En El
nacimiento de la tragedia,
(traducción de Andrés Sanchez Pascual), Madrid, Editorial Alianza.
Los
griegos, que en sus dioses dicen y a la vez callan la doctrina
secreta de su visión del mundo, erigieron dos divinidades, Apolo y
Dioniso, como doble fuente de su arte. En la esfera del arte, estos
nombres representan antítesis estilísticas que caminan una junto a
otra, casi siempre luchando entre sí, y que sólo una vez aparecen
fundidas, en el instante del florecimiento de la «voluntad»
helénica, formando la obra de arte de la tragedia ática. En dos
estados, en efecto, alcanza el ser humano la delicia de la
existencia: en el sueño y en la embriaguez. La bella apariencia del
mundo onírico, en el que cada hombre es artista completo, es la
madre de todo arte figurativo y también, como veremos, de una mitad
importante de la poesía. Gozamos en la comprensión inmediata de la
figura, todas las formas nos hablan; no existe nada indiferente e
innecesario. En la vida suprema de esta realidad onírica tenemos,
sin embargo, el sentimiento traslúcido de su apariencia; sólo
cuando ese sentimiento cesa es cuando comienzan los efectos
patológicos, en los que ya el sueño no restaura, y cesa la natural
fuerza curativa de sus estados. Mas, en el interior de esa frontera,
no son sólo acaso las imágenes agradables y amistosas las que
dentro de nosotros buscamos con aquella inteligibilidad total:
también las cosas serias, tristes, oscuras, tenebrosas, son
contempladas con el mismo placer, sólo que también aquí el velo de
la apariencia tiene que estar en un movimiento ondeante, y no le es
lícito encubrir del todo las formas básicas de lo real. Así, pues,
mientras que el sueño es el juego del ser humano individual con lo
real, el arte del escultor (en sentido amplio) es el juego con el
sueño. La estatua en cuanto bloque de mármol, es algo muy real,
pero lo real de la estatua en cuanto figura onírica es la persona
viviente del dios. Mientras la estatua flota aún como imagen de la
fantasía ante los ojos del artista, éste continúa jugando con lo
real; cuando el artista traspasa esa imagen al mármol, juega con el
sueño.
¿En
qué sentido fue posible hacer de Apolo el dios del arte? Sólo en
cuanto es el dios de las representaciones oníricas. El es «el
Resplandeciente» de modo total: en su raíz más honda es el dios
del sol y de la luz, que se revela en el resplandor. La «belleza»
es su elemento: eterna juventud le acompaña. Pero también la bella
apariencia del mundo onírico es su reino: la verdad superior, la
perfección propia de esos estados que contrasta con la sólo
fragmentariamente inteligible realidad diurna, elévalo a la
categoría de dios vaticinador, pero también ciertamente de dios
artístico. El dios de la bella apariencia tiene que ser al mismo
tiempo el dios del conocimiento verdadero. Pero aquella delicada
frontera que a la imagen onírica no le es lícito sobrepasar para no
producir un efecto patológico, pues entonces la apariencia no sólo
engaña, sino que embauca, no es lícito que falte tampoco en la
esencia de Apolo: aquella mesurada limitación, aquel estar libre de
las emociones más salvajes, aquella sabiduría y sosiego del
dios-escultor. Su ojo tiene que poseer un sosiego «solar»: aun
cuando esté encolerizado y mire con malhumor, se halla bañado en la
solemnidad de la bella apariencia.
El
arte dionisíaco, en cambio, descansa en el juego con la embriaguez,
con el éxtasis. Dos poderes sobre todo son los que al ingenuo hombre
natural lo elevan hasta el olvido de sí que es propio de la
embriaguez, el instinto primaveral y la bebida narcótica. Sus
efectos están simbolizados en la figura de Dioniso. En ambos estados
el principium individuationis (principio de individuación) queda
roto, lo subjetivo desaparece totalmente ante la eruptiva violencia
de lo general-humano, más aún, de lo universal-natural. Las fiestas
de Dioniso no sólo establecen un pacto entre los hombres, también
reconcilian al ser humano con la naturaleza. De manera espontánea
ofrece la tierra sus dones, pacíficamente se acercan los animales
más salvajes: panteras y tigres arrastran el carro, adornado con
flores, de Dioniso. Todas las delimitaciones de casta que la
necesidad y la arbitrariedad han establecido entre los seres humanos
desaparecen: el esclavo es hombre libre, el noble y de humilde cuna
se unen para formar los mismos coros báquicos. En muchedumbres cada
vez mayores va rodando de un lugar a otro el evangelio de la «armonía
de los mundos»: cantando y bailando manfiéstase el ser humano como
miembro de una comunidad superior, más ideal: ha desaprendido a
andar y a hablar. Más aún: se siente mágicamente transformado, y
en realidad se ha convertido en otra cosa. Al igual que los animales
hablan y la tierra da leche y miel, también en él resuena algo
sobrenatural. Se siente dios: todo lo que vivía sólo en su
imaginación, ahora eso lo percibe en sí. ¿Qué son ahora para él
las imágenes y las estatuas? El ser humano no es ya un artista, se
ha convertido en una obra de arte, camina tan extático y erguido
como en sueños veía caminar a los dioses. La potencia artística de
la naturaleza, no ya la de un ser humano individual, es la que aquí
se revela: un barro más noble, un mármol más precioso son aquí
amasados y tallados: el ser humano. Este ser humano configurado por
el artista Dioniso mantiene con la naturaleza la misma relación que
la estatua mantiene con el artista apolíneo.
Así
como la embriaguez es el juego de la naturaleza con el ser humano,
así el acto creador del artista dionisíaco es el juego con la
embriaguez. Cuando no se lo ha experimentado en sí mismo, ese
estasdo sólo se lo puede comprender de manera simbólica: es algo
similar a lo que ocurre cuando se sueña y a la vez se barrunta que
el sueño es sueño. De igual modo, el servidor de Dioniso tiene que
estar embriagado y, a la vez, estar al acecho detrás de sí mismo
como observador. No en el cambio de sobriedad y embriaguez, sino en
la combinación de ambos se muestra el artista dionisíaco.
Esta
combinación caracteriza el punto culminante del mundo griego: sólo
Apolo es dios del arte en Grecia, y su poder fue el que de tal modo
moderó a Dioniso, que irrumpía desde Asia, que pudo surgir la más
bella alianza fraterna. Aquí es donde con más facilidad se
aprehende el increíble idealismo del ser helénico: un culto natural
que entre los asiáticos significa el más tosco desencadenamiento de
los instintos inferiores, una vida animal panhetérica, que durante
un tiempo determinado hace saltar todos los lazos sociales, eso quedó
convertido entre ellos en una festividad de redención del mundo, en
un día transfiguración. Todos los instintos sublimes de su ser se
revelaron en esta idealización de la orgía.
Pero
el mundo griego nunca había corrido mayor peligro que cuando se
produjo la tempestuosa irrupción del nuevo dios. A su vez, nunca la
sabiduría del Apolo délfico se mostró a una luz más bella. Al
principio resistiéndose a hacerlo, envolvió al potente adversario
en el más delicado de los tejidos, de modo que éste apenas pudo
advertir que iba caminando semiprisionero. Debido a que los
sacerdotes délficos adivinaron el profundo efecto del yo culto sobre
los procesos sociales de regeneración y lo favorecieron de acuerdo
con sus propósitos políticos-religiosos, debido a que el artista
apolíneo sacó enseñanzas, con discreta moderación, del arte
revolucionario de los cultos báquicos, debido, finalmente, a que en
el culto délfico el dominio del año quedó repartido entre Apolo y
Dioniso, ambos salieron, por así decirlo, vencedores en el certamen
que los enfrentaba: una reconciliación celebrada en el campo de
batalla. Si se quiere ver con claridad de qué modo tan poderoso el
elemento apolíneo refrenó lo que de irracionalmente sobrenatural
había en Dioniso, piénsese que en el período más antiguo de la
música el género ditirámbico era al mismo tiempo hersicástico
(calmante). Cuanto más vigorosamente fue creciendo el espíritu
artístico apolíneo, tanto más libremente se desarrolló el dios
hermano Dioniso: al mismo tiempo que el primero llegaba a la
visión plena, inmóvil, por así decirlo, de la belleza, en la época
de Fidias, el segundo interpretaba en la tragedia los enigmas y los
horrores del mundo y expresaba en la música trágica el pensamiento
más íntimo de la naturaleza, el hecho de que la «voluntad» hila
en y por encima de todas las apariencias.
Aun
cuando la música sea también un arte apolíneo, tomadas las cosas
con rigor sólo lo es el ritmo, cuya fuerza figurativa fue
desarrollada hasta convertirla en exposición de estados apolíneos:
la música de Apolo es arquitectura en sonidos, y además, en sonidos
sólo insinuados, como son los propios de la cítara. Cuidadosamente
se mantuvo apartado cabalmente el elemento que constituye el carácter
de la música dionisíaca, más aún, de la música en cuanto tal, el
poder estremecedor del sonido y el mundo completamente incomparable
de la armonía. Para percibir ésta poseía el griego una
sensibilidad finísima, como es forzoso inferir de la rigurosa
caracterización de las tonalidades, si bien en ellos es mucho menor
que en el mundo moderno la necesidad de una armonía acabada, que
realmente suene. En la sucesión de armonías, y ya en su
abreviatura, en la denominada melodía, la «voluntad» se revela con
total inmediatez sin haber ingresado antes en ninguna apariencia.
Cualquier individuo puede servir de símbolo, servir, por así
decirlo, de caso individual de una regla general; pero, a la inversa,
la esencia de lo aparencial la expondrá el artista dionisíaco, de
un modo inmediatamente comprensible: él manda, en efecto sobre el
caos de la voluntad no devenida aún figura, y puede sacar de él, en
cada momento creador, un mundo nuevo, pero también el antiguo,
conocido como apariencia. En este último sentido es un músico
trágico.
En
la embriaguez dionisíaca, en el impetuoso recorrido de todas las
escalas anímicas durante las excitaciones narcóticas, o en el
desencadenamiento de los instintos primaverales, la naturaleza se
manifiesta en su fuerza más alta: vuelve a juntar a los individuos y
los hace sentirse como una sola cosa, de tal modo que el principium
individuatonis (el principio de individuación) aparece, por así
decirlo, como un permanente estado de debilidad de la voluntad.
Cuanto más decaida se encuentra la voluntad, tanto más egoísta,
arbitrario es el modo como el individuo está desarrollado, tanto más
débil es el organismo al que sirve. Por esto, en aquellos estados
prorrumpe, por así decirlo, un rasgo sentimental de la voluntad, un
sollozo de la criatura, por las cosas perdidas: en el placer supremo
resuena el grito del espanto, los gemidos nostálgicos de una pérdida
insustituible.
La
naturaleza exuberante celebra a la vez sus saturnales y sus exequias.
Los afectos de sus sacerdotes están mezclados del modo más
prodigioso, los dolores despiertan placer, el júbilo arranca del
pecho sonidos llenos de dolor. El dios ha liberado a todas las cosas
de sí mismas, transformado todo. El canto y la mímica de las masas
excitadas de ese modo, en las que la naturaleza ha cobrado voz y
movimiento, fueron para el mundo greco-homérico algo completamente
nuevo e inaudito; para él era algo oriental, a lo que tuvo que
someter con enorme energía rítmica y plástica y que sometió, como
sometió en aquella época el estilo de los templos egipcios. Fue el
pueblo apolíneo el que aherrojó al instinto prepotente con las
cadenas de la belleza; él fue el que puso el yugo a los elementos
más peligrosos de la naturaleza, a sus bestias más salvajes.
Cuando
más admiramos el poder idealista de Grecia es al comparar su
espiritualización de la fiesta de Dioniso con lo que en otros
pueblos surgió de idéntico origen. Festividades similares son
antiquísimas, y se las puede demostrar por doquier, siendo las más
famosas las que se celebraban en Babilonia bajo el nombre de los
saces (pueblo nómade del Asia antigua). Aquí, en una fiesta que
duraba cinco días, todos los lazos públicos y sociales quedaron
rotos; pero lo central era el desenfreno sexual, la aniquilación de
toda relación familiar... La contrapartida de esto nos la ofrece la
imagen de la fiesta griega de Dioniso trazada por Eurípides en Las
bacantes: de esa imagen fluyen el mismo encanto, la
misma transfiguradora embriaguez musical que Escopas y
Praxíteles condensaron en estatuas. Un mensajero narra que, en el
calor del mediodía, ha subido con los rebaños a las cumbres de las
montañas: es el momento justo y el lugar justo para ver cosas no
vistas; ahora Pan duerme, ahora el cielo es el trasfondo inmóvil de
una aureola, ahora florece el día. En una pradera el mensajero
divisa tres coros de mujeres, que yacen diseminados por el suelo en
actitud decente: muchas mujeres se han apoyado en troncos de abetos:
todas las cosas dormitan.
De
repente la madre de Penteo comienza a dar gritos de júbilo, el sueño
queda ahuyentado, todas se ponen de pie, un modelo de nobles
costumbres; las jóvenes muchachas y las mujeres dejan caer los rizos
sobre los hombros, la piel de venado es puesta en orden, si, al
dormir, los lazos y las cintas se habían soltado. Las mujeres se
ciñen con serpientes, que lamen confiadamente sus mejillas, algunas
toman en sus brazos lobos y venados jóvenes y los amamantan. Todas
se adornan con coronas de hiedra y con enredaderas; una percusión
con el tirso en las rocas, y el agua sale a borbotones; un golpe con
el bastón en el suelo, y un manantial de vino brota. Dulce miel
destila de las ramas; basta que alguien toque el suelo con las puntas
de los pies para que brote leche blanca como la nieve. Este es un
mundo sometido a una transformación mágica total, la naturaleza
celebra su festividad de reconciliación en el ser humano.
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