martes, 30 de julio de 2024

La casualidad evita la muerte por aburrimiento

La casualidad evita la muerte por aburrimiento

José Antonio Robledo y Meza

 

Representarnos la historia política y social del hombre como un alternativo zigzag entre progreso y desastre y la historia de la ciencia como un firme proceso acumulativo a partir de una infancia conducida por la magia y seguidora de los mitos de la civilización, y pasando por los distintos estadios de la adolescencia, hasta una imparcial y racional madurez, es injustificado. Ni continuo ni orgánico ha sido el avance de la ciencia.

Según Artur Koestler -en su obra Los sonámbulos- la filosofía de la naturaleza evolucionó por medio de saltos y avances ocasionales alternados con persecuciones ilusorias, callejones sin salida, regresiones, períodos de ceguera y amnesia. De la misma forma ha sido el avance de la historia política y social. Los grandes descubrimientos que determinaron sus cursos fueron a veces los inesperados resultados de una persecución de metas completamente distintas.

Cuando miramos la decadencia del escolasticismo aristotélico o a la sostenida defensa de la astronomía tolemaica, podemos inferir que el término evolución mental es algo más que una metáfora, y que se refiere a un proceso en que algunos elementos actúan de una manera que aún no hemos conseguido dilucidar. La evolución parece “equivocarse” constantemente; y también lo hace la evolución de las ideas, incluidas las de las ciencias exactas. Las nuevas ideas aparecen espontáneamente como mutaciones; la inmensa mayoría de ellas son disparatadas teorías inútiles, el equivalente a los fenómenos biológicos sin ningún valor para la supervivencia. Hay un forcejeo constante para la supervivencia entre teorías competitivas en cada rama de la historia del pensamiento.

Al igual que en la evolución biológica, en la evolución intelectual -no podría ser de otra forma en cuerpos con más de 80 mil millones de neuronas- después de periodos de estabilización y especialización, ocurrieron períodos mutantes, como, por ejemplo, los siglos VI ane o, el IV o el XVII dne. Siempre han existido personas que no sienten ninguna simpatía por las plutocracias codiciosas y estrechas, ni por organizaciones promotoras de valores carentes de aspiraciones, personas vacías de curiosidad quienes, evitando todo tipo de excesos, mueren por aburrimiento.

Al igual que en el mundo natural, un nuevo concepto teórico vivirá o morirá según pueda trasformar su entorno; su valor de supervivencia depende de su capacidad de ofrecer resultados. El debate entre los sistemas tolemaico, ticónico y copernicano, o entre los enfoques cartesiano y newtoniano de la gravedad, se decidió según esos criterios.

Más aún, hallamos en la historia de las ideas mutaciones que no parecen encajar con ninguna necesidad obvia, y a primera vista parecen meros caprichos, como la obra de Apolonio sobre las secciones cónicas, o las geometrías no euclidianas, cuyo valor práctico no resultó evidente hasta más adelante. Inversamente, hay órganos que han perdido su finalidad y, sin embargo, continúan estando presentes como un legado evolutivo: la ciencia moderna está llena de apéndices y rudimentarias colas prensiles.

Para nosotros los humanos la palabra casualidad tiene pleno sentido. Al usarla es sólo a causa de nuestra fragilidad y nuestra ignorancia. E incluso sin ir más allá de nuestra frágil humanidad, lo que es casual para el ignorante no lo es para el sabio. La casualidad es sólo la medida de nuestra ignorancia, y los fenómenos fortuitos son, por definición, aquellos cuyas leyes desconocemos.

Es gracias a la casualidad - esto es, a nuestra ignorancia por describir y explicarlo todo- que podemos construir inferencias y llegar a conclusiones. Si la palabra casualidad no es simplemente sinónimo de ignorancia, entonces ¿qué es?

Entre los fenómenos cuyas causas desconocemos, debemos distinguir entre fenómenos fortuitos, sobre los cuales el cálculo de probabilidades nos dará información provisional, y aquellos que no son fortuitos, y sobre los cuales no podemos decir nada en cuanto no hayamos determinado las leyes que los gobiernan. Y en cuanto a los fenómenos fortuitos por sí mismos, es claro que la información que el cálculo de probabilidades provee no dejará de ser cierta cuando los fenómenos sean mejor conocidos. Por ejemplo, una causa muy pequeña que escapa a nuestra atención determina un efecto considerable que no podemos dejar de ver, y entonces decimos que tal efecto se debe a la casualidad o al efecto mariposa. Cuando hablamos del efecto mariposa aludimos a una pequeña causa y un gran efecto o, mejor dicho, pequeñas diferencias en la causa y grandes diferencias en el efecto. En México así hablamos en el terreno político del tsunami López Obrador. La diferencia en la causa es imperceptible (un solo hombre entre millones), pero la diferencia en el efecto resulta muy importante, ya que afecta a la sociedad entera.

Para tomar un ejemplo más vulgar, es también lo que sucede cuando se baraja un paquete de cartas. En cada barajada, las cartas experimentan una permutación similar a la estudiada en la teoría de las sustituciones. ¿Cuál será la permutación resultante? La probabilidad de que sea cualquier permutación particular (por ejemplo, la que lleve a que la carta ocupando la posición ϕ (n) antes de la permutación ocupe la posición n después de ella), esta probabilidad depende de los hábitos del jugador. Pero si el jugador baraja las cartas por suficiente tiempo, habrá un gran número de permutaciones sucesivas, y el orden final que resulte ya no estará gobernado por nada excepto la casualidad; me refiero a que todos los posibles órdenes serán igualmente probables. Este resultado obedece al gran número de permutaciones sucesivas, es decir, a la complejidad del fenómeno.

Unas palabras sobre la teoría de los errores. En un caso en donde las causas sean complejas y múltiples, ¿qué tan numerosas son las trampas a las que está expuesto el observador, incluso con los mejores instrumentos a su disposición? Deben hacerse muchos esfuerzos para tener en cuenta tales errores y evitar los más flagrantes, aquellos que dan lugar a los errores sistemáticos. Pero cuando éstos se han eliminado, y admitiendo que ya no aparezcan más, aún quedan muchos errores que, aunque pequeños, pueden volverse peligrosos debido a la acumulación de sus efectos. Es por esto que surgen los errores accidentales, y los atribuimos a la casualidad porque sus causas son demasiado complejas y numerosas. Aquí tenemos, otra vez, únicamente causas pequeñas, y aunque cada una de ellas sólo producirá un efecto pequeño, es por su unión y su número que sus efectos se vuelven formidables.

Finalmente, la mayor de las casualidades es el nacimiento de cada uno de nosotros. Hubiese sido suficiente con detener o desviar un espermatozoide una centésima parte de un centímetro para que esta comunicación no pudiera darse. Ningún ejemplo puede dar una mejor comprensión del verdadero carácter de la casualidad. Sólo por casualidad es que ocurrió el encuentro de dos células genitales de distintos sexos que contienen, precisamente, cada una por su lado, los elementos cuya reacción mutua está destinada a producir una persona como nosotros. Estos elementos extraños, tienen un encuentro todavía más extraño en los movimientos políticos. El que no puedan ser descritos y explicados del todo no significa que no puedan ser comprendidos con el uso de la estadística y, por lo tanto, no morir por aburrimiento.

 

robledomeza@yahoo.com.mx

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