Arturo Romero Contreras Martes Mayo 14, 2019 - 17:06
En
términos técnicos diríamos que vivimos en una permanente
contradicción “performativa”.
Los filósofos únicamente han
interpretado el mundo de diversas maneras, de lo que se trata es de
cambiarlo. Así reza la tesis 11 sobre Feuerbach de Marx; a lo que
Zizek responde: hoy todos demandan cambiar el mundo, actuar
frenéticamente. Cambiamos todo para que todo siga igual. De lo que
se trata hoy, más bien, es de volver a pensar antes de precipitarse
al acto. Pero ¿estamos en verdad en esta disyuntiva: pensar o
actuar? O incluso, ¿bastan los conceptos de pensar y de actuar?
Jesús dice de sus ejecutores:
Dios mío, perdónalos porque no saben lo que hacen. Era necesario
que no supieran lo que hacían para que se cumpliera
la palabra. Era necesario ignorar lo que se hacía para que el drama
de la crucifixión tuviera lugar. Marx parodia esta frase y dice de
los individuos que viven en el modo de producción capitalista: “no
lo saben, pero lo hacen”. Sabemos que el dinero no es nada fuera de
un instrumento simbólico de mediación, sabemos que el dinero
representa trabajo, que detrás de él hay cosas reales que se
consumen etc., y, sin embargo, nos comportamos como si no
lo supiéramos. Marx podría haber dicho: lo saben, pero es como
si no lo supieran. Sin embargo, antes de la praxis que transformaría
nuestro modo real de actuar (y no solamente nuestros pensamientos) se
anuncia una toma de conciencia como camino preparatorio.
Sloterdijk dice que nuestra
época es la del cinismo. El capitalismo tardío se caracteriza por
una posición subjetiva respecto al saber según la cual, como dice
Zizek: “lo sabemos y aun así lo hacemos”. En realidad, no
estamos muy lejos de la posición original de Marx. Sabemos bien que
el dinero es un medio, pero nos comportamos como si fuera un fin en
sí mismo. Sabemos bien que nuestro consumo energético es
insostenible, pero no podemos parar. Sabemos bien que estamos
destruyendo las condiciones naturales objetivas para la sobrevivencia
de la especie, pero nos comportamos como si no hubiera limitación
objetiva alguna. Este “como sí práctico” es el modo general de
nuestro habitar actual; este saberlo todo y aun así comportarse de
manera inconsecuente, o mejor, en contra de lo que
predicamos. En términos técnicos diríamos que vivimos en una
permanente contradicción “performativa”: decimos que creemos
esto, que sabemos aquello, que estamos convencidos de lo otro, y, sin
embargo, actuamos como si no lo creyéramos, como si no lo
supiéramos, como si no estuviéramos convencidos.
Después de la Segunda Guerra
Mundial se juzga a las cabezas que sobreviven a la derrota del
régimen Nazi. Entre ellos está Eichmann, el encargado de organizar
el transporte y asesinato de judíos en los campos de concentración.
Hannah Arendt asiste al juicio y concluye que Eichmann no era ningún
monstruo, ningún “enfermo mental”, ningún psicópata, sino un
tipo más bien mediocre. Nada más que un buen burócrata. A partir
de ahí formula una idea clave: el mal no proviene de un alma
retorcida, sino de la trivialidad de un buen burócrata que sabe
obedecer. Así se acuña el concepto de banalidad del mal. Esta
banalidad significa que el mal tiene lugar dentro de un esquema de
normalidad. En la Alemania nazi el exterminio de judíos,
homosexuales, gitanos, formaba parte de una normalidad administrada,
era un asunto de burocracia. ¿Cuál es entonces el diagnóstico de
Arendt? Que el comportamiento de Eichmann consiste en su falta de
pensamiento. La causa del comportamiento de Eichmann, es la falta de
pensamiento. Ahora, en la Alemania nazi, lo espantoso no serían
Eichmann y su falta individual de pensamiento, sino el que todo un
pueblo haya dejado de pensar. Respecto a los campos de concentración
todos lo sabían, pero no querían saber nada de ello. Eichmann no
necesitaba pensar porque nadie le pedía cuentas, porque nadie más
estaba pensando.
Eichmann se decía un
kantiano, seguidor del deber, de la ley. Podríamos decir
que, stricto sensu, a Eichmann Kant no podría haberle
reprochado nada. Este último decía: ¡piensa todo lo que quieras,
pero obedece. Sin embargo, podríamos argüir que éste no era capaz
de servirse de su propia razón. Eichmann era un tipo muy
normal, que pensaba tanto o tan poco como cualquier burócrata
actual. Lo que no hacía Eichmann era pensar por fuera de
su puesto. Pero lo que debemos explicar no es la banalidad de su
personalidad, sino la desconexión entre su puesto (su
función como burócrata) y las acciones que realizaba (las
consecuencias). Pero, ¿es que algún burócrata reflexiona sobre las
consecuencias de su labor? ¿Es que cualquier reflexiona sobre la
inserción de su trabajo dentro del modo de producción capitalista,
dentro del proyecto moderno o posmoderno? ¿Es que le se puede y debe
pedir a cualquiera que haga filosofía?
Podemos apreciar que Eichmann
no se escandalizó de sus acciones. Esto es porque el asesinato, en
un momento dado, no le parecía espantoso. De hecho, no
era impensable. Podríamos preguntarnos: ¿no había en el
nazismo un pensamiento implícito? ¿O es todo pensamiento patrimonio
del filósofo? En la Alemania nazi, resulta que el problema ya no era
pensar o no pensar, sino qué y cómo pensar. Lukács habla de un
asalto a la razón. Adorno y Horkheimer, de una dialéctica de la
ilustración. Heidegger, del olvido del ser, el fin de la filosofía
y la tarea del pensar. El pensamiento mismo se vuelve dudoso: en su
sentido y en sus alcances. Adorno y Horkheimer afirman: no hay un
abandono del pensar ilustrado, al contrario, hay algo en ese pensar
que trabaja contra sí mismo. Heidegger, por su parte, no hizo
otra cosa sino hacerse la pregunta: ¿qué significa pensar? Nadie en
el siglo XX fue tan lejos en el llamado y en el esfuerzo por pensar
radicalmente. Y, sin embargo, este pensar fundamental fue sordo a
Auschwitz, no tenía nada qué decir que no estuviese contenido en el
“olvido del ser”. Heidegger estuvo tan dispuesto a aceptar su
error como Eichmann: se hizo lo que se tenía que hacer.
Hannah Arendt toma este
llamado al pensar de su maestro Heidegger. Heidegger siempre exigió
esto: abandonar el conocimiento sedimentado y aventurarse a pensar
las cosas de nuevo. Pensar es pensar hasta el límite y en el límite,
hasta el punto donde los conceptos tradicionales se resquebrajan y se
anuncia la aurora de un nuevo pensamiento. De eso trata el famoso
ensayo de Heidegger: El final de la filosofía y la tarea del
pensar. Y, sin embargo, Heidegger no pudo resistir las tentaciones de
nazismo. No solamente acepta el rectorado de la universidad durante
el régimen Nazi, sino que su propia filosofía se puede compaginar
con el esfuerzo “supremo” de un pueblo por forjar su destino a
partir de una decisión existencial fundamental. Heidegger no era
Eichmann. Heidegger nunca fue un burócrata. No podemos decir que no
pensó lo suficiente, que no fue suficientemente lejos. Pensó como
nadie. Y, aun así, no pudo contra la seducción nazi. No entraremos
en detalles de su pensamiento. Es grave el actual desprecio del
pensamiento. Pero tiene consecuencias celebrarlo sin su vecindad con
la ética y la política. Para Heidegger ética y política
se derivaban, automáticamente, de su “pensar esencial”.
Nunca quiso poner la ontología al mismo nivel de la ética y la
política. Se dice, con mucha ligereza, que el pensamiento de
Heidegger es fascista. Se trata de un juicio ligero, falaz. Pero no
es del todo incorrecto. Aunque deberíamos decir, más bien: el
pensamiento de Heidegger no es fascista, pero no lo hace imposible.
Es decir, este pensamiento se encuentra desarmado contra el fascismo
y, por tanto, le deja la vía libre.
Nos preguntamos qué significa
pensar. Pero ese qué, exige también un cómo: pensar agudamente,
irónicamente, justamente, fundamentalmente. La lección es ésta: no
basta pensar para enfrentar el mal. Hay que saber para qué y para
quién se piensa. Hay que preguntarse cómo se piensa. Pensar no
exige ser un pensador (alguien que piensa el pensamiento). Lo
importante es, dentro de las modalidades del pensar, si este se
ejerce públicamente, en camarillas, en soledad, en el parlamento, en
las universidades. Y, sobre todo, es importante si este pensamiento
se dirige al ser o al prójimo, a la justificación o a la
responsabilidad. Es importante es también decidir qué se considera
digno de ser pensado y en qué jerarquía: por ejemplo, el ser, el
prójimo, la comunidad, dónde está el foco de la atención, de la
urgencia y la escala de valores No basta pedir que se piense. En
lo que concierne a la humanidad, hay que pensar públicamente.
Presentemos entonces una idea
que parecerá chocante: la banalidad del pensamiento. Banalidad
cuando se pretende indiferente o por encima de toda condición y
consideración adicional, especialmente con relación a la ética y
la política. El pensamiento puede operar como un automatismo, como
una racionalización o como una construcción ideológica. El
mal tiene lugar donde se ha suspendido todo menos el pensamiento. Es
ese “algo más” lo que hace que el pensamiento pueda enfrentar el
problema del mal. El pensar no asegura el bien, requiere de un
componente ético, que proviene de una posición subjetiva y no de un
pensar fundamental.
No basta pensar. ¿Pero basta
querer? ¿Pensamos lo que queremos? ¿Queremos lo que pensamos?
Regresemos a la reflexión inicial sobre nuestra época y la fórmula
de cinismo bajo la que operamos, incluso si nos damos cuenta o no: lo
sabemos y lo hacemos. ¿Cómo es eso posible? ¿Por qué no podemos
parar? ¿Por qué no podemos modificar nuestro comportamiento? ¿Por
qué no podemos tomar grandes decisiones? Puede ser que esta posición
corresponda a nuestra época, pero como condición subjetiva ha sido
reconocida desde hace mucho. En las Metamorfosis de Ovidio
leemos: “veo lo mejor, lo apruebo y hago lo peor”. Y en San Pablo
(Romanos 7,15) encontramos: “Porque lo que hago, no lo entiendo;
pues no hago lo que quiero, sino lo que aborrezco, eso hago. Y si lo
que no quiero, esto hago, apruebo que la ley es buena. De manera que
ya no soy yo quien hace aquello, sino el pecado que mora en mí. Y yo
sé que en mí, esto es, en mi carne, no mora el bien; porque el
querer el bien está en mí, pero no el hacerlo. Porque no hago el
bien que quiero, sino el mal que no quiero, eso hago. Y si hago lo
que no quiero, ya no lo hago yo, sino el pecado que mora en mí. Así
que, queriendo yo hacer el bien, hallo esta ley: que el mal está en
mí”.
No basta entonces pensar, es
evidente, porque en el actuar están involucrados el querer y el
deseo. Aristóteles nombró esto akrasia o falta de
gobierno de sí. Freud encontró otro nombre y lo llamó división
del psiquismo. Freud afirma en la Interpretación de los sueños que
existe, además de nuestro pensamiento usual, un pensamiento
inconsciente e incluso, una voluntad inconsciente. Pero, ¿qué
significa entonces pensar? ¿Se trata de un pensar-querer? ¿Se trata
un querer sin el pensar? Y ¿hay un pensar desligado de todo querer?
No hay comentarios.:
Publicar un comentario