Una tarde sin Dios en la Academia de Letrán
El 22
de junio de 1818 nace en San Miguel el Grande Guanajuato, Juan Ignacio Paulino
Ramírez Calzada, también conocido por su seudónimo periodístico “Nigromante”. A
sus 19 años ingreso a la academia literaria de San Juan de Letrán integrada por
los hombres más ilustrados de la época. Es celebre en los anales literarios de
México, la presentación del Nigromante en dicha academia, donde leyó un
discurso tan controversial por incluir la afirmación “Dios no existe; los seres
de la naturaleza se sostienen por sí mismos”.
A continuación,
el testimonio de Guillermo Prieto de la célebre presentación de Ignacio Ramírez
en la academia literaria de San Juan de Letrán.
Guillermo Prieto. De Memorias de mis
tiempos, tomo i, 1828 a 1840, París; México: Librería de la Vda. de C.
Bouret, 1906, 188-193 pp.
Una tarde de Academia,
después de obscurecer, percibimos, al reflejo verdoso que comunicaba a la luz,
el velador de la bujía que nos alumbraba, en el hueco de una puerta un bulto
inmóvil y silencioso, que parecía como que esperaba una voz para penetrar en
nuestro recinto.
Lo vio el Sr. Quintana [Roo],
y dijo: ¡adelante!
Entonces avanzó el bulto, y
con una claridad muy indecisa, vimos acercarse tímido a la mesa del Presidente
a un personaje envuelto en un capotón o barragán desgarrado, con un bosque de
cabellos erizos y copados por remate.
—¿Qué mandaba usted?
—Deseo leer una composición
para que ustedes decidan si puedo pertenecer a esta Academia.
—Siéntese usted.
Sentóse [Ignacio] Ramírez
junto al Sr. Quintana, y entonces, dándole de lleno la luz en el semblante, le
pudimos examinar con detención.
Representaba el aparecido 18
o 20 años. Su tez era obscura, pero con el obscuro de la sombra sus ojos negros
parecían envueltos en una luz amarilla tristísima; parpadeaba seguido y de un
modo nervioso; nariz afilada, boca sarcástica. Pero sobre aquella fisonomía
imperaba la frente con rara grandeza y majestad, y como iluminada por algo
extraordinario.
El vestido era un proceso de
abandono y descuido: abundaba en rasgones y chirlos, en huelgas y descarríos.
En el auditorio reinaba un
silencio profundo. Ramírez sacó del bolsillo del costado, un puño de papeles de
todos tamaños y colores; algunos, impresos por un lado, otros en tiras como
recortes de molde de vestido, y avisos de toros o de teatro. Arregló aquella
baraja, y leyó con voz segura e insolente el título, que decía: No hay Dios.
El estallido inesperado de
una bomba, la aparición de un monstruo, el derrumbe estrepitoso del techo, no
hubieran producido mayor conmoción.
Se levantó un clamor rabioso
que se disolvió en altercados y disputas.
Ramírez veía todo aquello con
despreciativa inmovilidad.
El Sr. Iturralde, Rector del
Colegio, dijo:
—Yo no puedo permitir que
aquí se lea eso; este es un establecimiento de educación.
Y el Sr. Tornel, Ministro:
—Este es un cuarto en que
todos somos mayores de edad.
—Que se ponga a votación si
se lee o no —dijo Munguía.
—Yo no presido donde hay
mordaza —dijo Quintana, levantándose de su asiento.
Iturralde:
—No se hará aquí esa lectura.
Tornel:
—Se hará aquí o en la
Universidad.
—O en mi casa —dijo D.
Fernando Agreda, que asistía como aficionado.
Cardoso:
—Señor Doctor: no le ha de
costar a Dios la silla presidencial esa lectura…
—Eso será un viborero de
blasfemias.
—¡Triste reunión de literatos
—exclamó el P. Guevara— la que se convierte en reunión de aduaneros, que
declaran contrabando el pensamiento; y triste Dios y triste religión, los que
tiemblan delante de ese montón de papeles, bien o mal escritos!
—Que hable Ramírez.
—Que sí… que no; … ¡que
hable!, ¡que hable! Se hizo el silencio, y después de un exordio arrebatador, y
como calculada divagación, pasó en revista el autor los conocimientos humanos;
pero revestidos de tal seducción, pero radiantes de tal novedad, pero
engalanados con lenguaje tan lógico, tan levantado, tan realzado con vivo
colorido, que marchábamos de sorpresa en sorpresa, como si estuviéramos
haciendo una excursión al infinito por senderos sembrados de soles.
Astronomía, matemáticas,
zoología, el jeroglífico y la letra, y el dios…
Y todo esto sin esfuerzo,
resonando la trompa épica de lo sublime y el tamboril de los pastores de
Virgilio; empleando el decir fluido de Herodoto, o la risa irónica y picaresca
de Rabelais.
A las exclamaciones de horror
y de escándalo se mezclaban palmadas, gritos de admiración y vivas entusiastas.
El Sr. Quintana, muy
conmovido, ponía su mano sobre la cabeza de Ramírez, como para administrarle el
bautismo de la gloria.
La discusión se abrió, y si
se hubiera dado a la prensa formaría época en la historia del progreso
intelectual de México.
¡Qué erudición de Carpio y
Pesado!, ¡qué tersura de dicción, qué lógica, qué poderosa palabra la del
Doctor Guevara!, ¡qué destreza, qué irradiación, qué flexibilidad admirable en
el decir de Lacunza!,¡cuánto talento de Eulalio Ortega!
Ramírez a todos replicaba:
unas veces sabio, las más insolente y cínico.
Iturralde le argüía que la
belleza de Dios se veía en sus obras.
—De suerte —replicaba
Ramírez— que Ud. no puede figurarse un buen relojero jorobado y feo.
Sabía de memoria los griegos
y latinos; Voltaire y los enciclopedistas le eran familiares, especialmente
D’Alambert, a quien profesaba veneración.
Exagerábale Guevara el amor a
la patria.
—Sí, señor, de ese amor nos
han dado ejemplo los gatos…
—¿Qué le gusta a Ud. más de
México? —le preguntaba Tornel con énfasis.
—Veracruz —respondió—; porque
por Veracruz se sale de él.
La composición de Ramírez era
visiblemente un pretexto para hacer patentes sus estudios de muchos años, y
como a su pesar se traslucía su jactancia de malas cualidades que no tenía, fue
aceptado con entusiasmo y cariño, aun por los que se presentaron con el
carácter de enemigos.
D. Fernando Agreda ofreció a
Ramírez su amistad, y puso recursos a su disposición.
Cardoso, que tenía la
cualidad preciosa de admirar y ensalzar el ajeno mérito, se convirtió en el
panegirista de Ignacio, y fue de sus amigos más constantes y consecuentes, y
Olaguíbel expeditó su recepción de abogado, y le nombró su secretario en el
momento de tomar posesión del Gobierno del Estado de México.
En cuanto a mí, le quise con
entrañable ternura y admiración sincera, uniéndonos desde el primer día,
haciéndonos inseparables, participando en común de nuestras penas, triunfos y
miserias, y bebiendo yo —tan insaciable como desaprovechado— los raudales que
brotaban de su inteligencia privilegiada.
A Ramírez se le ha juzgado
con justicia como gran poeta y como gran filósofo, como sabio profundo y como
orador elocuente, y Ramírez era en el fondo la protesta más genuina contra los
dolores, los ultrajes y las iniquidades que sufría el pueblo.
En política, en literatura,
en religión, en todo era una entidad revolucionaria y demoledora; era la
personificación del buen sentido, que, no pudiendo lanzar sobre los farsantes y
los malvados el rayo de Júpiter, los flagelaba con el látigo de Juvenal y hacía
del ridículo la picota en que a su manera les castigaba. Pero para esto
necesitaba un gran talento, un corazón lleno de bondad y una independencia
brusca y salvaje sobre toda ponderación.
Las
imágenes forman parte del mural Sueño
de una tarde dominical en la Alameda Central (1947) de Diego Rivera.
Es la principal obra en exhibición permanente del Museo Mural Diego Rivera.
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