domingo, 18 de junio de 2023

La paternidad como símbolo de autoridad política. Hidalgo el padre de la patria excomulgado y degradado.

La paternidad como símbolo de autoridad política. Hidalgo el padre de la patria excomulgado y degradado.

José Antonio Robledo y Meza

 

Padre de la Patria o de la Nación es un término usado por varios países para describir a un líder político o simbólico visto como un padre fundador de la nación. Suele ser una figura clave en la historia nacional cuyo percibido heroísmo y autoridad moral hacen de él una fuente de inspiración patriótica digna de respeto y veneración. Su imagen es a menudo elevada a la categoría de símbolo nacional y es muy probable que se muestre en artículos tales como billetes y sellos. En algunos países se establece también un culto a la personalidad.

“El 30 de agosto del 2010, el arzobispado de México dio a conocer su postura en torno a la excomunión y degradación de los curas Miguel Hidalgo, “Padre de la Patria”, y José María Morelos, “Siervo de la Nación”, respectivamente, en el contexto de los festejos del Bicentenario de la Independencia a celebrarse este año. El sacerdote Gustavo Watson, director del archivo histórico del arzobispado, declaró que los próceres de la Independencia “no murieron excomulgados, sino en condición de sacerdotes, y por lo mismo es necesario hacer en los libros de historia las correcciones del caso” (La Crónica, 31 de agosto de 2009).

Fue el alto clero católico quien se opuso y combatió al movimiento de Independencia: condenó a los insurgentes, aplicó juicio inquisitorial a los sacerdotes que simpatizaban con aquéllos, celebró misas con Te Deum las victorias de los realistas y negó la absolución a quienes comulgaban con las ideas de libertad. La jerarquía católica afirma que la excomunión decretada por Manuel Abad y Queipo en 1810 no fue válida, bajo el argumento de que éste era obispo electo de Valladolid, Michoacán, sin la correspondiente consagración episcopal.

Al hablar de la excomunión de Hidalgo, es obligado remitirse a un “conjunto de edictos de excomunión”. Están documentados por lo menos seis, de diferentes obispos, en donde sistemáticamente se descalifica al “Padre de la Patria”; se agregan a aquéllos, el juicio inquisitorial y la degradación sacerdotal de la que fue objeto.

Manuel Abad y Queipo publicó, el 24 de septiembre de 1810, un edicto en el que excomulgaba al Cura de Dolores y a sus partidarios: “Un sacerdote de Jesucristo […] el Cura de Dolores don Miguel Hidalgo, levantó el estandarte de la rebelión y encendió la tea de la discordia y la anarquía, y seduciendo a una porción de labradores inocentes, les hizo tomar las armas… En este concepto, y usando de la autoridad que ejerzo como Obispo electo y Gobernador de esta Mitra, declaro que el referido D. Miguel Hidalgo, Cura de Dolores y sus secuaces […] son perturbadores del orden público, seductores del pueblo, sacrílegos y perjuros, y que han incurrido en la excomunión mayor del canon Siquis Suadente Diabolo […] Los declaro excomulgados vitandos, prohibiendo, como prohíbo, el que ninguno les dé socorro, auxilio y favor, bajo pena de excomunión mayor ipso facto incurrenda”.

La anterior excomunión fue ratificada por otros obispos, entre ellos el arzobispo de México, Francisco Javier Lizana y Beaumont. Como hubo quien pusiera en tela de juicio la legitimidad de Abad y Queipo, por haber sido nombrado por la Regencia, el arzobispo Lizana expidió un edicto el 11 de octubre de 1810 en el que declara que la censura del obispo electo era válida e impuesta conforme a los cánones: “Nos, D. Francisco Javier de Lizana y Beaumont, arzobispo de México […] Habiendo llegado a nuestra noticia que varias personas de esta ciudad de México y otras poblaciones del arzobispado disputan y por ignorancia o malicia han llegado a afirmar no ser válida ni dimanar de autoridad legítima la declaración de haber incurrido en excomunión las personas respectivamente nombradas e indicadas en el Edicto que con fecha de 24 de septiembre último expidió y mandó publicar D. Manuel Abad y Queipo […] por lo cual hacemos saber que dicha declaración está hecha por un superior legítimo con entero arreglo a derecho, y que los fieles cristianos están obligados […] bajo pena de pecado mortal y de quedar excomulgados, a la observancia de lo que la misma declaración previene, la cual hacemos también Nos por lo respectivo al territorio de nuestra jurisdicción […]. Mandamos por el presente Edicto, bajo pena de excomunión mayor ipso facto incurrenda, que no se dispute la mencionada declaración de excomunión hecha y publicada por el obispo electo”.

En este tenor, el jesuita José Gutiérrez Casillas, en su obra Historia de la Iglesia en México que cuenta con las debidas licencias eclesiásticas aporta un dato concluyente: “Abad y Queipo fue ciertamente dispensado de la irregularidad de su nacimiento, pues era hijo natural. Además, la elección como obispo fue válida y legítima”. El arzobispo de México, días antes de la citada ratificación, había dirigido una exhortación a los habitantes de su diócesis, el 28 de septiembre de 1810, en la que les prohibía “que se unieran a la revolución”, asemejando a Hidalgo con el anticristo: “Al frente de los insurgentes se halla un ministro de Satanás, preconizando el odio y exterminio de sus hermanos y la insubordinación al poder legítimo. Mirad qué precursor del anticristo se ha aparecido en nuestra América para perdernos […] Yo no puedo menos de manifestaros que semejante proyecto no es ni puede ser de quien se llama cristiano […] Si el observar lo que él mismo nos manda os conducirá al cielo, el practicar lo contrario [luchar por la Independencia] os llevará infaliblemente al infierno”.

Los obispos de Guadalajara, Antequera (Oaxaca) y Puebla, siguiendo el ejemplo del arzobispo Lizana, expidieron sus propios edictos de excomunión. El obispo de Guadalajara, Juan Ruiz y Cabañas, en su edicto del 24 de octubre de 1810, escribió: “…adoptamos y vibramos la misma censura [excomunión] que fulminó el obispo de Valladolid…”. En otra exhortación episcopal, dicho prelado etiquetaba a los insurgentes de “apóstatas, cismáticos, perjuros, sediciosos, seductores y opositores a Dios, la Iglesia y la religión”. Los obispos Antonio Bergosa y Manuel González del Campillo, de Antequera y Puebla, respectivamente, dictaron sendas excomuniones al interior de sus diócesis. En lo sucesivo, otros documentos episcopales condenaron a los insurgentes, a quienes acusaron de herejes, ladrones, ignorantes, sacrílegos y otros tantos calificativos. Vieron a la insurgencia como una “enfermedad”, y a los insurgentes como “cetáceos, animales mitológicos y encarnaciones de Satanás”.

Manuel López Gallo, en su libro Economía y Política en la historia de México, transcribe una de las “excomuniones”: “…Que el Padre que creó el hombre le maldiga; que el Hijo que sufrió por nosotros le maldiga; que el Espíritu Santo que se derrama en el bautismo le maldiga; que la Santa Cruz de la cual descendió Cristo triunfante sobre sus enemigos le maldiga; que María Santísima, Virgen siempre y Madre de Dios, le maldiga […] Sea condenado Miguel Hidalgo y Costilla en dondequiera que esté, ya sea en la casa, en el campo, en el bosque, en el agua o en la Iglesia. Sea maldito en vida y muerte. Sea maldito en todas las facultades de su cuerpo. Sea maldito comiendo y bebiendo, hambriento, sediento, ayunando, durmiendo, sentado, parado, trabajando o descansando y sangrando. Sea maldito interior y exteriormente; sea maldito en su pelo, sea maldito en su cerebro y en sus vértebras, en sus sienes, en sus mejillas, en sus mandíbulas, en su nariz, en sus dientes y muelas, en sus hombros, en sus manos y en sus dedos. Sea condenado en su boca, en su pecho, en su corazón, en sus entrañas y hasta en su mismo estómago. Sea maldito en sus riñones, en sus ingles, en sus muslos, en sus genitales, en sus caderas, en sus piernas, sus pies y uñas. Sea maldito en todas sus coyunturas y articulaciones de todos sus miembros; desde la corona de su cabeza hasta la planta de sus pies, no tenga un punto bueno. Que el Hijo de Dios viviente con toda su majestad, le maldiga, y que los cielos de todos los poderes que los mueven, se levanten contra él, le maldigan y le condenen, a menos que se arrepienta y haga penitencia. Amén, así sea, Amén”.

El juicio inquisitorial de Hidalgo

El Tribunal de la Inquisición presentó 53 cargos contra Hidalgo, excepto la acusación de concubinato en el que incurría la mayor parte de sacerdotes, incluidos los miembros del propio tribunal atribuyéndole delitos de todo género “contra la fe”: “herético, apóstata, impío, materialista, deísta, libertino, insurgente, cismático, judaizante, luterano, calvinista, criminal, violador de las leyes divinas y humanas, sacrílego, implacable enemigo del cristianismo y del Estado…”.

El 13 de octubre de 1810, la Inquisición excomulgó a Hidalgo, acusándolo de “intenciones subversivas, malicia, depravación, avaricia, infamia, envidia, proclividad al crimen, animadversión, engaño y perfidia”. La persecución del tribunal del Santo Oficio hacia los próceres de la Independencia fue más allá de los citados edictos de excomunión; al caer los jefes insurgentes en sus manos, fueron sometidos con saña a denigrantes procesos, acusándoles de todos los males posibles y, por último, victimados, tras infligirles crueles torturas.

Degradación sacerdotal

El proceso degradatorio de Hidalgo se llevó a cabo el 29 de julio de 1811, en Chihuahua. El derecho canónico de la época prohibía, bajo pena de excomunión, privar de la vida a un eclesiástico, por lo que el alto clero tuvo que proceder a la degradación sacerdotal del “Padre de la Patria”. El doctoral de la Iglesia de Durango, Francisco Fernández Valentín,  fue el responsable del acto en comento. Mientras le arrancaba la sotana y el alzacuello, pronunció las siguientes palabras: “Por la autoridad de Dios Omnipotente, Padre, Hijo y Espíritu Santo y la nuestra, te quitamos el hábito clerical, te desnudamos del adorno de la religión y te despojamos de todo orden, beneficio y privilegio […] y por ser indigno de la profesión eclesiástica, te devolvemos con ignominia al estado seglar”.

Fernández Valentín raspó con un cuchillo la piel de la cabeza del reo, las palmas de sus manos, las yemas de sus dedos y cortó parte de su cabello, con el fin de “despojarle” del orden sacerdotal. Hidalgo fue fusilado en Chihuahua, como generalísimo del ejército insurgente, el 30 de julio de 1811, después de haber sido degradado de sacerdote. El fusilamiento del “Padre de la Patria” fue celebrado el 10 de agosto de 1811 por el clero de México con Te Deum solemne. Como la palabra “escarmiento” y “advertencia” estaban a la orden del día, los cuerpos de Hidalgo, Allende, Aldama y Jiménez fueron decapitados, y las cabezas conducidas a la ciudad de Guanajuato, en donde fueron clavadas en garfios y colocadas en los cuatro ángulos de la Alhóndiga de Granaditas.

 

robledomeza@yahoo.com.mx

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