jueves, 16 de mayo de 2019

No basta pensar

Arturo Romero Contreras Martes Mayo 14, 2019 - 17:06
En términos técnicos diríamos que vivimos en una permanente contradicción “performativa”.
 
Los filósofos únicamente han interpretado el mundo de diversas maneras, de lo que se trata es de cambiarlo. Así reza la tesis 11 sobre Feuerbach de Marx; a lo que Zizek responde: hoy todos demandan cambiar el mundo, actuar frenéticamente. Cambiamos todo para que todo siga igual. De lo que se trata hoy, más bien, es de volver a pensar antes de precipitarse al acto. Pero ¿estamos en verdad en esta disyuntiva: pensar o actuar? O incluso, ¿bastan los conceptos de pensar y de actuar? 
 
Jesús dice de sus ejecutores: Dios mío, perdónalos porque no saben lo que hacen. Era necesario que no supieran lo que hacían para que se cumpliera la palabra. Era necesario ignorar lo que se hacía para que el drama de la crucifixión tuviera lugar. Marx parodia esta frase y dice de los individuos que viven en el modo de producción capitalista: “no lo saben, pero lo hacen”. Sabemos que el dinero no es nada fuera de un instrumento simbólico de mediación, sabemos que el dinero representa trabajo, que detrás de él hay cosas reales que se consumen etc., y, sin embargo, nos comportamos como si no lo supiéramos. Marx podría haber dicho: lo saben, pero es como si no lo supieran. Sin embargo, antes de la praxis que transformaría nuestro modo real de actuar (y no solamente nuestros pensamientos) se anuncia una toma de conciencia como camino preparatorio.
 
Sloterdijk dice que nuestra época es la del cinismo. El capitalismo tardío se caracteriza por una posición subjetiva respecto al saber según la cual, como dice Zizek: “lo sabemos y aun así lo hacemos”. En realidad, no estamos muy lejos de la posición original de Marx. Sabemos bien que el dinero es un medio, pero nos comportamos como si fuera un fin en sí mismo. Sabemos bien que nuestro consumo energético es insostenible, pero no podemos parar. Sabemos bien que estamos destruyendo las condiciones naturales objetivas para la sobrevivencia de la especie, pero nos comportamos como si no hubiera limitación objetiva alguna. Este “como sí práctico” es el modo general de nuestro habitar actual; este saberlo todo y aun así comportarse de manera inconsecuente, o mejor, en contra de lo que predicamos. En términos técnicos diríamos que vivimos en una permanente contradicción “performativa”: decimos que creemos esto, que sabemos aquello, que estamos convencidos de lo otro, y, sin embargo, actuamos como si no lo creyéramos, como si no lo supiéramos, como si no estuviéramos convencidos. 
 
Después de la Segunda Guerra Mundial se juzga a las cabezas que sobreviven a la derrota del régimen Nazi. Entre ellos está Eichmann, el encargado de organizar el transporte y asesinato de judíos en los campos de concentración. Hannah Arendt asiste al juicio y concluye que Eichmann no era ningún monstruo, ningún “enfermo mental”, ningún psicópata, sino un tipo más bien mediocre. Nada más que un buen burócrata. A partir de ahí formula una idea clave: el mal no proviene de un alma retorcida, sino de la trivialidad de un buen burócrata que sabe obedecer. Así se acuña el concepto de banalidad del mal. Esta banalidad significa que el mal tiene lugar dentro de un esquema de normalidad. En la Alemania nazi el exterminio de judíos, homosexuales, gitanos, formaba parte de una normalidad administrada, era un asunto de burocracia. ¿Cuál es entonces el diagnóstico de Arendt? Que el comportamiento de Eichmann consiste en su falta de pensamiento. La causa del comportamiento de Eichmann, es la falta de pensamiento. Ahora, en la Alemania nazi, lo espantoso no serían Eichmann y su falta individual de pensamiento, sino el que todo un pueblo haya dejado de pensar. Respecto a los campos de concentración todos lo sabían, pero no querían saber nada de ello. Eichmann no necesitaba pensar porque nadie le pedía cuentas, porque nadie más estaba pensando.
 
Eichmann se decía un kantiano, seguidor del deber, de la ley. Podríamos decir que, stricto sensu, a Eichmann Kant no podría haberle reprochado nada. Este último decía: ¡piensa todo lo que quieras, pero obedece. Sin embargo, podríamos argüir que éste no era capaz de servirse de su propia razón. Eichmann era un tipo muy normal, que pensaba tanto o tan poco como cualquier burócrata actual. Lo que no hacía Eichmann era pensar por fuera de su puesto. Pero lo que debemos explicar no es la banalidad de su personalidad, sino la desconexión entre su puesto (su función como burócrata) y las acciones que realizaba (las consecuencias). Pero, ¿es que algún burócrata reflexiona sobre las consecuencias de su labor? ¿Es que cualquier reflexiona sobre la inserción de su trabajo dentro del modo de producción capitalista, dentro del proyecto moderno o posmoderno? ¿Es que le se puede y debe pedir a cualquiera que haga filosofía?
 
Podemos apreciar que Eichmann no se escandalizó de sus acciones. Esto es porque el asesinato, en un momento dado, no le parecía espantoso. De hecho, no era impensable. Podríamos preguntarnos: ¿no había en el nazismo un pensamiento implícito? ¿O es todo pensamiento patrimonio del filósofo? En la Alemania nazi, resulta que el problema ya no era pensar o no pensar, sino qué y cómo pensar. Lukács habla de un asalto a la razón. Adorno y Horkheimer, de una dialéctica de la ilustración. Heidegger, del olvido del ser, el fin de la filosofía y la tarea del pensar. El pensamiento mismo se vuelve dudoso: en su sentido y en sus alcances. Adorno y Horkheimer afirman: no hay un abandono del pensar ilustrado, al contrario, hay algo en ese pensar que trabaja contra sí mismo. Heidegger, por su parte, no hizo otra cosa sino hacerse la pregunta: ¿qué significa pensar? Nadie en el siglo XX fue tan lejos en el llamado y en el esfuerzo por pensar radicalmente. Y, sin embargo, este pensar fundamental fue sordo a Auschwitz, no tenía nada qué decir que no estuviese contenido en el “olvido del ser”. Heidegger estuvo tan dispuesto a aceptar su error como Eichmann: se hizo lo que se tenía que hacer.  
 
Hannah Arendt toma este llamado al pensar de su maestro Heidegger. Heidegger siempre exigió esto: abandonar el conocimiento sedimentado y aventurarse a pensar las cosas de nuevo. Pensar es pensar hasta el límite y en el límite, hasta el punto donde los conceptos tradicionales se resquebrajan y se anuncia la aurora de un nuevo pensamiento. De eso trata el famoso ensayo de Heidegger: El final de la filosofía y la tarea del pensar. Y, sin embargo, Heidegger no pudo resistir las tentaciones de nazismo. No solamente acepta el rectorado de la universidad durante el régimen Nazi, sino que su propia filosofía se puede compaginar con el esfuerzo “supremo” de un pueblo por forjar su destino a partir de una decisión existencial fundamental. Heidegger no era Eichmann. Heidegger nunca fue un burócrata. No podemos decir que no pensó lo suficiente, que no fue suficientemente lejos. Pensó como nadie. Y, aun así, no pudo contra la seducción nazi. No entraremos en detalles de su pensamiento. Es grave el actual desprecio del pensamiento. Pero tiene consecuencias celebrarlo sin su vecindad con la ética y la política. Para Heidegger ética y política se derivaban, automáticamente, de su “pensar esencial”. Nunca quiso poner la ontología al mismo nivel de la ética y la política. Se dice, con mucha ligereza, que el pensamiento de Heidegger es fascista. Se trata de un juicio ligero, falaz. Pero no es del todo incorrecto. Aunque deberíamos decir, más bien: el pensamiento de Heidegger no es fascista, pero no lo hace imposible. Es decir, este pensamiento se encuentra desarmado contra el fascismo y, por tanto, le deja la vía libre.  
 
Nos preguntamos qué significa pensar. Pero ese qué, exige también un cómo: pensar agudamente, irónicamente, justamente, fundamentalmente. La lección es ésta: no basta pensar para enfrentar el mal. Hay que saber para qué y para quién se piensa. Hay que preguntarse cómo se piensa. Pensar no exige ser un pensador (alguien que piensa el pensamiento). Lo importante es, dentro de las modalidades del pensar, si este se ejerce públicamente, en camarillas, en soledad, en el parlamento, en las universidades. Y, sobre todo, es importante si este pensamiento se dirige al ser o al prójimo, a la justificación o a la responsabilidad. Es importante es también decidir qué se considera digno de ser pensado y en qué jerarquía: por ejemplo, el ser, el prójimo, la comunidad, dónde está el foco de la atención, de la urgencia y la escala de valores ‎No basta pedir que se piense. En lo que concierne a la humanidad, hay que pensar públicamente.
 
Presentemos entonces una idea que parecerá chocante: la banalidad del pensamiento. Banalidad cuando se pretende indiferente o por encima de toda condición y consideración adicional, especialmente con relación a la ética y la política. El pensamiento puede operar como un automatismo, como una racionalización o como una construcción ideológica. El mal tiene lugar donde se ha suspendido todo menos el pensamiento. Es ese “algo más” lo que hace que el pensamiento pueda enfrentar el problema del mal. El pensar no asegura el bien, requiere de un componente ético, que proviene de una posición subjetiva y no de un pensar fundamental.
 
No basta pensar. ¿Pero basta querer? ¿Pensamos lo que queremos? ¿Queremos lo que pensamos? Regresemos a la reflexión inicial sobre nuestra época y la fórmula de cinismo bajo la que operamos, incluso si nos damos cuenta o no: lo sabemos y lo hacemos. ¿Cómo es eso posible? ¿Por qué no podemos parar? ¿Por qué no podemos modificar nuestro comportamiento? ¿Por qué no podemos tomar grandes decisiones? Puede ser que esta posición corresponda a nuestra época, pero como condición subjetiva ha sido reconocida desde hace mucho. En las Metamorfosis de Ovidio leemos: “veo lo mejor, lo apruebo y hago lo peor”. Y en San Pablo (Romanos 7,15) encontramos: “Porque lo que hago, no lo entiendo; pues no hago lo que quiero, sino lo que aborrezco, eso hago. Y si lo que no quiero, esto hago, apruebo que la ley es buena. De manera que ya no soy yo quien hace aquello, sino el pecado que mora en mí. Y yo sé que en mí, esto es, en mi carne, no mora el bien; porque el querer el bien está en mí, pero no el hacerlo. Porque no hago el bien que quiero, sino el mal que no quiero, eso hago. Y si hago lo que no quiero, ya no lo hago yo, sino el pecado que mora en mí. Así que, queriendo yo hacer el bien, hallo esta ley: que el mal está en mí”.  
 
No basta entonces pensar, es evidente, porque en el actuar están involucrados el querer y el deseo. Aristóteles nombró esto akrasia o falta de gobierno de sí. Freud encontró otro nombre y lo llamó división del psiquismo. Freud afirma en la Interpretación de los sueños que existe, además de nuestro pensamiento usual, un pensamiento inconsciente e incluso, una voluntad inconsciente. Pero, ¿qué significa entonces pensar? ¿Se trata de un pensar-querer? ¿Se trata un querer sin el pensar? Y ¿hay un pensar desligado de todo querer?

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