El amor y el conocimiento en la 4T
Segunda parte
José Antonio Robledo y Meza
El Universo, la naturaleza y el hombre
José Antonio Robledo y Meza
El universo existe sin ninguna razón y no es razonable buscar a un razonador que lo creara. La construcción de un orden –descripción, explicación y comprensión- en el universo es un objetivo humano.
El Universo, la naturaleza y el hombre
La materia está compuesta de neutrones, electrones y protones, que son de tamaño finito, y de los cuales sólo hay un número finito en el Universo. El humán es una parte de la naturaleza y la naturaleza es una parte del Universo, por lo tanto, lo humanes no son algo en contraste con ellos –la naturaleza y el Universo-. Del Universo los humanos son una parte. Su cuerpo, como toda materia, está compuesto de neutrones, electrones y protones, que obedecen a las mismas leyes. El mundo físico es grande comparado con el hombre, mayor de lo que se consideraba en tiempos de Newton, pero no tanto como se cree el día de hoy. En uno y otro extremo, en lo grande y en lo chico, la ciencia parece llegar a los límites. Se piensa que el universo es de extensión finita en el espacio, y que la luz puede recorrerlo en unos cientos de miles de años.
Los pensamientos y movimientos corporales de los humanos siguen las mismas leyes que describen los movimientos de los astros y los átomos. La energía usada en el pensamiento parece tener un origen químico. Los fenómenos cerebrales están unidos a la estructura material. Es tal caso, no podemos suponer que un protón o electrón solitarios puedan «pensar»; como no podríamos esperar que un solo individuo jugase un partido de fútbol. Tampoco podemos suponer que el pensamiento del individuo sobreviva a la muerte corporal, ya que esta destruye la organización del cerebro y disipa la energía que utilizaban los conductos cerebrales.
La filosofía de la naturaleza no tiene que ser indebidamente terrestre; para ella, la tierra es sólo uno de los planetas más pequeños de uno de los astros más pequeños de la Vía Láctea. Sería absurdo deformar la filosofía de la naturaleza con el fin de producir resultados agradables a los diminutos parásitos de este insignificante planeta. El vitalismo, como filosofía, y el evolucionismo, muestran, a este respecto, una falta de sentido de la proporción y de la importancia lógica. Miran los hechos de la vida, que nos son personalmente interesantes, como dotados de un significado cósmico, no de un significado limitado a la superficie de la tierra. El optimismo y el pesimismo, como filosofías cósmicas, muestran el mismo humanismo ingenuo.
Las anteriores consideraciones conducen a un cierto énfasis sobre el elemento del deleite como ingrediente del mejor amor. El deleite, en el mundo real, es inevitablemente selectivo, y nos evita el tener los mismos sentimientos hacia toda la humanidad. Cuando surgen conflictos entre el deleite y la benevolencia tienen, en general, que ser decididos mediante la transigencia, no mediante la entrega completa de cualquiera de ellos. El instinto tiene sus derechos, y si lo violentamos toma venganza de mil maneras sutiles. Por lo tanto, al tender a la vida buena, hay que tener en cuenta los límites de la posibilidad humana. Y otra vez aquí volvemos a la necesidad del conocimiento. Cuando hablo de conocimiento como de uno de los ingredientes de la vida buena no debe pensarse en el conocimiento ético, sino en el conocimiento científico y el conocimiento de los hechos particulares. No existe, hablando en puridad, el conocimiento ético. Si deseamos lograr algún fin, el conocimiento puede mostrarnos los medios, y este conocimiento puede pasar como ético. Pero no se puede decidir la conducta buena o mala como no sea por referencia a sus consecuencias probables. Si nos proponemos un fin, la ciencia es la que tiene que descubrir los medios para lograrlo. Todas las reglas morales tienen que ser probadas examinando si realizan los fines deseados. Digo los fines que deseamos, no los fines que debemos desear. Lo que «debemos» desear es simplemente lo que otra persona desea que deseemos. Generalmente es lo que las autoridades desean que deseemos: padres, maestros, policías y jueces. Si alguien me dice «debe hacer esto y lo otro», la fuerza motriz de la advertencia reside en mi deseo de obtener su aprobación, junto, posiblemente, con premios o castigos unidos a su aprobación o reprobación.
Como toda conducta nace del deseo, es evidente que los conceptos éticos no pueden tener importancia como no influyan en el deseo. Lo hacen mediante el deseo de aprobación y el temor de reproche. Son fuerzas sociales poderosas, y naturalmente tratamos de ponerlas de nuestra parte si queremos realizar cualquier fin social. Cuando digo que la moralidad de la conducta debe juzgarse por sus probables consecuencias, quiero decir que deseo que se apruebe la conducta que vaya a realizar los fines sociales que deseamos, y que se repruebe la conducta opuesta. En la actualidad, esto no se hace; hay ciertas reglas tradicionales según las cuales la aprobación y la reprobación se aplican sin tener en cuenta para nada las consecuencias.
La superfluidad de la ética teórica es obvia en casos sencillos. Supongamos, por ejemplo, que se tiene un hijo enfermo. El amor le hace a uno desear que se cure, y la ciencia le dice a uno cómo tiene que hacerlo. No hay una fase intermedia de la teoría ética donde se demuestre que al hijo de uno le conviene que le curen.
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