viernes, 23 de junio de 2023

Una tarde sin Dios en la Academia de Letrán


Una tarde sin Dios en la Academia de Letrán

 

El 22 de junio de 1818 nace en San Miguel el Grande Guanajuato, Juan Ignacio Paulino Ramírez Calzada, también conocido por su seudónimo periodístico “Nigromante”. A sus 19 años ingreso a la academia literaria de San Juan de Letrán integrada por los hombres más ilustrados de la época. Es celebre en los anales literarios de México, la presentación del Nigromante en dicha academia, donde leyó un discurso tan controversial por incluir la afirmación “Dios no existe; los seres de la naturaleza se sostienen por sí mismos”.

A continuación, el testimonio de Guillermo Prieto de la célebre presentación de Ignacio Ramírez en la academia literaria de San Juan de Letrán.

 

Guillermo Prieto. De Memorias de mis tiempos, tomo i, 1828 a 1840, París; México: Librería de la Vda. de C. Bouret, 1906, 188-193 pp.

 

Una tarde de Academia, después de obscurecer, percibimos, al reflejo verdoso que comunicaba a la luz, el velador de la bujía que nos alumbraba, en el hueco de una puerta un bulto inmóvil y silencioso, que parecía como que esperaba una voz para penetrar en nuestro recinto.

Lo vio el Sr. Quintana [Roo], y dijo: ¡adelante!

Entonces avanzó el bulto, y con una claridad muy indecisa, vimos acercarse tímido a la mesa del Presidente a un personaje envuelto en un capotón o barragán desgarrado, con un bosque de cabellos erizos y copados por remate.

—¿Qué mandaba usted?

—Deseo leer una composición para que ustedes decidan si puedo pertenecer a esta Academia.

Sntese usted.

Sentóse [Ignacio] Ramírez junto al Sr. Quintana, y entonces, dándole de lleno la luz en el semblante, le pudimos examinar con detención.

Representaba el aparecido 18 o 20 años. Su tez era obscura, pero con el obscuro de la sombra sus ojos negros parecían envueltos en una luz amarilla tristísima; parpadeaba seguido y de un modo nervioso; nariz afilada, boca sarcástica. Pero sobre aquella fisonomía imperaba la frente con rara grandeza y majestad, y como iluminada por algo extraordinario.

El vestido era un proceso de abandono y descuido: abundaba en rasgones y chirlos, en huelgas y descarríos.

En el auditorio reinaba un silencio profundo. Ramírez sacó del bolsillo del costado, un puño de papeles de todos tamaños y colores; algunos, impresos por un lado, otros en tiras como recortes de molde de vestido, y avisos de toros o de teatro. Arregló aquella baraja, y leyó con voz segura e insolente el título, que decía: No hay Dios.

El estallido inesperado de una bomba, la aparición de un monstruo, el derrumbe estrepitoso del techo, no hubieran producido mayor conmoción.

Se levantó un clamor rabioso que se disolvió en altercados y disputas.

Ramírez veía todo aquello con despreciativa inmovilidad.

El Sr. Iturralde, Rector del Colegio, dijo:

—Yo no puedo permitir que aquí se lea eso; este es un establecimiento de educación.

Y el Sr. Tornel, Ministro:

—Este es un cuarto en que todos somos mayores de edad.

—Que se ponga a votación si se lee o no —dijo Munguía.

—Yo no presido donde hay mordaza —dijo Quintana, levantándose de su asiento.

Iturralde:

—No se hará aquí esa lectura.

Tornel:

—Se hará aquí o en la Universidad.

—O en mi casa —dijo D. Fernando Agreda, que asistía como aficionado.

Cardoso:

—Señor Doctor: no le ha de costar a Dios la silla presidencial esa lectura…

—Eso será un viborero de blasfemias.

—¡Triste reunión de literatos —exclamó el P. Guevara— la que se convierte en reunión de aduaneros, que declaran contrabando el pensamiento; y triste Dios y triste religión, los que tiemblan delante de ese montón de papeles, bien o mal escritos!

—Que hable Ramírez.

—Que sí… que no; … ¡que hable!, ¡que hable! Se hizo el silencio, y después de un exordio arrebatador, y como calculada divagación, pasó en revista el autor los conocimientos humanos; pero revestidos de tal seducción, pero radiantes de tal novedad, pero engalanados con lenguaje tan lógico, tan levantado, tan realzado con vivo colorido, que marchábamos de sorpresa en sorpresa, como si estuviéramos haciendo una excursión al infinito por senderos sembrados de soles.

Astronomía, matemáticas, zoología, el jeroglífico y la letra, y el dios…

Y todo esto sin esfuerzo, resonando la trompa épica de lo sublime y el tamboril de los pastores de Virgilio; empleando el decir fluido de Herodoto, o la risa irónica y picaresca de Rabelais.

A las exclamaciones de horror y de escándalo se mezclaban palmadas, gritos de admiración y vivas entusiastas.

El Sr. Quintana, muy conmovido, ponía su mano sobre la cabeza de Ramírez, como para administrarle el bautismo de la gloria.

La discusión se abrió, y si se hubiera dado a la prensa formaría época en la historia del progreso intelectual de México.

¡Qué erudición de Carpio y Pesado!, ¡qué tersura de dicción, qué lógica, qué poderosa palabra la del Doctor Guevara!, ¡qué destreza, qué irradiación, qué flexibilidad admirable en el decir de Lacunza!,¡cuánto talento de Eulalio Ortega!

Ramírez a todos replicaba: unas veces sabio, las más insolente y cínico.

Iturralde le argüía que la belleza de Dios se veía en sus obras.

—De suerte —replicaba Ramírez— que Ud. no puede figurarse un buen relojero jorobado y feo.

Sabía de memoria los griegos y latinos; Voltaire y los enciclopedistas le eran familiares, especialmente D’Alambert, a quien profesaba veneración.

Exagerábale Guevara el amor a la patria.

—Sí, señor, de ese amor nos han dado ejemplo los gatos…

—¿Qué le gusta a Ud. más de México? —le preguntaba Tornel con énfasis.

—Veracruz —respondió—; porque por Veracruz se sale de él.

La composición de Ramírez era visiblemente un pretexto para hacer patentes sus estudios de muchos años, y como a su pesar se traslucía su jactancia de malas cualidades que no tenía, fue aceptado con entusiasmo y cariño, aun por los que se presentaron con el carácter de enemigos.

D. Fernando Agreda ofreció a Ramírez su amistad, y puso recursos a su disposición.

Cardoso, que tenía la cualidad preciosa de admirar y ensalzar el ajeno mérito, se convirtió en el panegirista de Ignacio, y fue de sus amigos más constantes y consecuentes, y Olaguíbel expeditó su recepción de abogado, y le nombró su secretario en el momento de tomar posesión del Gobierno del Estado de México.

En cuanto a mí, le quise con entrañable ternura y admiración sincera, uniéndonos desde el primer día, haciéndonos inseparables, participando en común de nuestras penas, triunfos y miserias, y bebiendo yo —tan insaciable como desaprovechado— los raudales que brotaban de su inteligencia privilegiada.

A Ramírez se le ha juzgado con justicia como gran poeta y como gran filósofo, como sabio profundo y como orador elocuente, y Ramírez era en el fondo la protesta más genuina contra los dolores, los ultrajes y las iniquidades que sufría el pueblo.

En política, en literatura, en religión, en todo era una entidad revolucionaria y demoledora; era la personificación del buen sentido, que, no pudiendo lanzar sobre los farsantes y los malvados el rayo de Júpiter, los flagelaba con el látigo de Juvenal y hacía del ridículo la picota en que a su manera les castigaba. Pero para esto necesitaba un gran talento, un corazón lleno de bondad y una independencia brusca y salvaje sobre toda ponderación.

 

Las imágenes forman parte del mural Sueño de una tarde dominical en la Alameda Central (1947) de  Diego Rivera. Es la principal obra en exhibición permanente del Museo Mural Diego Rivera.

 

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