martes, 28 de mayo de 2019
México el árbol de los mil Frutos - Presentación Disco de Trío Huasteco Alma Serrana Gaona y Festival del Tlatloyo
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Grandeza e inmortalidad mexicana
José Antonio Robledo y Meza
robledomeza@yahoo.com.mx
Tres son las dimensiones que nos permiten comprender la condición de los humanes: las creencias, las conductas y -entre ellas- la amalgama de las emociones. El estilo cultural amalgama las creencias (mitos: narraciones y discursos autorizados y populares) y las conductas (ritos: relaciones corporales populares). Es en lo popular que se puede indagar en torno a lo mexicano.
Existen discursos y comportamientos autorizados pero prevalece, en lo popular, el misterio de lo prohibido, lo que se vive pero no llega a decirse: el relajo. El relajo es efímero y dependiente de lo colectivo y siempre abierto a nuevas posibilidades. Importa mucho lo contradictorio de estas posibilidades ya que sin ello las contingencias serían finitas y, por el contrario, las posibilidades de echar relajo son infinitas. Si en los mitos y los ritos hay contradicciones mucho mejor.
Es la cultura del relajo lo que ha permitido la racionalidad del mexicano: vivir intensamente; la muerte no lo detiene. Con el relajo el mexicano adapta y trasforma el mundo. Con el relajo el mexicano ordena el caos.
El mexicano vive permanentemente en tensión entre lo autorizado y el misterio de lo prohibido. Y como lo contradictorio es lo que sazona la vida del mexicano caben múltiples “comprensiones” de “lo mexicano”.
Una fuente de pistas para alcanzar el orden en el caos mexicano la encontramos en la música popular. Y en México la música popular no puede ser encasillada en un solo género. De hecho la música mexicana abarca todos los géneros; no hay limitaciones para convertir sonidos puros en sonidos mestizos. Un ejemplo: la orquesta sinfónica paulatinamente se transforma en mariachi. Y el mariachi llega a la ópera (Cruzar la Cara de la Luna y El pasado nunca se termina con el Mariachi Vargas de Tecalitlán). El relajo define y redefine nuestra condición siempre en permanente cambio que llamamos identidad. El relajo es la producción cultural que define al mexicano. El relajo –el orden en la bola revolucionaria, el caos en la revolución institucionalizada- tiene perspectiva infinita.
Ejemplos del relajo –presencia de lo serio con lo jocoso, lo grave y superficial, lo real y lo disimulado, lo sincero y el engaño- lo encontramos en cada ingrediente de la vida del mexicano si lo sabemos buscar. Lo encontramos en el cine, en el muralismo, en la literatura, en la comida, en la panadería, en las pulquerías, en las cantinas, en los velorios, en las fiestas…
Probemos un poco del relajo en la poesía y en la música. Cuatro personajes Bernardo de Balbuena el poeta (1562-1627), Jorge Negrete (1911-1953), Pedro Infante (1917-1957), Javier Solis (1931-1966) y José Alfredo Jiménez (1926-1973) los músicos. Prestemos atención no solo a lo dicho sino también a los silencios, al doble sentido, al albur, a lo apretado y al relajo. Todo lo presentado abre posibilidades de alternativas y estas posibilidades de alteridad nos lleva a la mitologización y al ritualismo renovados.
La cultura mexicana como posibilidad en el mundo. En el grito del cantante y la concurrencia se encuentra el gran silencio que nos provoca. Grito y silencio en la música nos hace históricos a los mexicanos y nos posibilita como miembros de la humanidad a la que invitamos día a día para hacer de su vida algo más amable en el relajo.
Si nacimos para morir más vale no perder la posibilidad de gozar la contradicción.
Pincha en la zona azul para llegar a los documentos
1) Grandeza Mexicana, Bernardo de Balbuena
2) Inmortales Pedro infante, Javier Solís, Jorge Negrete y José Alfredo Jiménez
martes, 21 de mayo de 2019
México el árbol de los mil frutos - El arte de preguntar
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domingo, 19 de mayo de 2019
ADIÓS A LAS HUMANIDADES
Todo conocimiento admite dos
usos distintos: puede servir a un propósito inmediato, como guía de
una actividad técnica, y puede servir a una finalidad más
permanente y menos visible al orientar el pensamiento y la conducta a
largo plazo. Al segundo uso le llamamos humanidades, y alude al
refinamiento y al embellecimiento de la vida. Su carácter es
formativo.
Como decía William James: las
humanidades ayudan “a reconocer a un hombre bueno cuando lo tengas
delante”. ¿Pero
cuál es el estado actual de las humanidades?
Con elegancia, con sensibilidad y modestia, Jacques Barzun acomete el
riesgo que entraña esta pregunta.
ADIÓS A LAS HUMANIDADES
Por: Jacques Barzun
Traducción de Beatriz
Martínez de Murguía
¡Ay las humanidades! de
dientes para afuera todo el mundo habla de su importancia, todo el
mundo está de acuerdo en que no hay nada mejor que un humanista
completo, pero lo cierto es que ni los estudiantes se humanizan en su
contacto con las humanidades ni tampoco las eligen masivamente, y la
opinión mayoritaria, aunque velada, es que las humanidades son sólo
para quienes quieren dedicarse profesionalmente a alguna de sus
ramas.
Si esto es cierto, y tengo muy
buenas razones para creer que lo es, eso significa que la atención
que se ha dedicado a las humanidades durante su larga y pública
agonía ha estado mal dirigida. ¿En
qué consiste la equivocación?
Para empezar, ¿sabemos
realmente cuáles son las humanidades?
Por lo general se cuenta el estudio de la lengua y la literatura, la
historia de las artes, la filosofía; en ocasiones, la historia,
aunque eso depende del capricho de los científicos sociales; en
cualquier caso no tiene mayor importancia. La triple división
-ciencias, ciencias sociales, humanidades-, útil en términos de
organización académica, contiene el germen del mal que ha infectado
prácticamente todo intento de dar un nuevo impulso a las humanidades
y hacerlas provechosas. El hecho de que se agrupen determinadas
“materias” por su oposición a otras materias denominadas no
humanistas ha dado lugar a que las humanidades se transformen, al
igual que esas otras materias, en meras especializaciones. Como
consecuencia, su propósito original se ha perdido o ha quedado
pervertido.
Tan es así que la literatura
y las artes se estudian ya de una forma puramente técnica. No se
estudia poesía y narrativa o arte y música para recibir y disfrutar
lo que en sí ofrecen, sino para poner en práctica algún complicado
método que excluye cuidadosamente las sensaciones, el placer y la
meditación. Estos “enfoques”, como se les denomina (y
acertadamente puesto que no llegan al corazón del asunto), pueden
ser o no adecuados para aquellos estudiantes que deseen
especializarse en lo que alguna vez fue una materia humanística. Lo
que importa no es su valor, sino que si las humanidades se convierten
en otras tantas ciencias sociales o ciencias de cualquier clase, no
puede esperarse que de ello resulte una mayor humanización.
En realidad, esta afirmación
es una tautología velada, pero implica el criterio básico de que la
enseñanza de humanidades a quienes no son especialistas requiere una
actitud humanista. El maestro debe extraer de las humanidades todo lo
que éstas tienen que decir sobre el ser humano, y tanto el programa
de estudios como el departamento, el decano y las asociaciones
profesionales deben permitírselo. La conclusión ofrece
descubrimientos inesperados. Escuchemos hablar sobre ello a William
James, en una reunión de las primeras mujeres graduadas en
universidades norteamericanas.
Hace tiempo ya que lo que se
enseña en particular en las universidades recibe el nombre de
“humanidades” y éstas a menudo se identifican con el griego y el
latín. Pero el griego y el latín tienen un valor humanístico
general en cuanto literaturas, no en cuanto idiomas; de modo que en
un sentido amplio el término humanidades se refiere fundamentalmente
a la literatura e incluso, en un sentido más amplio, al estudio de
las grandes obras maestras en prácticamente cualquier campo de la
actividad humana. La literatura mantiene la primacía, puesto que no
sólo se compone de obras maestras sino que trata en gran medida de
obras maestras, y cuando adopta la forma de crítica o historia
apenas es algo más que una interesante crónica de grandes golpes
maestros.
Debemos tomar la definición
que ofrece James de manera literal: los “golpes maestros humanos”
incluyen los grandes logros de los científicos físicos:
Si se enseña históricamente
casi cualquier cosa puede tener un valor humanístico. La geología,
la economía y la mecánica son humanidades cuando se enseñan en
relación a los logros sucesivamente alcanzados por los genios a
quienes estas ciencias deben su razón de ser. Si no se enseña de
esta manera la literatura se reduce a una gramática, el arte a un
catálogo, la historia a una lista de fechas y las ciencias naturales
a una hoja de fórmulas y pesos y medidas.
La criba de la creación
humana: a eso debemos referimos cuando hablamos de humanidades.
La exclamación final de James
no pretende intimidar a los departamentos de ciencias para que se
orienten hacia las humanidades, aunque algunos científicos ya lo
hagan y otros más estén deseando hacerlo. James vio como una
auténtica posibilidad lo que en parte ya se lleva a cabo en los
cursos de historia y filosofía de la ciencia, donde se estudia la
creación científica como parte de la biografía y la historia
cultural humanas.
Pero la enseñanza implícita
en las palabras de James puede aplicarse de manera aún más general.
Lo que dice es que todo conocimiento puede tener dos usos distintos:
puede servir a un propósito inmediato y tangible en cuanto guía de
la actividad técnica, y puede servir a una finalidad más permanente
y menos visible al orientar el pensamiento y la conducta a largo
plazo. Si al primer uso le denominamos vocacional o profesional, el
segundo puede llamarse social o moral (o filosófico o civilizador);
el término no importa. Uno alude al conocimiento práctico y el otro
al refinamiento.
Durante los últimos cien
años, las escuelas y universidades americanas han confundido ambos
usos sin saberlo, con la esperanza de que sus estudiantes se
beneficiaran de los dos. Es un buen propósito. Las dos actividades
merecen la pena y son valiosas desde el punto de vista práctico,
pero requieren usos distintos tanto de la materia que se imparte como
de la mente, y no es posible fundirlos en uno solo.
¿Cómo llegó a cometerse
este error? A finales del siglo XIX las universidades estaban
sometidas a una gran presión por parte de las ciencias naturales, de
la economía organizada, de las tecnologías en crecimiento y de las
nuevas profesiones. Además, los estudios de postgrado estaban
subiéndose al carro de la especialización. De alguna manera los
cursos de licenciatura tenían que justificar de nuevo su existencia.
Sólo podían aferrarse al campo de las letras para tener una función
diferenciada, de modo que para atender la demanda social de
profesionales y la demanda académica de especialistas, las
universidades acabaron con el plan de estudios clásico y tradicional
e inventaron el sistema electivo. El gran exponente de este cambio
fue el doctor Eliot de Harvard, que era químico.
Como científico, el doctor
Eliot seguramente esperaría que un futuro químico o geólogo
cursara tres, cuatro, seis o más años de su materia para
convertirse en un consumado científico. Pero estaba muy satisfecho
si ese mismo estudiante de licenciatura cursaba, aparte de sus
materias científicas, un semestre de una cosa y otro de otra durante
cuatro años, quizá cuatro años de estudio iniciales. La necesidad
de construir, de manera rigurosa y controlada una educación
humanista se olvidó se extravió en el cambio. El plan de estudios
universitario se rompió en pedacitos y los departamentos se
transformaron en pequeños principados que competían por los
estudiantes y buscaban su prestigio en la especialización.
No todos los pensadores de la
educación cometieron la misma equivocación. William James se dio
cuenta de ello, también John Jay Chapman, así como Woodrow Wilson,
director de Princeton, que vivió más de cerca el conflicto
institucional. En 1910 dirigió un discurso en Madison, Wisconsin, a
la Asociación de Universidades Americanas acerca de “la
importancia de la carrera de letras como diferente de las carreras
profesionales y semiprofesionales”. Inició diciendo: “Toda
especialización, incluida la formación profesional, es nítidamente
individualista en su objetivo... El objetivo... es el interés
particular de la persona que busca esa formación”. En su opinión
dicha exclusividad era “el peligro intelectual y económico de
nuestra época”: un peligro intelectual porque el individuo que
sólo ha sido formado es una herramienta y no una mente, y un peligro
económico porque la sociedad requiere de mentes y no sólo de
herramientas. Wilson temía la osificación social e institucional
producida por las rutinas establecidas. Consideraba que “para
cuando un hombre llega a la edad en que su hijo puede asistir a la
universidad, está tan inmerso en una especialización que ya no
puede entender el país ni la época en que vive”. Por ello la
tarea de la universidad (debía ser) re-generalizar cada generación
a medida que apareciera”.
La afirmación de Wilson es
precisa además de sugerente: re-generalizar, es decir, corregir un
defecto recurrente. Para lograrlo deseaba “una disciplina cuyo
objetivo sea hacer del hombre que la recibe un ciudadano del mundo
social e intelectual moderno, en contraposición... con una
disciplina que tenga por objetivo convertirlo en discípulo
aventajado de una cierta especialización”. Abogaba por un cuerpo
de estudios que tuviese como finalidad “una orientación general,
la generación de una visión del área de conocimiento... el
desarrollo de la capacidad de comprensión”.
William James y Woodrow Wilson
ayudan a comprender que las humanidades, las letras, se sitúan en el
extremo opuesto de las especializaciones profesionales, incluido el
estudio académico de las humanidades; parece fácil de comprender,
pero está claro que resulta difícil de recordar. ¿Por qué? Porque
el impulso hacia las profesiones provoca la pregunta escéptica de
¿qué utilidad pueden tener las letras para la formación
profesional? ¿No serán un obstáculo para la instrucción o se
verán perjudicadas por ésta? Ni James ni Wilson se oponen a la
especialización o a la formación profesional. Las reticencias se
originan en el lado contrario, el de los oficios y las profesiones, y
hace falta confrontarlas. Así lo hizo James en una frase ya
famosa aunque no siempre se entienda: “Después de reflexionarlo
largamente, ésta es la respuesta más concisa que me es posible
ofrecer: el mejor reclamo que una institución educativa puede hacer
sobre uno, lo mejor que puede aspirar a alcanzar para uno mismo es:
que te ayude a reconocer a un hombre bueno cuando lo tengas delante”.
(Está claro que al referirse a un hombre no se refería a un varón
sino a un ser humano). Al dirigirse a las mujeres, Wilson, añadía:
Esto es tan cierto en el caso de las escuelas masculinas como en el
de las femeninas, y me esforzaré en mostrar que esto ni es una broma
ni tampoco una abstracción sesgada”. La explicación de su
aforismo era la siguiente:
Se dice que en las escuelas
(vocacional y profesional) se obtiene una habilidad práctica
relativamente estrecha, mientras que en las “universidades” se
recibe una cultura más liberal, un punto de vista más amplio, una
perspectiva histórica, un clima filosófico o algo parecido a lo que
frases de este tipo intentan expresar. Se oye decir que en las
escuelas se transforma a la persona en un instrumento eficaz para la
realización de una determinada cosa, pero aparte de ello es posible
que quede como una especie de petróleo crudo y humeante incapaz de
proyectar la luz... ¿Qué significa esto realmente? Para empezar, no
cabe duda de que la formación profesional u ocupacional más
estrecha no sólo convierte a la persona en una herramienta práctica
y habilidosa en su campo, sino que también le hace capaz de evaluar
la habilidad de los demás... Buen trabajo, trabajo limpio, trabajo
terminado: mal trabajo, trabajo descuidado, trabajo mal terminado:
estas palabras expresan un contraste idéntico en muchos y muy
diversos sectores de actividad...
...Puesto que lo que
precisamente reivindica nuestra educación es no padecer esa
“estrechez”, ¿también permite que seamos buenos jueces de
lo que es de primera calidad y de lo que es de segundo orden?
La respuesta es Sí, por
supuesto:
Al estudiar de esta manera se
aprende cuáles son las actividades .que han resistido el paso del
tiempo; se adquieren criterios para reconocer lo excelente y
duradero. Todas las letras y ciencias y las instituciones representan
la búsqueda de la perfección... y cuando se ve la diversidad de las
clases de excelencia, la variedad de los criterios, la flexibilidad
de sus adaptaciones, se obtiene una comprensión más rica del
significado de términos como “mejor” y “peor”... Nuestras
capacidades críticas se desarrollan de una manera más precisa y
menos dogmática. Se simpatiza más con los errores de los hombres
incluso en el momento en que se entienden; se percibe el patbos
de causas perdidas
y de las equivocaciones de tiempos pasados incluso cuando se celebra
aquello que los venció,.. Lo que se conoce como el sentido crítico,
el sentido de los valores ideales, es la simpatía por el trabajo
bien hecho de un hombre dondequiera que se haya realizado, la
admiración por lo realmente admirable, el menosprecio de aquello que
es barato, de mala calidad y poco duradero, Es lo más importante de
lo que los hombres llaman sabiduría.
Todo ello nos remite a eso que
todavía hoy proclamamos como “la búsqueda de la excelencia”. Si
esta máxima no es hipócrita, sí resulta ineficaz. La educación
superior otorga títulos que certifican en teoría la excelencia,
pero luego se requieren pilas de cartas de recomendación para poder
distinguir a la persona realmente meritoria de las demás. Hace falta
también suponer que entre las cartas haya una que sea veraz y
contribuya a hacerse un juicio acertado. Como no parece suficiente,
también se solicita el resultado de exámenes supuestamente
objetivos. Es decir que no nos es posible reconocer a un buen hombre
cuando lo tenemos delante. No es capaz de reconocerlo la oficina de
ingresos, ni el jefe de personal y con demasiada frecuencia tampoco
el electorado. Se podría decir, como réplica a eso, que para poder
formarse una opinión atinada hace falta experiencia. Cierto, pero no
es menos cierto que una educación humanista no sólo ofrece una
experiencia indirecta sino que también prepara a la persona para
absorber rápidamente la experiencia que le proporcione la vida.
Hace falta inculcar a los
estudiantes desde el inicio estas respuestas a la pregunta de ¿para
qué sirve la disciplina' humanista? Es necesario hacerles entender,
o al menos aceptar provisionalmente, que sus estudios son
intensamente prácticos. Debidamente aprendidas, las humanidades
transformarán su mente y su carácter de una manera que no puede ser
descrita, pero que les será útil a lo largo de su vida.
Es tan importante hacer
explícita esa expectativa como abstenerse de emitir falsas promesas.
El estudio de las humanidades no hace a la persona más ética, más
tolerante, más alegre, más leal, más amable de corazón, más
exitosa con el sexo opuesto o más popular. Es posible que contribuya
a que algo de eso suceda, aunque sólo sea indirectamente, mediante
la consecución de una mente bien organizada, capaz de inquirir y
distinguir lo falso de lo verdadero y los hechos de la mera opinión;
una mente formada y capacitada para escribir, leer y calcular; una
mente atenta al mundo y abierta a cualquier buena influencia, aunque
sólo sea por haber estimulado la curiosidad y por estar seguro de
uno mismo.
Estas son cosas que uno puede
esperar, pero no hay garantía de que se logren. La vida, como la
medicina, no ofrece certeza alguna, pero se sigue viviendo y
acudiendo al médico. Por eso debe señalarse una vez más que, sin
exagerar las pretensiones de las humanidades, lo que hace falta es
que el maestro, el departamento, la junta de profesores, la
administración, el grupo indispensable de asesores, compartan todos
ellos la convicción de que su cuerpo de estudios tiene una utilidad,
una utilidad práctica en la vida cotidiana, a pesar de que nadie
pueda llegar a decir “Mi exposición ante el consejo de
administración ha sido mucho mejor gracias al estudio de Esquilo”.
El siguiente requisito es obvio
aunque difícil, el
conjunto de materias debe ser diseñado e impartido por humanistas.
Aunque existen no se les puede contratar al por mayor. De acuerdo con
el principio expuesto por James de poder reconocer a un buen hombre
cuando se le tiene delante, hace falta un humanista para encontrar a
otro que también lo sea. Eso no significa lanzarse a la búsqueda de
genios. Lo que hace falta no es un talento excepcional sino una
determinada actitud y hábito pedagógico. En la actualidad y a lo
largo de todo el país los departamentos de lengua inglesa, de
filosofía y de historia están llenos de gente muy competente y
erudita, pero sólo una minoría sería capaz de enseñar las
humanidades como
humanidades. La
experiencia de cincuenta años en Columbia ha demostrado una y otra
vez la validez de esta verdad empírica. Algunos de los que han sido
seleccionados para impartir los cursos de Civilización Contemporánea
y de Humanidades, o el Coloquio sobre los Libros Clásicas, han
fracasado, a menudo por el disgusto que les provocaba la tarea y con
frecuencia también por su temperamento muy poco humanista.
En parte, la razón del
fracaso es que no es posible enseñar las humanidades mediante
conferencias, la preparación de clases o la memorización. El método
socrático es el adecuado. Es el método de la discusión, pero no
tal como se suele practicar. El auténtico método supone un
intercambio dirigido y disciplinado, que se caracteriza por el orden
y la secuencia lógica. El instructor no debe forzar a que los
alumnos hablen de acuerdo con unos parámetros ya establecidos, sino
que debe, según la frase de Swift, “enfriar al sabihondo y
despertar al estúpido”, con el fin de desarrollar los temas pero
sin dejar que el interés decaiga.
El resultado es una
conversación en sentido incluyente. Invita al conocimiento, a la
fluidez verbal, la sensibilidad hacia las palabras, la cortesía, la
rápida apreciación de la fuerza de una observación, la lógica y a
la conciencia permanente de que la materia de las humanidades es
social no sólo en su génesis sino también en sus consecuencias. En
las humanidades, el Hombre ideal se dirige a otros hombres en cuanto
hombres y en una
interminable variedad de formas: a través del lenguaje en muchos
idiomas distintos; a través de la poesía, oral o escrita; a través
del discurso de la prosa y el teatro; la música y la danza; la
oratoria política y forense; la historia oral y escrita; el mito, la
religión y la teología. Todas estas actividades, que pensamos que
surgieron de los folletos universitarios o los comités de
profesores, son en realidad actividades sociales muy antiguas. Vistas
en su conjunto nos ofrecen toda la experiencia de la humanidad.
No es posible absorber, ni
siquiera adquirir un leve barniz de esta masa cristalizada de
pensamiento y emociones en una carrera universitaria, ni aun en toda
una vida. Por eso es importante seleccionar bien cuando se quiere
enseñar a los jóvenes, o a los que ya no lo son tanto, el
significado de ser humano. Como James indicó, hace falta cribar la
creación humana y utilizar los ejemplos más adecuados para dejar
una impresión duradera en las mentes que por edad, formación o
circunstancias no hayan podido percatarse de este tesoro.
Lo que condujo a la idea de
los Libros Clásicos fue la necesidad de escoger. La idea se le
ocurrió a George Edward Woodberry, de la Universidad de Columbia, a
principios del siglo XX; John Erskine transformó la idea en un curso
y posteriormente Mortimer Adler y Robert Hutchins la introdujeron en
Chicago y Saint John's. Esta idea ha cobrado ya su propia vida,
aunque de ningún modo sea la única manera de introducirse en las
humanidades. Está claro que parte del contenido debe consistir en
obras originales y no ser una tarea descriptiva o crítica de segunda
mano. Resulta mejor y más entretenido leer a Shakespeare que a un
comentarista de su obra y escuchar a Beethoven que hurgar en las
notas del programa. No hay duda de que un humanista recalcitrante y
de vocación estará en capacidad de elaborar un plan de estudios de
humanidades.
Pero debe ser un plan de
estudios, una secuencia, no un conjunto de cursos en los que se
picotee. A lo largo de los cuatro años debe exigirse que se cumpla
con las distintas partes de dicha secuencia en el orden adecuado. Un
poco de aquí y un poco de allá no lleva a ninguna parte y desde
luego no conduce a la adquisición de conocimientos sólidos ni a una
forma de pensar. Nadie puede esperar que egrese un licenciado
“humanizado” después de haber recibido una manita de literatura
universal y otra de historia del arte. La naturaleza misma del
propósito humanista excluye el sistema optativo. La persona no
preparada desde un punto de vista humanista no puede tener más que
opiniones de oídas, o ninguna en absoluto, sobre las materias a
elegir y las que nunca verá en absoluto. Una vez más hace falta
señalar que la naturaleza social de las humanidades está
lógicamente relacionada con el hecho de compartir una formación
común y un cuerpo común de conocimientos. La formación debe ser
progresiva, tanto si el plan de estudios se organiza históricamente
como por temas, y debe por ello enfrentarse al placer de poner en
práctica un conocimiento cada vez mayor a medida que se avanza sobre
los distintos segmentos. Las humanidades son, de todas las materias
imaginables, las que menos se prestan a ser acotadas y encajonadas.
Recordemos el deseo de Wilson de re-generalizar
a la nueva
generación.
Al defender la idea de que la
formación profesional es individualista y la cultura generalizadora
como social, Wilson puso sobre el tapete una cuestión política que
hace falta airear. Con demasiada frecuencia se discute empleando
términos vagos como “democracia” y “elitismo”:
supuestamente, las humanidades favorecerían lo último y remarían
en contra de lo primero. Este tipo de argumentos son tontamente
inconsistentes. La ignorancia de una persona en literatura y las
artes no le convierte en un demócrata ni su conocimiento de ellas le
hace un elitista. La posesión de conocimientos sirve para someter a
los demás a un poder injusto sólo si se Utilizan con ese preciso
propósito: un físico, un abogado o un clérigo pueden explotar o
humillar a otros, o pueden actuar de manera humanitaria y benéfica.
En cualquier caso resulta absurdo invocar la existencia de una
“élite” que maquina la opresión de los demás detrás de
cualquiera que saque partido de su status educativo. Como Wilson
sabía, los humanistas también son individualistas. En cuanto tales
son las últimas personas de las que se podría sospechar que
conspirarían contra los legos, que es todo lo que se quiere decir
con el estúpido término elitismo.
Lo que realmente representa un
peligro, mucho más que esa élite imaginaria, es la combinación
actual de una educación humanista especializada y a medio hacer.
Corremos el riesgo de convertimos en un país de pedantes. Empleo la
palabra literal y democráticamente para hacer referencia a los
millones de personas movidos por un cierto tipo de pasión en su
tiempo libre y en su vocación. En los dos aspectos de su vida esta
pasión se manifiesta en un parloteo pedante. Pienso en los
observadores de pájaros y los amantes de la naturaleza, en los
jóvenes que coleccionan discos y siguen de cerca la vida de los
cantantes de música y las estrellas de cine; me refiero al tipo de
conocimiento que tienen los fans de todas clases: los adictos al
béisbol y los fanáticos de la ópera, los devotos de los trenes
eléctricos y los coleccionistas de objetos, desde una primera
edición hasta el netsuke.
No sólo son pedantes porque
saben y recitan una enorme cantidad de datos (clamarían contra la
tiranía si una escuela les pidiera que aprendieran todo eso). Lo que
horroriza no es la cantidad de información que poseen, sino la
ausencia de toda reflexión al respecto, algún sentido de la
relación entre ello y ellos y el mundo. No tienen nada con lo que
comparar o contrastar, no adquieren ninguna perspectiva desde la cima
de su monstruosa masa de datos y no emerge ninguna generalización
que ilumine la monotonía de su esfuerzo. Todo su aprendizaje es
dinero estéril, carece de todo interés
porque en un
sentido estricto no tiene utilidad ninguna. Alguien podría
argumentar que sí se utiliza este conocimiento de datos cuando llega
el momento de comprar más libros raros, bandejas de plata o sellos
de correos. Pero eso no es utilizar el conocimiento para embellecer
la vida y destilar sabiduría, tal como puede hacerse con el
conocimiento que se tiene y se utiliza de manera humanista.
Estos comentarios no son los
de un outsider
desdeñoso. Me
encantan el béisbol, la ópera, los trenes eléctricos y las
historias policíacas, y sé algo de ello. Pero me deja consternado
que otras personas, que saben mucho más, no sepan hacer nada con
ello excepto reunirse con sus pares para intercambiar algunos
datos...
Los defensores de la educación
humanista tienden, como ha sido mi caso, a enfatizar la importancia
total que tiene en cuanto disciplina de la mente. Hablan de su
carácter formativo, y no tanto informativo, y exhortan a los
maestros a no olvidar que no les debe preocupar .tanto una exposición
larga y detallada de la materia sino el desarrollo de formas de
pensamiento y sentimientos. Algunos humanistas mencionan con un gesto
de orgullo que no les importa si diez años después un egresado ha
olvidado todo lo que ahí aprendió. Esta aseveración parece querer
distinguir la elevación de las humanidades de la inclinación
mundana de las profesiones. Es una pose ridícula. Si un estudiante
entiende de verdad lo que son las humanidades y para qué son, no
podrá evitar recordar en detalle los sucesivos elementos que le
llevaron a poseer una mente cultivada.
Por otra parte, las
humanidades son un gran vocabulario formado por términos, frases,
nombres, alusiones, caracteres, acontecimientos, máximas, réplicas:
miles de significados incorporados con los que es posible pensar y
evaluar el mundo. Todos estos son datos, todo esto es un conocimiento
qué recordar de manera precisa e inteligente. En ese sentido las
humanidades proporcionan, como cuerpo de conocimiento, un lenguaje
común. Se pide a gritos la “comunicación” y se habla de que se
carece de ella. Lo que se debería pedir en lugar de ello es que haya
más conversación, que a duras penas practican los pedantes. Pues la
conversación es el principio de una buena sociedad y una buena vida.
Es la llave que abre las celdas que son nuestras profesiones,
nuestros hobbies y,
en no menor medida, nuestras bellas artes y nuestra vida académica.
viernes, 17 de mayo de 2019
¿Pueden pensar las máquinas?
El
desarrollo de la web semántica será importante para estructurar y
dar significado a los datos para que puedan ser útiles para las
personas y las computadoras.
La
importancia de la web semántica (Otras Fuentes)
Sonia
Pacheco Moreno, profesora de The Valley DBS
21/10/2016
13:48 Actualizado
a18/09/2017 17:33
Hoy
casi todo está en Internet. El problema radica en buscar la
información correctamente y, lo que es más complicado, encontrar lo
que uno busca de manera precisa.
Disponemos
de millones y millones de webs, si bien un 75% están inactivas.
Tantas, que si medimos el tamaño de la ‘www’ por el tráfico
online generado, ya estaríamos inmersos en la era Zettabyte (un
zettayte=1021 bytes) según Cisco y su Visual Networking Index. La
cifra equivale aproximadamente a unos 36.000 años de vídeo en alta
resolución.
Más de 336 millones de
dominios se han dado de alta en el último trimestre en todo el
mundo. Aunque parezca mucho, solo estamos en el inicio: en España,
por ejemplo, el ratio de registro de dominio (.es) por habitante es
de 23 por cada 1.000. En uno de los países más activos en este
ámbito, Alemania, cuenta con un ratio de hasta 190 por cada 1.000
habitantes, lo que da cuenta de que hay mucho más recorrido con webs
y aplicaciones que están por llegar. Nunca la humanidad tuvo a su
alcance tanta información con tan fácil acceso.
La cifra En
los últimos tres meses se han dado de alta 336 millones de dominios.
Un millón y medio por hora.
A todo esto hay que añadir
que cualquier persona, independientemente de su edad, con o sin
formación, puede crear contenidos y volcarlos en la red en pocos
segundos, sobre todo desde la aparición de los smartphone. Esta
facilidad se traduce en millones de personas generando contenido a
diario: un 29% de la población dispone de cuenta en alguna red
social, empleando en ellas un tiempo de 2,4 horas al día.
Los humanos le damos
significado a toda la información que hay en la red (exdez)
Sin embargo, para la web
actual, toda la información existente carece de significado. Las
máquinas no entienden su sentido, salvo que el humano detrás de la
pantalla pueda dárselo. La ‘www’ fue concebida de manera que
unas webs enlazaban con otras webs, pero los enlaces, desde el punto
de vista del sistema, necesitan que los humanos les doten de
significado (una web no sabe que el link pertenece a la home de otra
web o al enlace de una cuenta de social media, o a un fichero pdf).
Puede sorprender que, habiendo
creado sistemas complejos de computación, aún hoy mucha parte del
trabajo lo debamos realizar las personas. En el caso de las búsquedas
y tratamiento de la información en Internet, son los usuarios los
que deben extraer la información, contextualizarla, resumirla,
interpretarla y organizarla.
Las máquinas no entienden el
significado de la información, a no ser que el humano pueda dársela”
Pongamos un ejemplo: si
alguien busca un hotel en una zona específica donde alojarse en
Londres, y pregunta en un buscador genérico ‘¿Dónde alojarse en
La City?’, las cientos de miles de respuestas no responderán a
esta pregunta concreta. ¿El motivo? El buscador no entiende la
pregunta ni tampoco los términos de la misma. Es el usuario quien
debe navegar resultado por resultado para comprobar que la
información de cada uno de los enlaces puede resultar la adecuada a
su búsqueda.
Parece que hemos diseñado
estos sistemas complejos de computación solo para presentar la
información de manera muy veloz, pero no para llevar a cabo esas
labores de las cuales nos encargamos en la actualidad y consumen
mucho de nuestro tiempo. Todo indica que en algunos aspectos no
aprovechamos de manera óptima las posibilidades que ofrecen Internet
y nuestros dispositivos.
¿Podemos
hacer que esto cambie?
La
web semántica, sí. Da significado y estructura los datos para que
puedan ser útiles para las personas y también para las máquinas;
para que puedan elaborar información de utilidad sin que los
usuarios tengan que malgastar tiempo y esfuerzo. Así se conseguirá
un nivel de automatización tal que ayude a los usuarios a realizar
con eficacia y eficiencia las tareas de búsqueda, interpretación o
clasificación de la información, entre otras. Esto va a permitir el
desarrollo de aplicaciones, programas y agentes, redefiniendo con una
alta probabilidad la relación hombre-máquina que hoy en día
conocemos y abriendo, por tanto, nuevos usos y formas relación
máquina-máquina, las cuales podrán generar conocimiento de manera
autónoma.
El mayor impulsor de la web
semántica es Tim Berners-Lee, padre de la ‘www’. El británico
ya se refería a esta web semántica, en 2001, de la siguiente
manera: “No es una web independiente sino una extensión de la
actual, en la que se da información de significado bien definido,
que puede permitir que ordenadores y las personas trabajen en
cooperación”. El mismo indicaba que “la Web se ha desarrollado
rápidamente como un medio de documentos para las personas más que
un lugar para que los datos y la información pueda ser procesada de
forma automática.
Cinco años después,
Berners-Lee presentó el concepto Linked Data: no vale dar
significado a los conceptos, hay que enlazarlos unos con otros. Todo
esto le lleva a ser un firme defensor del Open Data que está
íntimamente ligado a la buena marcha de la web semántica.
Nos
encontramos ya en la era de los Zettabytes (Otras Fuentes)
Pero
despegar todo el potencial de la web semántica es un trabajo arduo y
complejo cuyo éxito depende en gran medida de varios factores, entre
otros, los avances en el desarrollo de herramientas como los
anotadores semiautomáticos y aplicaciones en Procesamiento de
Lenguaje Natural, una disciplina englobada dentro del campo de la
Inteligencia Artificial.
El PLN trabaja para hacer
comprender a las computadoras y los sistemas el lenguaje que hablamos
los humanos, porque las máquinas en la actualidad no disponen de la
capacidad para entender lo que decimos. Se trata de una tarea aún no
resuelta a nivel computacional: los sistemas pueden dominar la
sintaxis de una lengua, pero no su significado conceptual. Esto se
debe a la complejidad que de la propia lengua. Por ese motivo se nos
escapa una sonrisa cuando ciertas aplicaciones como los asistentes de
voz no nos comprenden o transcriben erróneamente lo que decimos.
Algunos Data Scientists
señalan que la inteligencia artificial ha tenido cierto nivel de
éxito en todo aquello que tiene que ver con la lógica, no así con
respecto al procesamiento del lenguaje humano.
Ese es precisamente el
objetivo de la web semántica: dotar de significado a los datos. Es
decir, si buscáramos respuestas a preguntas como: ¿Qué ciudad es
más grande, Tokio o Bangkok? obtendríamos una respuesta clara y
precisa, al contrario del enfoque actual donde el usuario tiene que:
1) buscar los habitantes de Tokio; 2) Discriminar y elegir una fuente
fidedigna; 3) Anotar el resultado; 4) 5) 6) realizar los mismos pasos
para Bangkok; 7) comparar resultados.
Con la web semántica esto no
ocurriría. El sistema sería capaz de realizar estas operaciones por
sí mismo; extraería el dato de fuentes fidedignas, incluso aquellas
que estuvieran en un idioma diferente. Por este motivo Berner-Lee
aboga por el Open Data, ya que es necesario que los datos estén
disponibles para que esta magia ocurra. Afortunadamente cada vez hay
más instituciones que permiten el acceso a los mismos - por ejemplo
en España http://datos.gob.es- .
La
web semántica permite dotar de significado a los datos
Pero
antes de que todo esto sea posible, hay que afrontar uno de los
mayores retos de la web semántica: el traslado unificado de la base
conceptual del mundo que nos rodea. Es decir, estandarizar,
independientemente de la lengua, todo el conocimiento universal que
aglutina la ‘www’.
Ante este reto surge la
siguiente pregunta: ¿Cómo y quién se va a encargar de esta inmensa
tarea? Parece que, por el momento, necesitaremos inteligencia y
esfuerzo colectivo para llevarlo a cabo, y ya se están incentivando
ciertos estímulos para los más ‘adelantados de la clase’. De no
ser así, y con la cantidad de información que se espera en los
próximos cinco años, tal vez empecemos a preguntarnos sobre la
calidad de las respuestas ofrecidas por los buscadores y estos
últimos sobre sus modelos de negocio.
De tener éxito creando este
complejo sistema, tal vez tendríamos que empezar a plantearnos muy
seriamente la pregunta más famosa de Alan Turing: Can Machines
Think? (¿Pueden pensar las máquinas?).
Texto
ofrecido por: The
Valley Digital Business School
Tedio, Charles Baudelaire
Charles Pierre Baudelaire (París, 9 de abril de 1821-31 de agosto de 1867)
Al lector (Las flores del mal)
La necedad, el error, el pecado, la tacañería,
Ocupan nuestros espíritus y trabajan nuestros cuerpos,
Y alimentamos nuestros amables remordimientos,
Como los mendigos nutren su miseria.
Nuestros pecados son testarudos, nuestros arrepentimientos cobardes;
Nos hacemos pagar largamente nuestras confesiones,
Y entramos alegremente en el camino cenagoso,
Creyendo con viles lágrimas lavar todas nuestras manchas.
Sobre la almohada del mal está Satán Trismegisto
Que mece largamente nuestro espíritu encantado,
Y el rico metal de nuestra voluntad
Está todo vaporizado por este sabio químico.
¡Es el Diablo quien empuña los hilos que nos mueven!
A los objetos repugnantes les encontramos atractivos;
Cada día hacia el Infierno descendemos un paso,
Sin horror, a través de las tinieblas que hieden.
Cual un libertino pobre que besa y muerde
el seno martirizado de una vieja ramera,
Robamos, al pasar, un placer clandestino
Que exprimimos bien fuerte cual vieja naranja.
Oprimido, hormigueante, como un millón de helmintos,
En nuestros cerebros bulle un pueblo de demonios,
Y, cuando respiramos, la Muerte a los pulmones
Desciende, río invisible, con sordas quejas.
Si la violación, el veneno, el puñal, el incendio,
Todavía no han bordado con sus placenteros diseños
El lienzo banal de nuestros tristes destinos,
Es porque nuestra alma, ¡ah! no es bastante osada.
Pero, entre los chacales, las panteras, los podencos,
Los simios, los escorpiones, los gavilanes, las sierpes,
Los monstruos chillones, aullantes, gruñones, rampantes
En la jaula infame de nuestros vicios,
¡Hay uno más feo, más malo, más inmundo!
Si bien no produce grandes gestos, ni grandes gritos,
Haría complacido de la tierra un despojo
Y en un bostezo tragaríase el mundo:
¡Es el Tedio! — los ojos preñados de involuntario llanto,
Sueña con patíbulos mientras fuma su pipa,
Tú conoces, lector, este monstruo delicado,
—Hipócrita lector, —mi semejante, — ¡mi hermano!
De la ignorancia al pensar
José
Antonio Robledo y Meza
Colegio
de Filosofía, FFyL-BUAP
Cel.
2223703233
¿Qué debe saber hacer un estudiante que egresa de una universidad se le enseñe o no? La respuesta depende de la intención del estudiante en cuestión. ¿Quiere un certificado? ¿Quiere ser profesor? ¿Quiere aprender a pensar? De esta última cuestión me ocuparé.
Todo problema como tal nace
cuando el espíritu se halla en una situación intermedia entre la
ignorancia y el saber. No hay problema para el ignorante, como
tampoco lo hay para el sabio. La noción misma de problema va unida a
la de filosofía, es decir, de deseo o amor a la sabiduría.
¿Qué debe saber hacer un estudiante que egresa de una universidad se le enseñe o no? La respuesta depende de la intención del estudiante en cuestión. ¿Quiere un certificado? ¿Quiere ser profesor? ¿Quiere aprender a pensar? De esta última cuestión me ocuparé.
Los
humanes sabemos muchas cosas, tenemos información que nos interesa
de muchos tipos: de valor histórico, de interés intelectual, de
importancia práctica (tecnología) de profundo conocimiento
teorético (filosofía, teología, geometría, matemáticas y
ciencia) que nos procuran comprensión del mundo y el Universo; pero
también reconocemos que es infinita nuestra ignorancia. Adquirimos
conciencia de nuestra ignorancia por: a) el conocimiento adquirido en
la vida cotidiana y en el campo de las ciencias; b) la reflexión que
a cada paso que damos en la solución de un problema nos permite
descubrir nuevos problemas incluso ahí donde creíamos estar en
terreno firme.
¿Cómo
adquirimos saberes y conocimientos? Al estudiar aprendemos;
adquirimos saberes y conocimientos, y, con esto, desarrollamos las
condiciones para formular nuevos problemas ya que el estudio al mismo
tiempo que nos abre las puertas de los saberes y conocimientos, nos
da conciencia de nuestra ignorancia. El estudio hace posible que
adquiramos distintas habilidades y capacidades -como las de dudar y
sorprendernos y la creatividad-. El estudio al ayudarnos a formular
problemas nos conduce a pensar, a investigar. Por lo dicho, los
humanes reconocemos que día a día crecen nuestros saberes y
conocimientos pero al mismo tiempo que nuestra ignorancia es casi
infinita. Y esta tensión entre saber e ignorancia se mantiene todo
el tiempo.
Todo
saber es para el pensador una fuente de problemas y es con problemas
que se mantiene vivo el pensar. Son los problemas -la tensión entre
saber, conocer e ignorar lo que le dan sentido al pensar. Después
sigue el análisis del problema y los ensayos de solución y su
correspondiente argumentación.
Una
fuente del pensar nos lo proporcionan las contradicciones contenidas
en nuestros saberes y conocimientos; otra son las contradicciones
presentadas entre los saberes y los hechos a los que se pretende dar
cuenta. Sea uno u otro el caso el problema es conceptual ya que si el
problema viniera del mundo práctico esto nos obligaría a meditar,
teorizar, especular, dando con ello lugar a conceptualizaciones.
Continuemos
con un par de ejemplos. Imaginemos que nos preguntamos ¿Qué es la
vida humana? Antes de ir por la respuesta es necesario saber qué
tipo de pregunta se está uno haciendo. Y la pregunta que nos hacemos
es conceptual ya que la pregunta: ¿Qué es la vida humana? exige una
definición del concepto "vida humana". Y aquí surgen más
preguntas. ¿Por qué puede uno preguntarse tal cosa? ¿Por qué es
uno capaz de preguntarse tal cosa? ¿Eso tiene el sentido de por qué
es necesario preguntarse tal cosa? La legitimidad de la pregunta es
epistémica ya que el hombre siempre se ha mostrado como un animal
curioso que sabe muchas cosas pero que también ignora muchas más.
Otra pregunta derivada de la original sería: ¿Uno tiene el derecho
de saber que es la vida humana? Esta pregunta apunta por la necesidad
biológica de saberlo. ¿Es necesario saberlo? Esta pregunta apunta
por las razones, esto es, por la necesidad de explicar por qué hay
vida humana.
Hemos
repetido varias veces el por qué tal o cual cosa lo que equivale a
preguntarse por las causas de la vida humana, o en otras palabras, la
vida humana es efecto de qué circunstancias. Finalmente podemos
preguntarnos por las características de la vida humana ¿Cómo se
manifiesta? ¿De qué manera? ¿En qué forma? ¿Qué sería un
ejemplo de vida humana?
Ahora
hagamos un pequeño ejercicio. Supón que eres astronautas, y que tu
nave espacial cae en un planeta desconocido para ti. ¿Qué es lo que
harías una vez recobrado el conocimiento? Lógicamente, las cuatro
primeras preguntas que un humán haría en tales circunstancias
serían: ¿dónde estoy?, ¿cómo lo sé?, ¿qué debo hacer?, ¿cómo
le hago? Estas preguntas, fundamentales para el estudio de la
existencia y por ende, para la supervivencia humana, son respondidas
por las cuatro primeras ramas de la filosofía: metafísica (¿dónde
estoy?, ¿de dónde vengo?, ¿a dónde voy?), epistemología (¿cómo
lo sé?), ética (¿qué debo hacer?) y política (¿cómo le hago?).
¿Dónde
estoy? Los aportes del pensar no me dirán si estoy en Cholula o en
Ámsterdam o en otro lugar (aun cuando me dará las herramientas
necesarias para averiguarlo); sin embargo, ayudará a comprender el
dilema: ¿estoy en un mundo gobernado por leyes estables, firmes,
cognoscibles, absolutas? ¿O estoy en un caos incomprensible? ¿Las
cosas a mí alrededor son reales, o son sólo una ilusión? ¿Existen
independientemente de mi voluntad o son creadas por mi mente? ¿Puedo
cambiarlas según mi voluntad o no? De estas preguntas se ocupa la
Metafísica, que es el estudio de la naturaleza de la existencia como
tal.
¿Cómo
lo sé? Como el humán no es omnisciente ni infalible, debe descubrir
el mundo, averiguar qué es el conocimiento y cómo probar la validez
de sus conclusiones al respecto. ¿Adquiere saber por un proceso
racional o por una súbita revelación, o por instintos, o por acto
reflejo? ¿Es la razón competente para descubrir la realidad o el
humán posee alguna otra facultad superior o paralela a la razón?
¿Puede estar seguro de algo o está condenado a vivir en una duda
perpetua? De todo ello se ocupa la epistemología, que estudia el
conocimiento y el medio de adquirirlo.
¿Qué
debería hacer? Las investigaciones a las dos primeras preguntas
determinarán la respuesta a la tercera. ¿Qué es bueno y malo para
el humán, y por qué? ¿Su preocupación debería ser alcanzar la
felicidad o huir del sufrimiento? ¿Debería perseguir sus propias
metas, o subordinarse a las de los demás? De ello se ocupa la ética,
rama del pensar que estudia el modo en que un hombre debería
comportarse.
A
su vez, la respuesta que da la ética determina cómo el humán
debería tratar con otros humanes, lo que involucra la cuarta rama de
la filosofía, la política, directamente basada en las primeras
tres, que define los principios de un sistema social adecuado.
Analiza
cada pregunta y te percatarás que algunas tienen tanto componentes
teóricos como prácticos. Lo dicho hasta aquí nos permite inferir
que:
1)
No hay problema sin ignorancia.
2)
No hay problema sin conocimientos y saberes.
3)
No hay pensar sin ignorancia.
4)
No hay pensar sin conocimientos y saberes.
5)
No hay pensar sin problemas, i.e., sin ignorancia y conocimientos y
saberes.
Si
retomamos la pregunta inicial ¿Qué debe saber hacer un estudiante
que egresa de una universidad se le enseñe o no? concluyo que es el
reconocimiento de que la ignorancia nos pone en el camino del estudio
y de los problemas, y son el carácter y la cualidad de éstos -los
problemas- juntamente con su análisis, la audacia y singularidad de
las soluciones propuestas lo que determina el valor o falta de valor
del pensar. Y una forma de problematizar es formulando preguntas así
que un estudiante que aspire a formarse como pensador no debe
conformarse con repetir soluciones sino, por el contrario, debe
habilitarse como un formulador de preguntas.
Puebla,
Pue., Plazas de Guadalupe
16
de mayo del 2019
jueves, 16 de mayo de 2019
La visión dionisiaca del mundo
Federico
Nietzsche, 1871
En El
nacimiento de la tragedia,
(traducción de Andrés Sanchez Pascual), Madrid, Editorial Alianza.
Los
griegos, que en sus dioses dicen y a la vez callan la doctrina
secreta de su visión del mundo, erigieron dos divinidades, Apolo y
Dioniso, como doble fuente de su arte. En la esfera del arte, estos
nombres representan antítesis estilísticas que caminan una junto a
otra, casi siempre luchando entre sí, y que sólo una vez aparecen
fundidas, en el instante del florecimiento de la «voluntad»
helénica, formando la obra de arte de la tragedia ática. En dos
estados, en efecto, alcanza el ser humano la delicia de la
existencia: en el sueño y en la embriaguez. La bella apariencia del
mundo onírico, en el que cada hombre es artista completo, es la
madre de todo arte figurativo y también, como veremos, de una mitad
importante de la poesía. Gozamos en la comprensión inmediata de la
figura, todas las formas nos hablan; no existe nada indiferente e
innecesario. En la vida suprema de esta realidad onírica tenemos,
sin embargo, el sentimiento traslúcido de su apariencia; sólo
cuando ese sentimiento cesa es cuando comienzan los efectos
patológicos, en los que ya el sueño no restaura, y cesa la natural
fuerza curativa de sus estados. Mas, en el interior de esa frontera,
no son sólo acaso las imágenes agradables y amistosas las que
dentro de nosotros buscamos con aquella inteligibilidad total:
también las cosas serias, tristes, oscuras, tenebrosas, son
contempladas con el mismo placer, sólo que también aquí el velo de
la apariencia tiene que estar en un movimiento ondeante, y no le es
lícito encubrir del todo las formas básicas de lo real. Así, pues,
mientras que el sueño es el juego del ser humano individual con lo
real, el arte del escultor (en sentido amplio) es el juego con el
sueño. La estatua en cuanto bloque de mármol, es algo muy real,
pero lo real de la estatua en cuanto figura onírica es la persona
viviente del dios. Mientras la estatua flota aún como imagen de la
fantasía ante los ojos del artista, éste continúa jugando con lo
real; cuando el artista traspasa esa imagen al mármol, juega con el
sueño.
¿En
qué sentido fue posible hacer de Apolo el dios del arte? Sólo en
cuanto es el dios de las representaciones oníricas. El es «el
Resplandeciente» de modo total: en su raíz más honda es el dios
del sol y de la luz, que se revela en el resplandor. La «belleza»
es su elemento: eterna juventud le acompaña. Pero también la bella
apariencia del mundo onírico es su reino: la verdad superior, la
perfección propia de esos estados que contrasta con la sólo
fragmentariamente inteligible realidad diurna, elévalo a la
categoría de dios vaticinador, pero también ciertamente de dios
artístico. El dios de la bella apariencia tiene que ser al mismo
tiempo el dios del conocimiento verdadero. Pero aquella delicada
frontera que a la imagen onírica no le es lícito sobrepasar para no
producir un efecto patológico, pues entonces la apariencia no sólo
engaña, sino que embauca, no es lícito que falte tampoco en la
esencia de Apolo: aquella mesurada limitación, aquel estar libre de
las emociones más salvajes, aquella sabiduría y sosiego del
dios-escultor. Su ojo tiene que poseer un sosiego «solar»: aun
cuando esté encolerizado y mire con malhumor, se halla bañado en la
solemnidad de la bella apariencia.
El
arte dionisíaco, en cambio, descansa en el juego con la embriaguez,
con el éxtasis. Dos poderes sobre todo son los que al ingenuo hombre
natural lo elevan hasta el olvido de sí que es propio de la
embriaguez, el instinto primaveral y la bebida narcótica. Sus
efectos están simbolizados en la figura de Dioniso. En ambos estados
el principium individuationis (principio de individuación) queda
roto, lo subjetivo desaparece totalmente ante la eruptiva violencia
de lo general-humano, más aún, de lo universal-natural. Las fiestas
de Dioniso no sólo establecen un pacto entre los hombres, también
reconcilian al ser humano con la naturaleza. De manera espontánea
ofrece la tierra sus dones, pacíficamente se acercan los animales
más salvajes: panteras y tigres arrastran el carro, adornado con
flores, de Dioniso. Todas las delimitaciones de casta que la
necesidad y la arbitrariedad han establecido entre los seres humanos
desaparecen: el esclavo es hombre libre, el noble y de humilde cuna
se unen para formar los mismos coros báquicos. En muchedumbres cada
vez mayores va rodando de un lugar a otro el evangelio de la «armonía
de los mundos»: cantando y bailando manfiéstase el ser humano como
miembro de una comunidad superior, más ideal: ha desaprendido a
andar y a hablar. Más aún: se siente mágicamente transformado, y
en realidad se ha convertido en otra cosa. Al igual que los animales
hablan y la tierra da leche y miel, también en él resuena algo
sobrenatural. Se siente dios: todo lo que vivía sólo en su
imaginación, ahora eso lo percibe en sí. ¿Qué son ahora para él
las imágenes y las estatuas? El ser humano no es ya un artista, se
ha convertido en una obra de arte, camina tan extático y erguido
como en sueños veía caminar a los dioses. La potencia artística de
la naturaleza, no ya la de un ser humano individual, es la que aquí
se revela: un barro más noble, un mármol más precioso son aquí
amasados y tallados: el ser humano. Este ser humano configurado por
el artista Dioniso mantiene con la naturaleza la misma relación que
la estatua mantiene con el artista apolíneo.
Así
como la embriaguez es el juego de la naturaleza con el ser humano,
así el acto creador del artista dionisíaco es el juego con la
embriaguez. Cuando no se lo ha experimentado en sí mismo, ese
estasdo sólo se lo puede comprender de manera simbólica: es algo
similar a lo que ocurre cuando se sueña y a la vez se barrunta que
el sueño es sueño. De igual modo, el servidor de Dioniso tiene que
estar embriagado y, a la vez, estar al acecho detrás de sí mismo
como observador. No en el cambio de sobriedad y embriaguez, sino en
la combinación de ambos se muestra el artista dionisíaco.
Esta
combinación caracteriza el punto culminante del mundo griego: sólo
Apolo es dios del arte en Grecia, y su poder fue el que de tal modo
moderó a Dioniso, que irrumpía desde Asia, que pudo surgir la más
bella alianza fraterna. Aquí es donde con más facilidad se
aprehende el increíble idealismo del ser helénico: un culto natural
que entre los asiáticos significa el más tosco desencadenamiento de
los instintos inferiores, una vida animal panhetérica, que durante
un tiempo determinado hace saltar todos los lazos sociales, eso quedó
convertido entre ellos en una festividad de redención del mundo, en
un día transfiguración. Todos los instintos sublimes de su ser se
revelaron en esta idealización de la orgía.
Pero
el mundo griego nunca había corrido mayor peligro que cuando se
produjo la tempestuosa irrupción del nuevo dios. A su vez, nunca la
sabiduría del Apolo délfico se mostró a una luz más bella. Al
principio resistiéndose a hacerlo, envolvió al potente adversario
en el más delicado de los tejidos, de modo que éste apenas pudo
advertir que iba caminando semiprisionero. Debido a que los
sacerdotes délficos adivinaron el profundo efecto del yo culto sobre
los procesos sociales de regeneración y lo favorecieron de acuerdo
con sus propósitos políticos-religiosos, debido a que el artista
apolíneo sacó enseñanzas, con discreta moderación, del arte
revolucionario de los cultos báquicos, debido, finalmente, a que en
el culto délfico el dominio del año quedó repartido entre Apolo y
Dioniso, ambos salieron, por así decirlo, vencedores en el certamen
que los enfrentaba: una reconciliación celebrada en el campo de
batalla. Si se quiere ver con claridad de qué modo tan poderoso el
elemento apolíneo refrenó lo que de irracionalmente sobrenatural
había en Dioniso, piénsese que en el período más antiguo de la
música el género ditirámbico era al mismo tiempo hersicástico
(calmante). Cuanto más vigorosamente fue creciendo el espíritu
artístico apolíneo, tanto más libremente se desarrolló el dios
hermano Dioniso: al mismo tiempo que el primero llegaba a la
visión plena, inmóvil, por así decirlo, de la belleza, en la época
de Fidias, el segundo interpretaba en la tragedia los enigmas y los
horrores del mundo y expresaba en la música trágica el pensamiento
más íntimo de la naturaleza, el hecho de que la «voluntad» hila
en y por encima de todas las apariencias.
Aun
cuando la música sea también un arte apolíneo, tomadas las cosas
con rigor sólo lo es el ritmo, cuya fuerza figurativa fue
desarrollada hasta convertirla en exposición de estados apolíneos:
la música de Apolo es arquitectura en sonidos, y además, en sonidos
sólo insinuados, como son los propios de la cítara. Cuidadosamente
se mantuvo apartado cabalmente el elemento que constituye el carácter
de la música dionisíaca, más aún, de la música en cuanto tal, el
poder estremecedor del sonido y el mundo completamente incomparable
de la armonía. Para percibir ésta poseía el griego una
sensibilidad finísima, como es forzoso inferir de la rigurosa
caracterización de las tonalidades, si bien en ellos es mucho menor
que en el mundo moderno la necesidad de una armonía acabada, que
realmente suene. En la sucesión de armonías, y ya en su
abreviatura, en la denominada melodía, la «voluntad» se revela con
total inmediatez sin haber ingresado antes en ninguna apariencia.
Cualquier individuo puede servir de símbolo, servir, por así
decirlo, de caso individual de una regla general; pero, a la inversa,
la esencia de lo aparencial la expondrá el artista dionisíaco, de
un modo inmediatamente comprensible: él manda, en efecto sobre el
caos de la voluntad no devenida aún figura, y puede sacar de él, en
cada momento creador, un mundo nuevo, pero también el antiguo,
conocido como apariencia. En este último sentido es un músico
trágico.
En
la embriaguez dionisíaca, en el impetuoso recorrido de todas las
escalas anímicas durante las excitaciones narcóticas, o en el
desencadenamiento de los instintos primaverales, la naturaleza se
manifiesta en su fuerza más alta: vuelve a juntar a los individuos y
los hace sentirse como una sola cosa, de tal modo que el principium
individuatonis (el principio de individuación) aparece, por así
decirlo, como un permanente estado de debilidad de la voluntad.
Cuanto más decaida se encuentra la voluntad, tanto más egoísta,
arbitrario es el modo como el individuo está desarrollado, tanto más
débil es el organismo al que sirve. Por esto, en aquellos estados
prorrumpe, por así decirlo, un rasgo sentimental de la voluntad, un
sollozo de la criatura, por las cosas perdidas: en el placer supremo
resuena el grito del espanto, los gemidos nostálgicos de una pérdida
insustituible.
La
naturaleza exuberante celebra a la vez sus saturnales y sus exequias.
Los afectos de sus sacerdotes están mezclados del modo más
prodigioso, los dolores despiertan placer, el júbilo arranca del
pecho sonidos llenos de dolor. El dios ha liberado a todas las cosas
de sí mismas, transformado todo. El canto y la mímica de las masas
excitadas de ese modo, en las que la naturaleza ha cobrado voz y
movimiento, fueron para el mundo greco-homérico algo completamente
nuevo e inaudito; para él era algo oriental, a lo que tuvo que
someter con enorme energía rítmica y plástica y que sometió, como
sometió en aquella época el estilo de los templos egipcios. Fue el
pueblo apolíneo el que aherrojó al instinto prepotente con las
cadenas de la belleza; él fue el que puso el yugo a los elementos
más peligrosos de la naturaleza, a sus bestias más salvajes.
Cuando
más admiramos el poder idealista de Grecia es al comparar su
espiritualización de la fiesta de Dioniso con lo que en otros
pueblos surgió de idéntico origen. Festividades similares son
antiquísimas, y se las puede demostrar por doquier, siendo las más
famosas las que se celebraban en Babilonia bajo el nombre de los
saces (pueblo nómade del Asia antigua). Aquí, en una fiesta que
duraba cinco días, todos los lazos públicos y sociales quedaron
rotos; pero lo central era el desenfreno sexual, la aniquilación de
toda relación familiar... La contrapartida de esto nos la ofrece la
imagen de la fiesta griega de Dioniso trazada por Eurípides en Las
bacantes: de esa imagen fluyen el mismo encanto, la
misma transfiguradora embriaguez musical que Escopas y
Praxíteles condensaron en estatuas. Un mensajero narra que, en el
calor del mediodía, ha subido con los rebaños a las cumbres de las
montañas: es el momento justo y el lugar justo para ver cosas no
vistas; ahora Pan duerme, ahora el cielo es el trasfondo inmóvil de
una aureola, ahora florece el día. En una pradera el mensajero
divisa tres coros de mujeres, que yacen diseminados por el suelo en
actitud decente: muchas mujeres se han apoyado en troncos de abetos:
todas las cosas dormitan.
De
repente la madre de Penteo comienza a dar gritos de júbilo, el sueño
queda ahuyentado, todas se ponen de pie, un modelo de nobles
costumbres; las jóvenes muchachas y las mujeres dejan caer los rizos
sobre los hombros, la piel de venado es puesta en orden, si, al
dormir, los lazos y las cintas se habían soltado. Las mujeres se
ciñen con serpientes, que lamen confiadamente sus mejillas, algunas
toman en sus brazos lobos y venados jóvenes y los amamantan. Todas
se adornan con coronas de hiedra y con enredaderas; una percusión
con el tirso en las rocas, y el agua sale a borbotones; un golpe con
el bastón en el suelo, y un manantial de vino brota. Dulce miel
destila de las ramas; basta que alguien toque el suelo con las puntas
de los pies para que brote leche blanca como la nieve. Este es un
mundo sometido a una transformación mágica total, la naturaleza
celebra su festividad de reconciliación en el ser humano.
¡Sapere Aude! ¿Qué es la ilustración?
Immanuel
Kant, 1784
La ilustración es la
liberación del hombre de su culpable incapacidad. La
incapacidad significa la imposibilidad de servirse de su
inteligencia sin la guía de otro. Esta incapacidad es culpable
porque su causa no reside en la falta de inteligencia sino de
decisión y valor para servirse por sí mismo de ella sin la tutela
de otro. ¡Sapere aude! ¡Ten el valor de servirte de
tu propia razón! : he aquí el lema de la ilustración.
La pereza y la cobardía son
causa de que una tan gran parte de los hombres continúe a gusto en
su estado de pupilo, a pesar de que hace tiempo la Naturaleza los
liberó de ajena tutela (naturaliter majorennes); también lo son que
se haga tan fácil para otros erigirse en tutores. ¡Es tan cómodo
no estar emancipado! Tengo a mi disposición un libro que me presta
su inteligencia, un cura de almas que me ofrece su conciencia, un
médico que me prescribe las dietas, etc., etc., así que no necesito
molestarme. Si puedo pagar no me hace falta pensar: ya habrá otros
que tomen a su cargo, en mi nombre, tan fastidiosa tarea. Los
tutores, que tan bondadosamente se han arrogado este oficio, cuidan
muy bien que la gran mayoría de los hombres (y no digamos que todo
el sexo bello) considere el paso de la emancipación, además de muy
difícil, en extremo peligroso. Después de entontecer sus animales
domésticos y procurar cuidadosamente que no se salgan del camino
trillado donde los metieron, les muestran los peligros que les
amenazarían caso de aventurarse a salir de él. Pero estos peligros
no son tan graves pues, con unas cuantas caídas aprenderían a
caminar solitos; ahora que, lecciones de esa naturaleza, espantan y
le curan a cualquiera las ganas de nuevos ensayos.
Es, pues, difícil para cada
hombre en particular lograr salir de esa incapacidad, convertida casi
en segunda naturaleza. Le ha cobrado afición y se siente realmente
incapaz de servirse de su propia razón, porque nunca se le permitió
intentar la aventura. Principios y fórmulas, instrumentos mecánicos
de un uso o más bien abuso, racional de sus dotes naturales, hacen
veces de ligaduras que le sujetan a ese estado. Quien se desprendiera
de ellas apenas si se atrevería a dar un salto inseguro para salvar
una pequeña zanja, pues no está acostumbrado a los movimientos
desembarazados. Por esta razón, pocos son los que, con propio
esfuerzo de su espíritu, han logrado superar esa incapacidad y
proseguir, sin embargo, con paso firme.
Pero ya es más fácil que el
público se ilustre por sí mismo y hasta, si se le deja en libertad,
casi inevitable. Porque siempre se encontrarán algunos que piensen
por propia cuenta, hasta entre los establecidos tutores del gran
montón, quienes, después de haber arrojado de sí el yugo de la
tutela, difundirán el espíritu de una estimación racional del
propio valer de cada hombre y de su vocación a pensar por sí mismo.
Pero aquí ocurre algo particular: el público, que aquellos
personajes uncieron con este yugo, les unce a ellos mismos cuando son
incitados al efecto por algunos de los tutores incapaces por completo
de toda ilustración; que así resulta de perjudicial inculcar
prejuicios, porque acaban vengándose en aquellos que fueron sus
sembradores o sus cultivadores. Por esta sola razón el público sólo
poco a poco llega a ilustrarse. Mediante una revolución acaso se
logre derrocar el despotismo personal y acabar con la opresión
económica o política, pero nunca se consigue la verdadera reforma
de la manera de pensar; sino que, nuevos prejuicios, en lugar de los
antiguos, servirán de riendas para conducir al gran tropel.
Para esta ilustración no se
requiere más que una cosa, libertad; y la más inocente entre
todas las que llevan ese nombre, a saber: libertad de hacer uso
público de su razón íntegramente Mas oigo exclamar por todas
partes: ¡Nada de razones! El oficial dice: ¡no razones, y haz la
instrucción! El funcionario de Hacienda: ¡nada de razonamientos!,
¡a pagar! El reverendo: ¡no razones y cree! (sólo un señor en el
mundo dice: razonad todo lo que queráis y sobre lo que
queráis pero ¡obedeced!) Aquí nos encontramos por doquier con una
limitación de la libertad. Pero ¿qué limitación es obstáculo a
la ilustración? ¿Y cuál, por el contrario, estímulo? Contesto: el
uso público de su razón le debe estar permitido a todo el mundo y
esto es lo único que puede traer ilustración a los hombres; su uso
privado se podrá limitar a menudo estrictamente, sin que por
ello se retrase en gran medida la marcha de la ilustración. Entiendo
por uso público aquel que, en calidad de maestro, se puede hacer de
la propia razón ante el gran público del mundo de lectores. Por uso
privado entiendo el que ese mismo personaje puede hacer en su calidad
de funcionario. Ahora bien; existen muchas empresas de interés
público en las que es necesario cierto automatismo, por cuya virtud
algunos miembros de la comunidad tienen que comportarse pasivamente
para, mediante una unanimidad artificial, poder ser dirigidos por el
Gobierno hacia los fines públicos o, por lo menos, impedidos en su
perturbación. En este caso no cabe razonar, sino que hay que
obedecer. Pero en la medida en que esta parte de la máquina se
considera como miembro de un ser común total y hasta de la sociedad
cosmopolita de los hombres, por lo tanto, en calidad de maestro que
se dirige a un público por escrito haciendo uso de su razón, puede
razonar sin que por ello padezcan los negocios en los que le
corresponde, en parte, la consideración de miembro pasivo. Por eso,
sería muy perturbador que un oficial que recibe una orden de sus
superiores se pusiera a argumentar en el cuartel sobre la pertinencia
o utilidad de la orden: tiene que obedecer. Pero no se le puede
prohibir con justicia que, en calidad de entendido, haga
observaciones sobre las fallas que descubre en el servicio militar y
las exponga al juicio de sus lectores. El ciudadano no se puede negar
a contribuir con los impuestos que le corresponden; y hasta una
crítica indiscreta de esos impuestos, cuando tiene que pagarlos,
puede ser castigada por escandalosa (pues podría provocar la
resistencia general). Pero ese mismo sujeto actúa sin perjuicio de
su deber de ciudadano si, en calidad de experto, expresa públicamente
su pensamiento sobre la inadecuado o injusticia de las gabelas. Del
mismo modo, el clérigo está obligado a enseñar la doctrina y a
predicar con arreglo al credo de la Iglesia a que sirve, pues fue
aceptado con esa condición. Pero como doctor tiene la plena libertad
y hasta el deber de comunicar al público sus ideas bien probadas e
intencionadas acerca de las deficiencias que encuentra en aquel
credo, así como el de dar a conocer sus propuestas de reforma de la
religión y de la Iglesia. Nada hay en esto que pueda pesar sobre su
conciencia. Porque lo que enseña en función de su cargo, en calidad
de ministro de la Iglesia, lo presenta como algo a cuyo respecto no
goza de libertad para exponer lo que bien le parezca, pues ha sido
colocado para enseñar según las prescripciones y en el nombre de
otro. Dirá: nuestra Iglesia enseña esto o lo otro; estos son los
argumentos de que se sirve. Deduce, en la ocasión, todas las
ventajas prácticas para su feligresía de principios que, si bien él
no suscribiría con entera convicción, puede obligarse a predicar
porque no es imposible del todo que contengan oculta la verdad o que,
en el peor de los casos, nada impliquen que contradiga a la religión
interior. Pues de creer que no es éste el caso, entonces sí que no
podría ejercer el cargo con arreglo a su conciencia; tendrá que
renunciar. Por lo tanto, el uso que de su razón hace un clérigo
ante su feligresía, constituye un uso privado; porque se trata
siempre de un ejercicio doméstico, aunque la audiencia sea muy
grande; y, en este respecto, no es, como sacerdote, libre, ni debe
serlo, puesto que ministra un mandato ajeno. Pero en calidad de
doctor que se dirige por medio de sus escritos al público
propiamente dicho, es decir, al mundo, como clérigo, por
consiguiente, que hace un uso público de su razón,
disfruta de una libertad ilimitada para servirse de su propia razón
y hablar en nombre propio. Porque pensar que los tutores espirituales
del pueblo tengan que ser, a su vez, pupilos, representa un absurdo
que aboca en una eterización de todos los absurdos.
Pero ¿no es posible que una
sociedad de clérigos, algo así como una asociación eclesiástica o
una muy reverenda classis (como se suele denominar entre
los holandeses) pueda comprometerse por juramento a guardar un
determinado credo para, de ese modo, asegurar una suprema tutela
sobre cada uno de sus miembros y, a través de ellos, sobre el
pueblo, y para eternizarla, si se quiere? Respondo: es completamente
imposible. Un convenio semejante, que significaría descartar para
siempre toda ilustración ulterior del género humano, es nulo e
inexistente; y ya puede ser confirmado por la potestad soberana, por
el Congreso, o por las más solemnes capitulaciones de paz. Una
generación no puede obligarse y juramentarse a colocar a la
siguiente en una situación tal que le sea imposible ampliar sus
conocimientos (presuntamente circunstanciales), depurarlos del error
y, en general, avanzar en el estado de su ilustración. Constituiría
esto un crimen contra la naturaleza humana, cuyo destino primordial
radica precisamente en este progreso. Por esta razón, la posteridad
tiene derecho a repudiar esa clase de acuerdos como celebrados de
manera abusiva y criminal. La piedra de toque de todo lo que puede
decidirse como ley para un pueblo, se halla en esta interrogación
¿es que un pueblo hubiera podido imponerse a si mismo esta ley?
Podría ser posible, en espera de algo mejor, por un corto tiempo
circunscrito, con el objeto de procurar un cierto orden; pero dejando
libertad a los ciudadanos, y especialmente a los clérigos, de
exponer públicamente, esto es, por escrito, sus observaciones sobre
las deficiencias que encuentran en dicha ordenación, manteniéndose
mientras tanto el orden establecido hasta que la comprensión de
tales asuntos se haya difundido tanto y de tal manera que sea
posible, mediante un acuerdo logrado por votos (aunque no por
unanimidad), elevar hasta el trono una propuesta para proteger a
aquellas comunidades que hubieran coincidido en la necesidad, a tenor
de su opinión más ilustrada, de una reforma religiosa, sin impedir,
claro está, a los que así lo quisieren, seguir con lo antiguo. Pero
es completamente ilícito ponerse de acuerdo ni tan siquiera por el
plazo de una generación, sobre una constitución religiosa
inconmovible, que nadie podría poner en tela de juicio públicamente,
ya que con ello se destruiría todo un período en la marcha de la
humanidad hacia su mejoramiento, período que, de ese modo,
resultaría no sólo estéril sino nefasto para la posteridad. Puede
un hombre, por lo que incumbe a su propia persona, pero sólo por un
cierto tiempo, eludir la ilustración en aquellas materias a cuyo
conocimiento está obligado; pero la simple y pura renuncia, aunque
sea por su propia persona, y no digamos por la posteridad, significa
tanto como violar y pisotear los sagrados derechos del hombre. Y lo
que ni un pueblo puede acordar por y para sí mismo, menos podrá
hacerlo un monarca en nombre de aquél, porque toda su autoridad
legisladora descansa precisamente en que asume la voluntad entera del
pueblo en la suya propia. Si no pretende otra cosa, sino que todo
mejoramiento real o presunto sea compatible con el orden ciudadano,
no podrá menos de permitir a sus súbditos que dispongan por sí
mismos en aquello que crean necesario para la salvación de sus
almas; porque no es ésta cuestión que le importe, y sí la de
evitar que unos a otros se impidan con violencia buscar aquella
salvación por el libre uso de todas sus potencias. Y hará agravio a
la majestad de su persona si en ello se mezcla hasta el punto de
someter a su inspección gubernamental aquellos escritos en los que
sus súbditos tratan de decantar sus creencias, ya sea porque estime
su propia opinión como la mejor, en cuyo caso se expone al
reproche: Caesar non est supra grammaticos, ya porque rebaje a
tal grado su poder soberano que ampare dentro de su Estado el
despotismo espiritual de algunos tiranos contra el resto de sus
súbditos.
Si ahora nos preguntamos: ¿es
que vivimos en una época ilustrada? la respuesta será: no,
pero sí en una época de ilustración. Falta todavía mucho
para que, tal como están las cosas y considerados los hombres en
conjunto, se hallen en situación, ni tan siquiera en disposición de
servirse con seguridad y provecho de su propia razón en materia de
religión. Pero ahora es cuando se les ha abierto el campo para
trabajar libremente en este empeño, y percibimos inequívocas
señales de que van disminuyendo poco a poco los obstáculos a la
ilustración general o superación, por los hombres, de su merecida
tutela. En este aspecto nuestra época es la época de la Ilustración
o la época de Federico.
Un príncipe que no considera
indigno de sí declarar que reconoce como un deber no
prescribir nada los hombres en materia de religión y que desea
abandonarlos a su libertad, que rechaza, por consiguiente, hasta ese
pretencioso sustantivo de tolerancia, es un príncipe ilustrado
y merece que el mundo y la posteridad, agradecidos, le encomien como
aquel que rompió el primero, por lo que toca al Gobierno, las
ligaduras de la tutela y dejó en libertad a cada uno para que se
sirviera de su propia razón en las cuestiones que atañen a su
conciencia. Bajo él, clérigos dignísimos, sin mengua de su deber
ministerial, pueden, en su calidad de doctores, someter libre y
públicamente al examen del mundo aquellos juicios y opiniones suyos
que se desvíen, aquí o allá, del credo reconocido; y con mayor
razón los que no están limitados por ningún deber de oficio. Este
espíritu de libertad se expande también por fuera, aun en aquellos
países donde tiene que luchar con los obstáculos externos que le
levanta un Gobierno que equivoca su misión. Porque este único
ejemplo nos aclara cómo en régimen de libertad nada hay que temer
por la tranquilidad pública y la unidad del ser común. Los hombres
poco a poco se van desbastando espontáneamente, siempre que no se
trate de mantenerlos, de manera artificial, en estado de rudeza.
He tratado del punto principal
de la ilustración, a saber, la emancipación de los hombres de su
merecida tutela, en especial por lo que se refiere a cuestiones de
religión; pues en lo que atañe a las ciencias y las artes los que
mandan ningún interés tienen en ejercer tutela sobre sus súbditos
y, por otra parte, hay que considerar que esa tutela religiosa es,
entre todas, la más funesta y deshonrosa. Pero el criterio de un
jefe de Estado que favorece esta libertad va todavía más lejos y
comprende que tampoco en lo que respecta a la legislación hay
peligro porque los súbitos hagan uso público de su razón,
y expongan libremente al mundo sus ideas sobre una mejor disposición
de aquella, haciendo una franca crítica de lo existente; también en
esto disponemos de un brillante ejemplo, pues ningún monarca se
anticipó al que nosotros veneramos.
Pero sólo aquel que,
esclarecido, no teme a las sombras, pero dispone de un numeroso y
disciplinado ejército para garantizar la tranquilidad pública,
puede decir lo que no osaría un Estado libre: ¡razonad todo lo
que queráis y sobre lo que queráis pero obedeced! Y aquí
tropezamos con un extraño e inesperado curso de las cosas humanas;
pues ocurre que, si contemplamos este curso con amplitud, lo
encontramos siempre lleno de paradojas. Un grado mayor de libertad
ciudadana parece que beneficia la libertad espiritual del pueblo pero
le fija, al mismo tiempo, límites infranqueables; mientras que un
grado menor le procura el ámbito necesario para que pueda
desenvolverse con arreglo a todas sus facultades. Porque ocurre que
cuando la Naturaleza ha logrado desarrollar, bajo esta dura cáscara,
esa semilla que cuida con máxima ternura, a saber, la inclinación y
oficio del libre pensar del hombre, el hecho repercute poco
a poco en el sentir del pueblo (con lo cual éste se va haciendo cada
vez más capaz de la libertad de obrar) y hasta en los
principios del Gobierno, que encuentra ya compatible dar al hombre,
que es algo más que una máquina, un trato digno de él.
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