domingo, 9 de mayo de 2021

La política creo a Dios. La construcción de Dios como fuente de autoridad y poder.

 

La política creo a Dios.
La construcción de Dios como fuente de autoridad y poder.

Segunda tertulia del Primer ciclo de conferencias “Filosofar entre dos mundos”

Tertulia dedicada a nuestro amigo don Gustavo Rodríguez Zárate.

19 de mayo, 2021, 20 horas

José Antonio Robledo y Meza

Colegio de Filosofía, Facultad de Filosofía y Letras, BUAP

 

Supongo, Gorgias, que tú también tienes la experiencia de numerosas discusiones y que has observado en ellas que difícilmente consiguen los interlocutores precisar el objeto sobre el que intentan dialogar. Sócrates.[1]

 

Todo lo que se discute se reduce a tres cues­tiones: Si existe la cosa, qué es la cosa y cómo es la cosa. Cicerón.[2]

La historia de Dios en la teología

La historia del concepto de Dios está asociada a la historia de la teología y ésta a la historia de los mitos y las religiones. Aquí excluiremos la historia de Dios en relación a las segundas. Algo diremos acerca de los mitos (narraciones), sus interpretaciones y de la teología y su relación con la política.

Jenófanes de Colofón (570 aC-475 aC), fue el primer teólogo de la historia de la cultura, el primero que trató el problema de Dios. A él se atribuye la primera declaración. Según Sexto Empírico (Adversus Mathematicus, IX 193 y I 289), Jenófanes afirmó lo siguiente: “Homero y Hesíodo han atribuido a los dioses todo cuanto es vergüenza e injuria entre los hombres, y narrado muy a menudo acciones injustas de los dioses: robar, cometer adulterio y engañarse unos a otros.[3] Jenófanes también criticó el antropomorfismo de los dioses tradicionales a la par que predicaba un nuevo y único dios -que no respira y es ingénito, inmóvil y que todo lo mueve con la fuerza de su mente, de características sorprendentemente próximas a la divinidad de la teología del posterior cristianismo[4].

Junto con Jenófanes algunos griegos antiguos[5] mostraron un vivo interés por la interpretación de la tradición mítica. Los relatos de Homero y Hesíodo fueron sometidos a crítica, dándose así diversos intentos de interpretación y análisis que no estaban exentos de participación en las ontologías de la época: monismo, pluralismo y metempsicosis pitagórica. Para Jenófanes y sus seguidores los mitos eran reinterpretados atribuyéndoles un carácter moralista que preservara la figura de las divinidades y permitiera construir mediante ellas una teología, o justificar un sistema de creencias establecido.

Para otros griegos como Hecateo de Mileto, Herodoro de Heraclea, Heródoto, Sócrates-Platón, Evémero de Messina (s.III-IV ane), Palefato, Lucrecio (96-95 ane), y Marco Tulio Cicerón (106-43 ane) reducían los mitos a algo externo al mismo, ya fueran alegorías, que habían dejado de ser comprendidas, o bien historia, deformada por la imaginación de las gentes. Su postura es crítica, polémica y, en ocasiones, agresiva con las creencias míticas, en tanto que las considera como una suerte de ofensa a la razón y de ultraje al entendimiento. La meta que persigue es proveer a los mitos de cualquier elemento fantástico o milagroso, con el fin de captar la realidad histórica subyacente a los acontecimientos que plasman los mitos.

Platón, por boca de Sócrates, reconoce la utilidad y el poder de los mitos cuando éstos están en manos de ‘buenos gobernantes’ (la famosa “mentira útil” platónica[6]). Según Vernant, Platón utilizó el mito en sus diálogos como medio de expresar “lo que está más allá y lo que está más acá del lenguaje filosófico”, y en Timeo (29b-c) explicitó que, en lo que concierne a los dioses y al nacimiento del mundo, es imposible aportar logoi homologumenoi, esto es, razonamientos enteramente coherentes, y es necesario contentarse con una fábula verosímil o eikota mython[7]. Con Platón nace la utilización de los mitos con intencionalidad política y pedagógica.

Evémero de Messina[8] vivió en las postrimerías del s.IV a. C., en un momento histórico en el que las campañas de Alejandro Magno revitalizaron la literatura de viajes, abundante ésta en descripciones fantásticas de pueblos extraños y exóticos. Evémero mantuvo la teoría de que los dioses eran una magnificación de figuras históricas relevantes, esto es, que los dioses eran hombres que fueron divinizados en tiempos remotos a causa de su poder y su sabiduría; de esta manera, Zeus pudo ser el nombre de un poderoso rey. Esta doctrina, conocida como evemerismo, es la primera tesis radical de reducción historicista de la que tenemos conocimiento en nuestra cultura, en relación con la cuestión de la hermenéutica mitológica. Para Evémero, en suma, los dioses eran seres humanos que fueron divinizados en consideración a sus méritos, y cabe señalar que tal asunción encuentra su basamento en la observación de los regímenes políticos de la época, especialmente en la denominada “monarquía divina” (esto es, la atribución a los monarcas de un estatuto divino), institución habitual en la época helenística[9].

Marco Tulio Cicerón (106-43 a. C.), en su obra De natura deorum (Sobre la naturaleza de los dioses), expuso críticamente las interpretaciones epicúreas y estoicas de la Teogonía hesiódica. Según Cicerón, las interpretaciones de los estoicos Zenón, Aristón y Crisipo “no son las ideas de unos filósofos, sino los sueños de gente que delira[10]. Cicerón, siguiendo explícitamente a Epicuro, postula que todos los hombres tienen, por su propia naturaleza, una idea anticipada e innata de los dioses (prolepsi o presciencia), y que la existencia de las divinidades debe admitirse por razones de tradición, educación y, en suma, por convención social. Para Cicerón, “la misma naturaleza que nos dio el conocimiento de los propios dioses, imprimió también en nuestras inteligencias la idea de la eternidad y felicidad de los mismos”.[11]

Las tres claves alegóricas desarrolladas por los autores antiguos continuaron siendo utilizadas a lo largo de la Edad Media, en la que la tradición clásica siguió formando parte de la herencia cultural.[12]

Pero las interpretaciones medievales y renacentistas presentan una peculiaridad distintiva: las numerosas fuentes de datos constituidas por los escritos y manuales de los mitógrafos, junto a la repercusión de éstos como modelos en las representaciones pictóricas y escultóricas de los dioses paganos, unos dioses convertidos ahora en personajes que, negada su consideración de auténticas divinidades, campaban a sus anchas en la literatura y la pintura (lo cual posibilitó la pervivencia cultural de las divinidades antiguas).

Será Durkheim quien, posteriormente, pondrá el acento en la consideración de que la religión y la mitología son una creación del grupo social.

Con todo lo anterior apareció la teología sistemática -disciplina de la teología cristiana-, cuyo fin es formular una coherente, ordenada y racional presentación de la fe y creencias cristianas, inherentes a un sistema de pensamiento teológico que se desarrolla con un método, que puede aplicarse tanto en lo general y como en lo particular. Si bien una teología sistemática debe tener en cuenta los textos sagrados de su fe, también debe mirar a la historia, la filosofía, la ciencia y la ética. Clásicamente la teología sistemática se divide en 1) la doctrina de la Palabra de Dios, 2) la doctrina de Dios, 3) la doctrina del Hombre, 4) la doctrina de Cristo, 5) la doctrina del Espíritu Santo, 6) la doctrina de la Redención, 7) la doctrina de la Iglesia y 8) la doctrina del futuro; en esta teología se puede mencionar como representante principal a Tomás de Aquino.

Según Immanuel Kant (filósofo del siglo XVIII) los postulados de la razón práctica son las proposiciones no demostrables desde la razón teórica pero que, si se quiere entender el factum moral, se les ha de admitir. Dichos postulados serían la libertad, la inmortalidad del alma y la existencia de Dios.

El existencialismo es un movimiento filosófico del siglo XX. Su postulado fundamental es que cada ser humano crea el significado y la esencia de su vida. Uno de sus pensadores fundamentales fue Jean-Paul Sartre.

 

La historia de Dios en la política

Entre todo lo otro que por el bien y la prosperidad de la cosa pública dispusimos, quisimos en el pasado armonizar todas las cosas con el derecho y el orden público romano tradicional. También buscamos que, incluso los cristianos, que habían abandonado la religión de sus ancestros, se reintegrasen a la razón y al buen sentido.

En efecto, por algún motivo, la voluntad de los cristianos fue por su propia obra plagada de tal manera y fueron presa de tal tamaña estupidez, que abandonaron las instituciones ancestrales, que quizás sus mismos antepasados habían instituido. En su lugar, por su propio capricho y como bien les pareció, adoptaron y siguieron leyes propias congregándose en varios lados como grupos separados.

Así, cuando con tal finalidad pusimos en vigor nuestras leyes para que se conformasen a las instituciones tradicionales, muchos se sometieron por el miedo, otros fueron incluso abatidos.

Aun así, muchos perseveraron en su propósito y constatamos que no observaban la reverencia a los dioses de la religión debida ni tampoco aquella del Dios de los cristianos. Habida cuenta de nuestra gran clemencia e inveterada costumbre de indulgencia que ejercitamos frente a todos los hombres, creemos que debemos extenderla también a este caso. De tal modo pueden nuevamente los cristianos reconstituirse así como sus lugares de culto, siempre que no hagan nada en contra del orden público.

Por medio de otra carta indicaremos a los magistrados como deben conducirse. En razón de esta, nuestra benevolencia, deberán orar por nuestra salud y la del imperio, para que el imperio pueda continuar incólumne y para que puedan vivir en seguridad en sus hogares.

Este edicto se dicta en Nicomedia a un día de las calendas de mayo en nuestro octavo consultado y en el segundo de Máximo Lactancio, (30 de abril de 311)

Traducción de la transcripción en latín del mismo efectuada por Lactancio en su libro titulado Sobre la muerte de los perseguidores (De mortibus persecutorum).

El edicto es un acto de poder la autorización de ciertas creencias. Galerio, que era consciente del fracaso de la Tetrarquía (293-324) como forma de gobierno del Imperio, quería lograr para su sucesor en oriente mejores condiciones iniciales frente a occidente. La situación de los cristianos era una fuente permanente de conflictos y una amenaza para la paz social susceptible de debilitar la parte oriental en sus conflictos con la parte occidental del Imperio. Con la medida adoptada, Galerio quería ostensiblemente revertir tal situación. Por otra parte, era evidente que la política adoptada contra los cristianos no había dado el resultado esperado -lo que se reconoce explícitamente en el edicto- y que dado el número y poder creciente de aquellos, era quizás la actitud más racional a adoptar.

 

Origen y significado de la relación Estado e Iglesia; autoridad y poder.

La desintegración del Imperio Romano (27 a.C.-476 d.C.) primero, y del Sacro Imperio (962-1806) después –pasando por el Imperio Carolingio (siglo VII y desaparecido en el siglo X)-, junto con el proceso de rápida cristianización de la mayoría de los territorios que se encontraban en los mismos, dio lugar a la creación de numerosos y pequeños reinos, enfrentados las más de las veces, pero que mantenían unas mismas creencias espirituales basadas en el cristianismo.

La causa de esa homogénea manera de pensar, comienza con el edicto de Tolerancia de Nicomedia (311 30 de abril), que puso un punto final a las medidas represivas instituidas en el Imperio romano en contra de los cristianos por el emperador Diocleciano. El edicto de Nicomedia fue promulgado por el emperador Cayo Galerio Valerio Maximiano (c. 260 – abril/mayo de 311). Con el Edicto cesa la penalización del cristianismo que adquiere así el estatuto de religión permitida (religio licita) en las provincias del Danubio y de los Balcanes. Este es el primer reconocimiento histórico-legal del cristianismo.

Dos años después, en 313 por medio del Edicto de Milán (Edictum Mediolanense), se consagró totalmente la libertad de cultos colocando al cristianismo en un pie de igualdad con las otras religiones del Imperio. El edicto fue firmado por Constantino I el Grande y Licinio, dirigentes de los imperios romanos de Occidente y Oriente, respectivamente. De esta manera se inicia la alianza entre la Corona y la Iglesia, en un contexto en el que dominaban las discusiones en torno al libre albedrío y la justificación de la dignidad del hombre y la conciencia individual. La Iglesia desde siempre se apoyaba en el principio de que lo espiritual es superior a lo material.

Al paso del tiempo el poder de los Papas se fue incrementando, no sólo como autoridad espiritual, sino como autoridad terrenal también dando lugar a una suerte de teocracia. Los pontífices empezaron a dirimir disputas entre reinos, a determinar a los soberanos y sus líneas sucesorias, avalar o condenar determinados actos y prácticas y consolidarse como garantes frente a terceros. Nace el concepto de que el poder real tiene un origen divino, y será la Iglesia la encargada de señalar esa voluntad divina.

Esta situación no estuvo exenta de disputas entre los reyes y señores de los territorios y la Iglesia. Conforme los territorios adquieren importancia, incrementan sus recursos económicos y militares y se estabilizan con el paso del tiempo, el recurso a la autoridad Papal es menos necesario y mucho menos frecuente. A ello, se unen las alianzas entre soberanos que refuerzan determinadas líneas de gobierno, muchas de ellas duraderas. Durante este tiempo, los reyes se convierten en brazos ejecutores de las órdenes, instrucciones y medidas de gobierno ordinario de la Iglesia en sus territorios. La situación beneficia a ambas partes –a la Iglesia y los principados-: la primera no puede atender desde la lejana Roma todas las necesidades y no puede, tampoco, evaluar de forma conveniente cada una de las decisiones que sería preciso adoptar, por ejemplo, ante la sustitución de un determinado obispo; los monarcas amplían su poder, y a su soberanía por imperio de la fuerza añaden, no ya la bendición de la Iglesia, sino que ellos mismos reciben la autorización eclesiástica para tomar decisiones que incumben al Papado. Este momento histórico, que no está definido para toda Europa en un mismo periodo, sino que varía según los Estados, es conocido como el Derecho de patronato.

Doctrina de las dos espadas. A fines del siglo V durante el papado de Gelasio I, quien expuso la doctrina de las “dos espadas” -la de los dos poderes distintos. el del papa y el del emperador- en un tratado y en algunas cartas. Fue probablemente el primero en apelar con claridad al principio del laicismo. Esta doctrina sirvió a Gelasio para reivindicar la autonomía de la esfera religiosa con relación a la política. Gelasio I se sirvió de San Agustín para formular en 494 -basándose en las leyes romanas- la separación de poderes entre la esfera temporal y espiritual, lo que no significaba que estuviesen al mismo nivel. Esta fue la primera vez en plantearse esta cuestión que definiría una parte de la cultura occidental (ver agustinismo político, teocracia y cesaropapismo). Gelasio I se basó en la figura bíblica de Melquisedec y en pasajes del Nuevo Testamento para establecer la distinción entre el poder de la Iglesia, auctoritas, y el del emperador, potestas. En el derecho romano la primera era superior a la potestas. Gelasio I debía eliminar la teoría del poder bizantino que se basaba en el Cesaropapismo. El cisma no duró mucho tiempo, aunque su teoría renació más tarde con el papa Gregorio VII bajo una forma más radical, en la que se demandaría no sólo la separación de poderes, sino la sumisión del poder de los reyes a la autoridad del papa. En este contexto Gelasio dirigió una carta al emperador Anastasio I (491-518) en donde formulaba la doctrina de las dos espadas, entendida como la justificación de la superioridad de la potestad espiritual del papa sobre la temporal del emperador. ​

En el siglo XI el Papa Gregorio VII (1073-1085) otorgaba al Pontífice la facultad de deponer emperadores y de desligar a los súbditos del juramento de fidelidad prestado a los reyes inicuos, fundamentados en la preeminencia de la autoridad espiritual sobre la temporal. Los teólogos afirmaban que la autoridad emanaba de Dios quien la depositó en el pueblo y aunque el pueblo trasladó la soberanía a los monarcas, sin embargo podía recuperarla en ciertos casos, e incluso podía rebelarse cuando el Rey se convertía en tirano y llegar al regicidio.

A mediados del siglo XII (1140?) aparece la teoría de las dos espadas o de ambas espadas (en latín utrumque gladium) que es el nombre con el que se conoce a la teoría de la supremacía del poder espiritual (el Papa) sobre el temporal (el emperador -bizantino o germánico-) y es utilizada con profusión. Aparece explicitada en San Bernardo (1090—1153) (De Consideratione), que la funda en dos pasajes evangélicos (uno inmediatamente posterior a la Santa Cena​ y otro durante el prendimiento de Jesús), aunque parece que también fue usada en la misma época (primera mitad del siglo XII, el contexto histórico subsiguiente a la reforma gregoriana -Dictatus Papae-) por Godofredo de Vendôme (h.1070-1132) y Juan de Salisbury (c. 1120-1180).

La Teoría de las dos espadas sirve para respaldar la unidad de la Iglesia. La teoría debe aceptarse para pertenecer a la Iglesia y así alcanzar la salvación. La teoría establece la supremacía de lo espiritual sobre lo secular, define las relaciones entre los poderes. En ella el Papa establece la autoridad de Pedro y sus sucesores. En ella se sostiene que hay dos espadas en poder de la Iglesia: la espiritual y la secular (Lc 22, 38: Ellos le dijeron: “Mira, Señor, aquí hay dos espadas.” El les respondió: “¡Basta ya!”; Mt. 26, 52: Dícele entonces Jesús: «Vuelve tu espada a su sitio, porque todos los que empuñen espada, a espada perecerán.) La espiritual es utilizada por la Iglesia a través del clero y la secular es utilizada por la Iglesia a través de la autoridad civil. La autoridad, aunque se le otorga al ser humano y es ejercida por él, no constituye una autoridad humana. Es una autoridad divina, otorgada a Pedro por decisión divina y, así mismo, confirmada en él y en sus sucesores. Quienquiera que se oponga a esta autoridad ordenada por Dios se opone a la ley de Dios y, al igual que los maniqueos, parece aceptar dos principios. Las personas y cosas se ungen para simbolizar la introducción de una influencia sacramental o divina, una emanación, espíritu o poder sagrados.

La teoría queda registrada el 18 de noviembre de 1302 en la bula Unam Sanctam (en latín, Una y Santa, i.e. la Iglesia); es la bula acerca de la supremacía papal, publicada por Bonifacio VIII durante la disputa con Felipe el Hermoso, rey de Francia. La bula fue promulgada en relación con el Concilio Romano de octubre de 1302, en el que probablemente fue discutida. No es improbable que el mismo Bonifacio VIII la haya revisado. Pero también parece que el texto sufrió influencia del arzobispo de Bourges, Egidio Colonna, quien había viajado al concilio de Roma a pesar de una prohibición real. Ya no existe el original de la bula; el texto más antiguo se encuentra en los registros de Bonifacio VIII en los archivos vaticanos [“Reg. Vatic.”, L, fol. 387]. También fue incorporada al “Corpus juris canonici” (“Extravag. Comm.”, I, VIII, 1; ed. Friedberg, II, 1245).

La bula establece ciertas posiciones dogmáticas acerca de la unidad de la Iglesia, la necesidad de pertenecer a ella para lograr la salvación eterna, y la obligación que de ahí se deriva de someterse al Papa para pertenecer a la Iglesia y así alcanzar la salvación. El Papa ahonda además en la supremacía de lo espiritual en comparación con el orden secular. Y a partir de ahí llega a conclusiones sobre la relación entre el poder espiritual de la Iglesia y la autoridad secular. Las principales proposiciones de la bula son las siguientes: 1) a partir de varios pasajes bíblicos y referencias al arca del diluvio universal y a la túnica sin costura de Cristo se declara y establece la unidad de la Iglesia y su necesidad para la salvación. 2) La unidad de la cabeza de la Iglesia, establecida en Pedro y sus sucesores, es idéntica a la unidad del cuerpo de la Iglesia. 3) Todo quien desee pertenecer al rebaño de Cristo queda bajo el dominio de Pedro y sus sucesores. De modo que cuando los griegos y otros afirman que no están sujetos a la autoridad de Pedro ni a la de sus sucesores, con ello están afirmando no pertenecer al rebaño de Cristo. Enseguida aparecen algunos principios y conclusiones referentes al poder espiritual y secular: hay dos espadas en poder de la Iglesia- expresión conectada con la teoría medieval de las dos espadas-: la espiritual y la secular. Ello se apoya en la acostumbrada referencia a las espadas de los apóstoles durante el arresto de Cristo (Lc. 22,38: Mt. 26,52). Ambas espadas están en poder de la Iglesia. La espiritual es utilizada por la Iglesia a través de la mano del clero; la Iglesia emplea la secular a través de la mano de la autoridad civil, bajo la dirección del poder espiritual. Una espada debe estar subordinada a la otra: el poder terrenal debe someterse a la autoridad espiritual, pues ésta tiene precedencia sobre aquél a causa de su grandeza y sublimidad; la autoridad espiritual tiene derecho a establecer y conducir a la secular, e incluso a juzgarla cuando no actúa correctamente. El poder terrenal es juzgado por el espiritual cuando se desvía; un poder espiritual inferior es juzgado por uno superior, y éste es juzgado por Dios. Tal autoridad, aunque se le otorga al ser humano y es ejercida por él, no constituye una autoridad humana. Es una autoridad divina, otorgada a Pedro por decisión divina y, así mismo, confirmada en él y en sus sucesores. Quienquiera que se oponga a esta autoridad ordenada por Dios se opone a la ley de Dios y, al igual que los maniqueos, parece aceptar dos principios. “Así pues, declaramos, afirmamos, determinamos y proclamamos que es necesario a toda creatura para su salvación sujetarse a la autoridad del pontífice romano” (Porro subesse Romano Pontifici omni humanae creaturae declaramus, dicimus, definimus, et pronuntiamus omnino esse de necessitate salutis). La bula tiene carácter universal. Su contenido hace una distinción cuidadosa entre los principios fundamentales relativos a la primacía romana y las declaraciones sobre la forma en que se deben aplicar al poder secular y a sus representantes. En el margen del texto de la bula se establece la última frase como su definición verdadera: “Declaratio quod subesse Romano Pontifici est omni humanae creaturae de necessitate salutis” (se declara, por tanto, que es necesario para la salvación que cada creatura humana se someta a la autoridad del pontífice romano). Esta definición, cuyo significado e importancia son evidentes por su conexión con la parte primera, relativa a la necesidad de la única iglesia, expresa la necesidad, para quien desee lograr la salvación, de pertenecer a la Iglesia y, por tanto, de someterse a la autoridad papal en cualquier asunto religioso. Esto ha sido una enseñanza constante de la Iglesia, y así fue declarado por el V Concilio Ecuménico de Letrán, en 1516: “De necessitate esse salutis omnes Christi fideles Romano Pontifici subesse” (Es necesario para la salvación de todos los fieles cristianos el estar sometidos al pontífice romano). La traducción de Berchtold de la expresión humanae creaturae como “autoridades temporales” es absolutamente incorrecta. La bula también declara que la sujeción del poder secular al espiritual constituye una sujeción a un poder superior y de ello concluye que los representantes del poder espiritual pueden instalar en sus puestos a los poseedores del poder secular y juzgar su desempeño, si éste fuese contrario a la ley de Cristo. Eso constituye un principio fundamental que ha nacido del desenvolvimiento integral de la centralidad del papado para la familia cristiana nacional de la Europa Occidental de la Edad Media. Ya había sido expresado en el siglo XI por teólogos como Bernardo de Claraval y Juan de Salisbury, y por papas como Nicolás II y León IX. Bonifacio VIII le dio una expresión precisa al oponerse al proceder del rey de Francia. Sus principales conclusiones se sacan de los escritos de San Bernardo, Hugo de San Víctor, Santo Tomás de Aquino, y de cartas de Inocencio III. Tanto de esas autoridades como de declaraciones hechas por el mismo Bonifacio VIII está claro que la jurisdicción del poder espiritual sobre el secular se basa en el concepto de la Iglesia como guardiana de la ley moral cristiana, y de ahí su jurisdicción se extiende hasta donde alcanza esa ley. Por ello, cuando el rey Felipe protestó, Clemente V fue capaz, en su breve “Meruit”, del 1 de febrero de 1306, de declarar que ni el rey francés ni Francia sufrirían daño alguno como consecuencia de la bula “Unam Sanctam”, y que la publicación de esa bula no los había hecho súbditos de la autoridad romana en forma distinta de cómo ya eran antes. De ese modo Clemente V pudo dar a Francia y a su gobernante una garantía en contra de perjuicios políticos y eclesiásticos derivados de las opiniones manifestadas en la bula, sin que la decisión dogmática contenida en ella sufriera tampoco demérito alguno. En las luchas del partido galicano en contra de la autoridad de la Sede Romana, y en los escritos de autores no católicos en contra de la definición de la infalibilidad papal, se utilizó in apropiadamente porque su contenido no da pie para ello- la bula “Unam Sanctam” en contra de Bonifacio VIII y de la supremacía papal. Las afirmaciones relativas a los poderes espiritual y secular tienen un carácter meramente histórico, en cuanto que no se refieren a la naturaleza del poder espiritual y se basan en las condiciones medievales de Europa Occidental.

Con la bula Unam Sanctam del papa Bonifacio VIII, se alcanza el máximo grado de descripción teórica del poder eclesial: el poder temporal está sometido al Papado y será el pontífice quién legitimará a los soberanos.

En 1344 Clemente VI concede al infante Luis de la Cerda las Islas Canarias para que fueran cristianizadas: esto por medio de la bula Tuae devotionis sinceritas donde se ofrecía la soberanía política pero no el derecho de patronato propiamente dicho. Algo semejante ocurre en el caso de la corona portuguesa que recibió del papa la legitimación de su expansión territorial pero, al menos inicialmente, no derecho de presentación.

El 13 de diciembre de 1486 el papa Inocencio VIII concedió a la reina de Castilla y a su esposo, el rey de Aragón, a petición de estos, el patronato perpetuo de Canarias y Puerto Real incluyendo además Granada, al prever su próxima conquista. Así quedó estipulado con la bula Ortodoxae fidei. El reconocimiento de este patronato se reitera en 1455 y 1456 con las bulas papales Romanus Pontifex e Inter caetera.

Seguirían las bulas de concesión del Patronato a los reyes de España. La primera el 13 de diciembre de 1486 cuando el Patronato Real español se produce con la promulgación de la bula “Ortodascue fidei”, realizada por el Papa Inocencio VIII. Posteriormente Alejandro VI promulga las llamadas “Bulas Alejandrinas”.

En 1492 se inicia la colonización de las indias occidentales. Se afianza la alianza entre la Corona y la Iglesia apoyada en el principio de que lo espiritual es superior a lo material y en el contexto de las reformas de los siglos XV y XVI (Lutero) y las discusiones en torno al libre albedrío y la justificación: la dignidad del hombre y la conciencia individual.

El proyecto común a la Corona y a la Iglesia tenía dos rasgos sobresalientes: 1) Hispanización (a) prolongación de España a las Indias occidentales y b) Convertir a las sociedades americanas al estilo y modo del ser y actuar español) y 2) Cristianización (a) El cristianismo es componente inseparable y fundamento esencial del Estado y civilización hispana, b) Implantar a la Iglesia católica.)

La tarea obligatoria y compartida: evangelizar a los hombres y a las sociedades americanas.

El Ideal: República cristiana.

Suprema autoridad de todas las naciones católicas: 1) Pontífice romano y 2) Emperador.

La religión se convirtió en religión de Estado.

La íntima unión entre trono y altar queda mostrada en los hechos: la herejía es un crimen de Estado y la insurrección un pecado.

Generaron una cultura cristiana con siete características: 1) el Estado es confesionalmente católico; 2) la religión del Estado es la católica con exclusión de otras; 3) las leyes de la Iglesia lo son del Estado, el cual asume, además, en su legislación los principios morales de la religión cristiana; 4) a los ministros de la Iglesia se les otorga un puesto privilegiado en la sociedad; 5) los bienes y patrimonio de la Iglesia son sagrados y gozan de un fuero especial; 6) el Estado toma en sus manos la defensa y expansión de la Iglesia y pone a su servicio el brazo secular; 7) finalmente, la Iglesia, por su parte, consagra y apoya a la autoridad real y, doctrinalmente, acepta a la Monarquía como la forma de gobierno más acorde al derecho natural, predica la obediencia a las autoridades y a las leyes civiles y cede, a favor de los reyes, algunas facultades de tipo espiritual.

Fricciones y tensiones en el campo doctrinal. En lo referente al origen del poder de la Monarquía, los teólogos y juristas afirmaban que la autoridad emanaba de Dios quien la depositó en el pueblo. Había dos corrientes:

1) la que defendía que el pueblo renunció a su soberanía irrevocablemente en favor de los reyes;

2) la que aseguraba que, aunque el pueblo trasladó la soberanía a los monarcas, sin embargo podía recuperarla en ciertos casos, e incluso podía rebelarse cuando el Rey se convertía en tirano y llegar al regicidio.

Lo anterior no gustaba a la Corona así como tampoco los famosos “dictados” del Papa Gregorio VII (1073-1085) que otorgaba al Pontífice la facultad de deponer emperadores y de desligar a los súbditos del juramento de fidelidad prestado a los reyes inicuos, fundamentados en la preeminencia de la autoridad espiritual sobre la temporal. En el siglo XVIII, al amparo de las doctrinas regalistas, se defenderá la doctrina de que el poder real deriva inmediatamente de Dios, sin la mediación del pueblo; el Rey, por tanto, sólo es responsable de sus actos ante Dios. Grandes tensiones se desarrollaron también en lo referente a la extensión de la autoridad espiritual del papado.

Los poderes del monarca para dirigir la Iglesia fueron aumentando con el tiempo. Estos poderes reales fueron: el envío y selección de los misioneros a América (breve Inter caetera, 1493), El papa Alejandro VI concertó la concesión de la bula Inter caetera o de donación el mes de abril, aunque su fecha se retrasó hasta el 3 de mayo de 1493. En este documento pontificio se les hacía donación a los monarcas católicos de las tierras e islas descubiertas navegando hacia el occidente -hacia las Indias-, siempre y cuando no pertenecieran a otro príncipe cristiano, con los mismos derechos y privilegios con que contaban los reyes portugueses en las suyas. En esta bula no se hace referencia a ninguna línea divisoria. Ese mismo día, 3 de mayo 1493, se expidió una segunda bula llamada Eximiae devotionis o de privilegios, despachada en julio por la Cámara secreta, en la que se reprodujo la anterior con algunas pequeñas variantes. En ella se equiparaban los mismos títulos jurídicos en sus respectivas tierras a los reyes de Portugal y Castilla. Cabe mencionar que la donación estaba condicionada, porque imponía la obligación de otorgar de los bienes de la Corona una dote para la manutención de los prelados que sería tasada por los diocesanos. De esta manera, el papa puso en manos de los reyes la administración de los bienes de la Iglesia en las Indias. Como resultado de lo anterior, se expidió una tercera bula Inter caetera o de donación y de partición, en la que se omiten los privilegios, fechada el 4 de mayo del mismo año, por la que se estableció una línea divisoria en dirección norte-sur, a cien leguas al oeste de las islas Azores y de Cabo Verde, asignando el territorio del occidente de la línea de demarcación a los reyes Isabel y Fernando y las tierras al este tenían de someterlos, según declaran ellos mismos. Ese señorío radical excluye al resto de reyes cristianos, como está claro; sin determinar: 1) si tal señorío radical ¿excluía los señoríos efectivos de los indígenas y, por tanto, los sustituía, o más bien, se sobreponía a ellos como señorío imperial y no anulaba, el de los reyes cristianos? No lo aclara la bula y 2) ¿cómo iban a conseguir los Reyes Católicos el sometimiento o señorío efectivo? Tampoco lo aclara la bula".

La bula Eximide devotionis (1501) crea el diezmo que consiste en el pago a la Corona de una décima parte de las aportaciones de los fieles, permite la expansión territorial de la evangelización, convierte al monarca absoluto y al Estado en recaudador para posteriormente gastarlos en la Iglesia. Las relaciones entre el Papa y el Estado se convierten en un Patronazgo Regio, en el que la Corona representa y sustituye en muchas ocasiones a la autoridad eclesiástica, que a través de instrucciones y bulas van cediendo poder.

El monarca adquiere la facultad para fijar y modificar límites de las diócesis en América (bula Ullius fulcite praesidio, 1504).

 

Conclusión.

Hemos mostrado de qué manera se construyó en primer lugar un sistema conceptual dentro de la filosofía cuyo objeto fue y sigue siendo Dios. Este sistema lleva por nombre el de “teología” cuya estructura es isomórfica al de la geometría euclidiana: definiciones, axiomas y proposiciones (teoremas), su sintaxis está vinculada a la lógica.

Construido Dios como cosa fuente de autoridad y poder, se instaló como recurso de legitimación política hasta su desplazamiento por otro criterio de soberanía: la democrática.

Paseo de las Fuentes, Puebla, Pue. 8 de mayo de 2021.

 



[1] Platón: Gorgias.

[2] El Orador, 14,45.

[3] Jenófanes, 21 B 11-12; # 529 de la compilación de textos de Conrado Eggers Lan & Victoria E. Juliá, Los filósofos presocráticos, Planeta D’Agostini - Ed. Gredos 1978-, Madrid 1995, Vol. I, pp. 301-302.

[4] Jonathan Barnes, Los presocráticos, Cátedra, Madrid 1992, 106 ss. y passim

[5] Teágenes de Regio (siglo VI aC), Estesímbroto de Tasos (siglo V), Glaucón (nacido c. 428 aC), Metrodoro de Lámpsaco (331 aC-277 aC), los estoicos Zenón de Citio (335-264 aC), Cleantes de Assos (312-232 aC) y Crisipo de Cilicia (277-204 aC), Plutarco de Queronea (45-125), y los neopitagóricos y neoplatónicos Numenio de Apamea (Siria, s.II), Cronio (150), Plotino (205-270), y Porfirio (232-304), Siriano de Alejandría (450) y su discípulo Proclo de Constantinopla (410-485).

[6] Platón, República, III, 389 b-c (157-158, traducción de J. M. Pabón y M. Fernández-Galiano, Alianza, Madrid 1988).

[7] Jean Pierre Vernant, Mito y sociedad en la Grecia antigua, S.XXI, Madrid 1994, 185-186.

[8] Evémero, filósofo griego (s.III-IV a.C.).

[9] Podemos encontrar reminiscencias de este planteamiento en algunas monedas contemporáneas donde reza la máxima “Fulano, rey de tal o cual lugar por la Gracia de Dios”.

[10] Cicerón, Sobre la naturaleza de los dioses, Vol. I, Libro I, XVI, 42; en parágrafos anteriores (XIV, 36 ss.), Cicerón ha criticado duramente las teorías -según él, “delirios”- de los estoicos Zenón, Aristón y Crisipo: al primero, por entender los nombres de los dioses como referidos a objetos sin vida, al segundo por dudar acerca de si la divinidad es o no un ser vivo, y al tercero por asimilar la divinidad a la idea del pneuma o ‘hálito envolvente’ -“alma del mundo”- y al mundo mismo. (traducción de Joan Manuel del Pozo, Fundació Bernat Metge, Barcelona 1988).

[11] Cicerón, op. cit., Libro I, XVII, 44; ibíd. Nótese aquí que el planteamiento de Cicerón no está excesivamente alejado de los presupuestos psicologicistas que posteriormente adoptarán las interpretaciones psicoanalíticas de los mitos, a principios del siglo XX.

[12] José Carlos Bermejo Barrera, Grecia arcaica: la mitología, ed.cit., 57.

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