intercambio dirigido y disciplinado, que se caracteriza por el orden
y la secuencia lógica. El instructor no debe forzar a que los
alumnos hablen de acuerdo con unos parámetros ya establecidos, sino
que debe, según la frase de Swift, “enfriar al sabihondo y
despertar al estúpido”, con el fin de desarrollar los temas pero
sin dejar que el interés decaiga.
El resultado es una
conversación en sentido incluyente. Invita al conocimiento, a la
fluidez verbal, la sensibilidad hacia las palabras, la cortesía, la
rápida apreciación de la fuerza de una observación, la lógica y a
la conciencia permanente de que la materia de las humanidades es
social no sólo en su génesis sino también en sus consecuencias. En
las humanidades, el Hombre ideal se dirige a otros hombres en cuanto
hombres y en una
interminable variedad de formas: a través del lenguaje en muchos
idiomas distintos; a través de la poesía, oral o escrita; a través
del discurso de la prosa y el teatro; la música y la danza; la
oratoria política y forense; la historia oral y escrita; el mito, la
religión y la teología. Todas estas actividades, que pensamos que
surgieron de los folletos universitarios o los comités de
profesores, son en realidad actividades sociales muy antiguas. Vistas
en su conjunto nos ofrecen toda la experiencia de la humanidad.
No es posible absorber, ni
siquiera adquirir un leve barniz de esta masa cristalizada de
pensamiento y emociones en una carrera universitaria, ni aun en toda
una vida. Por eso es importante seleccionar bien cuando se quiere
enseñar a los jóvenes, o a los que ya no lo son tanto, el
significado de ser humano. Como James indicó, hace falta cribar la
creación humana y utilizar los ejemplos más adecuados para dejar
una impresión duradera en las mentes que por edad, formación o
circunstancias no hayan podido percatarse de este tesoro.
Lo que condujo a la idea de
los Libros Clásicos fue la necesidad de escoger. La idea se le
ocurrió a George Edward Woodberry, de la Universidad de Columbia, a
principios del siglo XX; John Erskine transformó la idea en un curso
y posteriormente Mortimer Adler y Robert Hutchins la introdujeron en
Chicago y Saint John's. Esta idea ha cobrado ya su propia vida,
aunque de ningún modo sea la única manera de introducirse en las
humanidades. Está claro que parte del contenido debe consistir en
obras originales y no ser una tarea descriptiva o crítica de segunda
mano. Resulta mejor y más entretenido leer a Shakespeare que a un
comentarista de su obra y escuchar a Beethoven que hurgar en las
notas del programa. No hay duda de que un humanista recalcitrante y
de vocación estará en capacidad de elaborar un plan de estudios de
humanidades.
Pero debe ser un plan de
estudios, una secuencia, no un conjunto de cursos en los que se
picotee. A lo largo de los cuatro años debe exigirse que se cumpla
con las distintas partes de dicha secuencia en el orden adecuado. Un
poco de aquí y un poco de allá no lleva a ninguna parte y desde
luego no conduce a la adquisición de conocimientos sólidos ni a una
forma de pensar. Nadie puede esperar que egrese un licenciado
“humanizado” después de haber recibido una manita de literatura
universal y otra de historia del arte. La naturaleza misma del
propósito humanista excluye el sistema optativo. La persona no
preparada desde un punto de vista humanista no puede tener más que
opiniones de oídas, o ninguna en absoluto, sobre las materias a
elegir y las que nunca verá en absoluto. Una vez más hace falta
señalar que la naturaleza social de las humanidades está
lógicamente relacionada con el hecho de compartir una formación
común y un cuerpo común de conocimientos. La formación debe ser
progresiva, tanto si el plan de estudios se organiza históricamente
como por temas, y debe por ello enfrentarse al placer de poner en
práctica un conocimiento cada vez mayor a medida que se avanza sobre
los distintos segmentos. Las humanidades son, de todas las materias
imaginables, las que menos se prestan a ser acotadas y encajonadas.
Recordemos el deseo de Wilson de re-generalizar
a la nueva
generación.
Al defender la idea de que la
formación profesional es individualista y la cultura generalizadora
como social, Wilson puso sobre el tapete una cuestión política que
hace falta airear. Con demasiada frecuencia se discute empleando
términos vagos como “democracia” y “elitismo”:
supuestamente, las humanidades favorecerían lo último y remarían
en contra de lo primero. Este tipo de argumentos son tontamente
inconsistentes. La ignorancia de una persona en literatura y las
artes no le convierte en un demócrata ni su conocimiento de ellas le
hace un elitista. La posesión de conocimientos sirve para someter a
los demás a un poder injusto sólo si se Utilizan con ese preciso
propósito: un físico, un abogado o un clérigo pueden explotar o
humillar a otros, o pueden actuar de manera humanitaria y benéfica.
En cualquier caso resulta absurdo invocar la existencia de una
“élite” que maquina la opresión de los demás detrás de
cualquiera que saque partido de su status educativo. Como Wilson
sabía, los humanistas también son individualistas. En cuanto tales
son las últimas personas de las que se podría sospechar que
conspirarían contra los legos, que es todo lo que se quiere decir
con el estúpido término elitismo.
Lo que realmente representa un
peligro, mucho más que esa élite imaginaria, es la combinación
actual de una educación humanista especializada y a medio hacer.
Corremos el riesgo de convertimos en un país de pedantes. Empleo la
palabra literal y democráticamente para hacer referencia a los
millones de personas movidos por un cierto tipo de pasión en su
tiempo libre y en su vocación. En los dos aspectos de su vida esta
pasión se manifiesta en un parloteo pedante. Pienso en los
observadores de pájaros y los amantes de la naturaleza, en los
jóvenes que coleccionan discos y siguen de cerca la vida de los
cantantes de música y las estrellas de cine; me refiero al tipo de
conocimiento que tienen los fans de todas clases: los adictos al
béisbol y los fanáticos de la ópera, los devotos de los trenes
eléctricos y los coleccionistas de objetos, desde una primera
edición hasta el netsuke.
No sólo son pedantes porque
saben y recitan una enorme cantidad de datos (clamarían contra la
tiranía si una escuela les pidiera que aprendieran todo eso). Lo que
horroriza no es la cantidad de información que poseen, sino la
ausencia de toda reflexión al respecto, algún sentido de la
relación entre ello y ellos y el mundo. No tienen nada con lo que
comparar o contrastar, no adquieren ninguna perspectiva desde la cima
de su monstruosa masa de datos y no emerge ninguna generalización
que ilumine la monotonía de su esfuerzo. Todo su aprendizaje es
dinero estéril, carece de todo interés
porque en un
sentido estricto no tiene utilidad ninguna. Alguien podría
argumentar que sí se utiliza este conocimiento de datos cuando llega
el momento de comprar más libros raros, bandejas de plata o sellos
de correos. Pero eso no es utilizar el conocimiento para embellecer
la vida y destilar sabiduría, tal como puede hacerse con el
conocimiento que se tiene y se utiliza de manera humanista.
Estos comentarios no son los
de un outsider
desdeñoso. Me
encantan el béisbol, la ópera, los trenes eléctricos y las
historias policíacas, y sé algo de ello. Pero me deja consternado
que otras personas, que saben mucho más, no sepan hacer nada con
ello excepto reunirse con sus pares para intercambiar algunos
datos...
Los defensores de la educación
humanista tienden, como ha sido mi caso, a enfatizar la importancia
total que tiene en cuanto disciplina de la mente. Hablan de su
carácter formativo, y no tanto informativo, y exhortan a los
maestros a no olvidar que no les debe preocupar .tanto una exposición
larga y detallada de la materia sino el desarrollo de formas de
pensamiento y sentimientos. Algunos humanistas mencionan con un gesto
de orgullo que no les importa si diez años después un egresado ha
olvidado todo lo que ahí aprendió. Esta aseveración parece querer
distinguir la elevación de las humanidades de la inclinación
mundana de las profesiones. Es una pose ridícula. Si un estudiante
entiende de verdad lo que son las humanidades y para qué son, no
podrá evitar recordar en detalle los sucesivos elementos que le
llevaron a poseer una mente cultivada.
Por otra parte, las
humanidades son un gran vocabulario formado por términos, frases,
nombres, alusiones, caracteres, acontecimientos, máximas, réplicas:
miles de significados incorporados con los que es posible pensar y
evaluar el mundo. Todos estos son datos, todo esto es un conocimiento
qué recordar de manera precisa e inteligente. En ese sentido las
humanidades proporcionan, como cuerpo de conocimiento, un lenguaje
común. Se pide a gritos la “comunicación” y se habla de que se
carece de ella. Lo que se debería pedir en lugar de ello es que haya
más conversación, que a duras penas practican los pedantes. Pues la
conversación es el principio de una buena sociedad y una buena vida.
Es la llave que abre las celdas que son nuestras profesiones,
nuestros hobbies y,
en no menor medida, nuestras bellas artes y nuestra vida académica.
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