La
razón amenazada
Adolfo
Sánchez Vázquez
Al recibir el
grado de doctor Honoris Causa el 22 de junio 1984.
La vida de
una universidad tiene que ser, sustancialmente, ejercicio del pensamiento; pero
de un pensamiento que no se conciba a sí mismo con un fin en sí, sino como
pensamiento para la comunidad en sus diversos niveles (estatal, nacional y
universal). En este sentido, cabe decir que la Universidad Autónoma de Puebla,
en todos estos años difíciles, ha permanecido fiel, contra viento y marea, a su
lema: “Pensar bien para vivir mejor”.
Al otorgar
los doctorados de este género, el Consejo Universitario toma en cuenta la
trayectoria académica y política de los universitarios. Pues bien, en mi caso,
independientemente de la valoración de mi actividad docente orado escrita que,
obviamente no me toca a mi considerar, lo que sí puedo afirmar es que siempre
he tratado de encauzarla dentro de las mismas coordenadas -pensamiento y vida-
en que se desenvuelve la Universidad Autónoma de Puebla.
Por todo esto,
acepto este Doctorado como un reconocimiento y estímulo a todos los
universitarios que ejercitan su pensamiento, movidos por el noble fin al que
sirve la Universidad Autónoma de Puebla.
Al agradecer
su distinción al Consejo Universitario, lo hago también a los profesores de la
Escuela de Filosofía y Letras, que la ha promovido. Existiendo asimismo mi
agradecimiento a todos los que con su presencia aquí la avalan y, de modo
especial, a la maestra Silvia Durán, por sus generosas palabras acerca de mi
actividad docente y mi obra escrita.
No quisiera
que mi intervención se redujera a estas expresiones sinceras de gratitud, y,
abusando un poco de vuestra paciencia, agregaré algunas reflexiones sobre este
pensar que puede y debe servir a la vida y que no es otro que el pensar
racional. Con este motivo, me referiré a la función que la filosofía debe
cumplir hoy en la tarea de reivindicar, rescatar o enriquecer la esfera de la
razón.
Se trata de
una necesidad no sólo teórica sino práctica, porque la razón está siendo
asediada cada vez más y porque esta impugnación de la razón no puede dejar de
afectar a nuestras vidas tanto en el plano del pensar como en el plano del
comportamiento práctico. La razón no tiene hoy peor enemigo que el reiterado
empeño en introducir la irracional tanto en las relaciones de los hombres con
la naturaleza que puede llevar a un desastre ecológico, como en las relaciones
entre los hombres que puede llevar a un holocausto nuclear.
Este
irracionalismo se da en los más diversos niveles. Hay ciertamente un
irracionalismo que no es nuevo: el de las prácticas supersticiosas que se
asumen espontáneamente. Pero hay, sobre todo, creencias y comportamiento ya no
tan espontáneos, difundidos en amplia escala por los medios masivos de
comunicación que distribuyen irracionalmente, en el destino de las personas,
los beneficios y maleficios. Si a esto se agrega la orientación, cada vez
mayor, hacia la búsqueda de los “paraísos artificiales”, hemos de reconocer que
el irracionalismo no sólo espontáneo, sino provocado, socialmente gana una faja
cada vez más ancha de la vida cotidiana.
Pero no se
trata sólo de esto, con ser grave. Asistimos también a toda una conducta
irracional de clases, instituciones o Estados. Basta señalar cómo el dominio
del hombre sobre la naturaleza en el que se cifraba, como ciencia y técnica, el
poder de la razón, se ha vuelto irracional al minar las bases naturales de la
misma existencia de los hombres. Y señalemos, asimismo, cómo los inmensos
recursos a que recurre una desenfrenada política agresiva, militarista, y que
podrían aliviar considerablemente la miseria y el hambre que se extienden por
el planeta, no sólo no se dedican a esto, sino que ponen en peligro la propia
supervivencia de la humanidad.
Irracionalismo práctico y teórico
Pero junto a
este irracionalismo: ideológico o práctico, espontáneo o inducido, individual o
estatal, hay un irracionalismo teórico que pretende sustraer el pensamiento, la
realidad y el comportamiento humano a la razón. Y este irracionalismo es el que
pretenden afirmar ciertas filosofías, ya sea por conducto de ciertos filósofos
mayores como Heidegger o de otros menores como Cioran y los “nuevos filósofos”
franceses. Este irracionalismo discurre por dos vertientes, sin que sean las
únicas:
1) La negación
del pensar racional y de su fruto más logrado, pero no exclusivo: la ciencia.
2) (Consecuencia
de la anterior), la negación de la posibilidad de fundar y organizar
racionalmente, en el futuro, las relaciones entre los hombres.
Si la primera
nos arroja en brazos del oscurantismo, la segunda priva de sentido a todo
intento -lucha o esfuerzo- por construir un mundo sin explotación ni
dominación. Justamente por lo que significa este devastador ataque a la razón,
se comprende una tarea fundamental de la filosofía: la de hacerle frente.
Tarea, por supuesto, nada nueva, que ha conocido históricamente altas y bajas
hasta llegar a esta situación de hoy, en que pensar y actuar racionalmente se
ha vuelto una necesidad vital.
Filosofía y
razón no siempre se han mantenido a la misma distancia y cuando se han acercado
no siempre se ha tratado de la misma filosofía y de la misma razón. La
filosofía nace justamente en la Grecia antigua, frente al mito, al dar a la
razón una dimensión universal: rige al mundo (cosmos) y al hombre. Y al liberar
las relaciones entre los hombres del imperio de lo natural, se trata -por
primera vez de constituir una comunidad humana o polis que como el mundo sea
racional.
En la Edad
Media, la razón pierde esa posición señera y, subordinada a la fe, sirve a
principios, dogmas o valores que no toca a ella establecer. Es en la Edad
Moderna cuando la razón se afirma de nuevo:
1) En la
relación del hombre con la naturaleza, en la cual se constituye la ciencia
moderna.
2) En la
política como relación de los hombres entre sí; justamente en nombre de la
razón se destruyen poderes e instituciones.
Una clase
social que domina ya económicamente -la burguesía- se sirve de ella para
emanciparse políticamente. La razón es así revolucionaria y emancipatoria. Si
la Revolución Burguesa de Francia decapita -en nombre de la Razón- a un rey, la
razón pura kantiana decapita a este rey de reyes que es dios. No es casual que
los revolucionarios franceses levanten en las calles un altar a la Diosa Razón.
La razón a su vez -como ciencia aplicada en la técnica- permite un inmenso
desarrollo de las fuerzas productivas. De este modo, se conjugan su poder
espiritual, político y material.
La razón
gobierna el mundo -dice Hegel-, pues es lo universal a lo que se sacrifica lo
particular, lo contingente y lo individual. Y aunque para Hegel esta razón es
histórica, porque es en la historia donde se realiza, todo en ella se halla
sujeto a esa razón universal y se encamina hacia los fines de ella.
Contra este
racionalismo universal, objetivo que ahoga al hombre concreto y a la historia
real, se alzan dos posiciones filosóficas cuyas prolongaciones llegan hasta
nuestros días: una, la que tiende a rescatar al individuo disuelto en este
movimiento de la razón universal. Es la tendencia que va de Kierkeggard a
Sartre y, en el plano político-social, del liberalismo burgués al anarquismo.
Pretende haber rescatado al individuo concreto del universal abstracto
hegeliano, pero se trata de un intento fallido, porque ese individuo, separado
de su fundamento y naturaleza social, se vuelve también una abstracción.
Otra posición
es la que tiende a dar a la razón un contenido histórico, concreto y práctico.
Es la posición que asumen Marx y Engels frente a la razón universal que
teorizan Hegel y Kant y que, como demuestran la experiencia histórica de la
Revolución Francesa resulta ser una razón histórica, de clase, burguesa. Este
contenido histórico concreto explica que la misma razón que funciona como razón
revolucionaria, liberadora en el siglo XVIII se transforme después, encarnada
en la ciencia y la técnica, como logos de la dominación.
“Pueblos sin historia”
Pero no basta
reconocer el carácter histórico de la razón si se entiende -como lo entiende
Hegel- teleológicamente, es decir, como una razón que se identifica con un fin
que se realiza necesaria e inevitablemente; realización que llevan a cabo los
pueblos de occidente y de la que quedan excluidos los que Hegel llama “pueblos
sin historia”.
El
racionalismo marxista es incompatible con este racionalismo teológico,
universal y abstracto que, en definitiva, esconde y justifica, tras el reino de
la razón, el reino de la burguesía y del Estado burgués. Pero Marx, y sobre
todo cierto marxismo, no siempre se ha deslindado de este racionalismo
universal del que se alimentan el eurocentrismo que deja a los pueblos no
occidentales fuera de la historia.
Sin embargo,
en la obra de Marx se encuentran otros elementos que contrarresten semejante
interpretación. Son aquellos en los que se enfrenta a toda teleología o marcha
inevitable hacia un fin de la historia; de ahí su dilema: socialismo o
barbarie; de ahí sus puntualizaciones sobre el significado de El Capital para
el capitalismo occidental; de ahí, igualmente, su precisión de que, dadas
ciertas condiciones, pueda transitarse a una sociedad superior sin pasar
inevitablemente por el capitalismo y de ahí finalmente, su oposición a que se
interprete su teoría de la historia como una concepción filosófica-universal
que sería meta-histórica.
Tal es el
alcance de la razón histórica para Marx y de la razón en la historia.
Ahora bien,
en nuestros días, al enfrentarse con el problema de la naturaleza y función de
la razón, hay que tomar en cuenta una serie de hechos que explican tanto el
auge de cierto irracionalismo como la absolutización de un modo de pensar
racional -el de la razón positiva, científica- que llevan a cabo todas las
variantes del positivismo. Entre estos hechos hay que contar los siguientes.
1) El
desarrollo impetuoso, pero deformado de las fuerzas productivas (contra la
naturaleza y contra el hombre mismo);
2) El
desplazamiento del antagonismo social fundamental (burguesía-proletariado)
según el marxismo clásico) al de imperialismo- Tercer Mundo;
3) La irrupción
en el escenario histórico de los “pueblos sin historia”, según Hegel, irrupción
de la que son claro testimonio las revoluciones mexicanas, rusa, china,
vietnamita, cubana y nicaragüense.
4) La
transformación de la ciencia en una fuerza productiva directa -como había
previsto Marx-, pero a la vez con un potencial destructivo, que no pudo
sospechar.
5) Enorme
progreso tecnológico, desde el punto de vista de su racionalidad instrumental,
de su eficacia, pero a su vez tanto más irracional desde un punto de vista
humano cuanto más racional o eficaz -desde el punto de vista instrumental- es
su capacidad de destrucción e incluso de exterminio de la especie humana.
De lo racional a lo irracional
A esta
conjunción de lo racional y lo irracional en la realidad misma responden en el
plano teórico y, particularmente en la filosofía:
En primer
lugar, la absolutización de la razón positiva o científica arrojando al capo de
lo irracional todo lo que escapa a ella (ideología, moral, política, etc.) Es
la posición de los neopositivismos de toda laya.
En segundo
lugar, la que reduce la función racial de la filosofía a los problemas del
lenguaje (ya sea el de la ciencia o el lenguaje ordinario), sustrayendo a ella
toda reflexión sobre la naturaleza del hombre, de la sociedad o de la historia.
Es la posición de los diversos tipos de filosofía analítica, y:
En tercer
lugar, la que, partiendo de los aspectos irracionales con que se presenta la
realidad social en una época en que la razón misma -con su desarrollo- se ha
vuelto irracional al plano de lo absoluto. Ya sea porque se descubra una
perversidad intrínseca en la razón, o porque se considere que el pensamiento
sobre el hombre, la sociedad y la historia escapa de ella, este irracionalismo
descalifica todo intento de transformación social y, reduce por ello, el
socialismo a una nueva utopía.
Frente a este
irracionalismo que ciega los ojos y ata las manos, hay que reivindicar un
racionalismo nuevo que hunda sus raíces en Marx. Se trata de un racionalismo
liberado de toda teleología (no hay un fin al que se encamine inexorablemente
la historia; ésta será en definitiva lo que hagan los hombres). Un
racionalismo, por tanto, liberado de todo progresismo (como movimiento
inevitable de lo inferior a lo superior) pero también de todo pesimismo (no
está escrito todavía el fin -en su doble sentido de la historia).
Si la amenaza
de un holocausto nuclear basta para echar por tierra todo progresismo, los
logros alcanzados hasta hoy -en todos los campos- por la humanidad, refutan la
idea de un regreso o degradación inevitables.
Finalmente,
se trata de un racionalismo concreto, histórico, vinculado a la práctica, a la
acción de los hombres, de los que dependerán, en definitiva -de su conciencia,
organización y acción- que el proceso histórico progrese, se degrade o detenga.
Un racionalismo
de este género, que es el que hoy tiene que reivindicar la filosofía ha de unir
lo que ciertas filosofías han desatado en estos últimos tiempos:
a) La unidad
de los objetivos, fines o aspiraciones a transformar la realidad con el
conocimiento de esa realidad. Dicho en otros términos: la unidad de ciencia e
ideología. Sin la ideología que mueve a transformar, la ciencia será estéril;
sin la ciencia la aspiración a transformar el mundo será utópica, impotente. Lo
cual quiere decir, a su vez, que la ciencia no agotara el campo de los
racional; hay un mundo de valores, de aspiraciones o de fines que no son
irracionales en cuanto que para realizarse tienen que fundarse racionalmente.
b) La unidad
de medios y fines. La pretensión de que los medios -la ciencia y la técnica-
por su desarrollo autónomo sin relación con fines o como fines en sí, explican
la perversidad de la ciencia y la técnica en nuestros días, ocultan la realidad
de que son ciertos fines -mantener las relaciones de explotación y dominación-
los que explican el uso actual y negativo de estos medios: -la ciencia y la
técnica-.
c) La unidad
de hecho y valor que Max Weber trató de separar en la ciencia, incluyendo las
ciencias sociales. Tal separación se ha revelado imposible y sólo sirve -en la
época en que la ciencia despliega un potencial negativo- para tratar de
justificar la irresponsabilidad moral, política y social del científico.
Tal es la
razón que hoy, por una necesidad, no sólo teórica, filosófica, sino práctica
vital, toca defender y reivindicar a la filosofía: una razón en suma que
permita una relación natural -y, por tanto, humana- con la naturaleza y una
relación más justa -más humana, pues entre los hombres. No otra cosa quiere
decir, en definitiva, el lema de esta Universidad: “Pensar bien para vivir
mejor”.