sábado, 15 de abril de 2023

492 años de la fundación de la “república de agricultores españoles”.

492 años de la fundación de la “república de agricultores españoles”.

José Antonio Robledo y Meza

 

Puebla de los Ángeles fue fundada el 16 de abril de 1531. Para recordar aquel suceso reproduciré lo que Paco Ignacio Taibo I escribió en el “Prólogo y asombro” de su obra titulada Fuga hierro y fuego. A continuación, el texto.

“Llegaron en un revoloteo de risas, gritos y advertencias urgentes; pero el aterrizaje lo llevaron a cabo con una suavidad y un tecnicismo verdaderamente magníficos. Era un grupo numeroso, y desplegaban sus grandes alas blancas llenos de confianza y de una cierta vanidad profesional que llevó a alguno de ellos a dar varias vueltas sobre el lugar indicado, como si quisieran mostrar sus últimos hallazgos en materia de aeronáutica.

Los ángeles, al fin, pusieron sus pies descalzos sobre lo que más tarde sería la ciudad de Puebla.

Era un gran placer verlos así, en un revuelo de plumas y carcajadas, convirtiendo un pequeño salto en un breve vuelo, azotando con el plumaje el aire y levantando de la tierra briznas de hierba y hojas secas. Se llamaban los unos a los otros y se golpeaban, jugando, ala contra ala, como si también en las plumas tuvieran la sensación del tacto. Eran altos, bellos, y muy ligeramente vestidos, con el pelo largo y la mirada clara; eran ángeles académicos, cantando en sonetos, descritos por los Santos Padres de la Iglesia, pero un poco irrespetuosos con la tradición.

Llegaron en un grupo que ya desde muy lejos cabrilleaba entre los rayos del sol, mostrándose tan límpidos y tan esplendorosos como el sol mismo.

En fin, los ángeles llegaron y empezaron a trazar la ciudad que habría de ser como el gran aglutinante de la fe cristiana en un paisaje de pueblecitos míseros y paganos.

Eran los ángeles del Imperio y hablaban español.

A su alrededor se alzaban las ruinas de las últimas resistencias, nombres de imposible entendimiento para los recién llegados: Amozoc, Texmelucan, Atlixco, Cholula, Huejotzingo…

El grupo de trabajo se quitó sus escasas ropas, recogió a la espalda, con cuidado, sus fantásticas alas, y comenzó a trazar la ciudad de Puebla marcando su perímetro con cordeles, estacas y brochazos de cal.

Cuando terminaron, los ángeles volvieron a reunirse en el centro de la gran marca y uno de ellos, más risueño, más seguro y exultante que los otros, señaló sobre la tierra una gran cruz blanca: la catedral.

Después miraron a su alrededor, recogieron sus ropas y se vistieron sin prisas, charlando, comentando los pequeños incidentes de este trabajo nuevo para ellos; desperezaron las complejas armazones de plumas, agitándolas en breves espasmos, caminaron por última vez sobre el valle elegido, probaron su capacidad de despegue, saltaron sobre los dedos de los pies y tomaron vuelo en una idéntica algarabía de voces desprovistas de todo recato.

A varios metros sobre la traza de la nueva ciudad, giraron en rápidos círculos, como para obtener las últimas impresiones sobre sus esfuerzos, y después comenzaron a elevarse hacia el sol, tan gráciles, tan seguros y chillones que aún hoy los ateos de Puebla siguen afirmando que no eran ángeles, sino patos.

Pero esto sólo iba a ser el prólogo de la historia del lugar. El primer acto se inicia con santo Toribio (…) Y así fue como el día del santo Toribio llegaron desde los rumbos más lejanos, atravesando incluso sierras, guiados por la noticia de que un pueblo estaba a punto de nacer, las gentes que irían a convertirse en los poblanos primeros.

No venían solos, sino acompañados por tribus de indios, tocados con plumachos y telas de colores locos, en los pies cascabeles hechos con frutas secas y en las manos sonajeros y ramas verdes.

Venían indios con maderas sobre los lomos, otros con cargas de paja, o con retorcidos clavos de fierro y mecates enrollados en ramas. Traían, otros muchos, utensilios, algunos de los cuales eran aún de muy reciente descubrimiento.

Llegaban los indios con mujeres y niños. Pasaban de nueve mil. Treinta y tres casas se hicieron para otras tantas familias españolas. Siete días se tardó en hacer el pueblo.

Después los indios celebraron una gran fiesta y oyeron la primera misa del lugar. Al terminar el largo rito, llevado a cabo en un idioma tan desconocido para los conquistados como para los conquistadores, los frailes bendijeron a los nuevos vecinos (…) Al terminar la misa, los indios levantaron el campo, recogieron a los niños desperdigados, aceleraron el trabajo de las mujeres y organizaron, de forma absolutamente imprevista, una gran danza para atraer a los ausentes.

Tardaron los frailes en comprender que nueve mil indios estaban bailando para llamar con sus sones a los ángeles; que aquello era un grito de ayuda enviado a los alados mensajeros del nuevo dios. Pero los ángeles no volvieron a Puebla (…) Los frailes, por aquellos días empeñados en traducir una serie de signos ambiguos, procuraron frenar lo antes posible la concentrada danza y se dieron a empujar, hacia sus lugares de origen, a las tribus.

Se iban los grupos empenachados perdiéndose entre los altos magueyes, pero las voces de los cantores seguían sonando en el poblado, en donde las mujeres se movían ansiosas de organizar los nuevos hogares, al fin en paz.

Sonaban lejos los himnos religiosos, entre el polvo del atardecer, cantados con una fe sin júbilo, con palabras que se iban confundiendo, empastelando, en un coro en el que sobresalían las recias voces castellanas de los frailes, quienes pretendían, así, imponer no sólo un cierto orden en el canto, sino establecer la forma correcta de pronunciar cada palabra.

Pero las palabras se retorcían de nuevo, se transformaban de nuevo, se hacían nuevas a los oídos de los frailes que enronquecían guiando al suave rebaño de cantores.

A las puertas de las treinta y tres casas, los poblanos escucharon los últimos girones de los himnos y luego entraron en sus hogares y cerraron las puertas.

Se fueron los indios para Tepeyac, para Cholula, para Tlaxcala, para Xelpan, para Huejotzingo, para Tepeaca.

Se fueron dejando el semen de Puebla de los Ángeles en un lugar rodeado de nada.

Y apenas si se hubieron marchado, comenzó a llover. Fray Toribio de Motolonía se asustó.

Llovió tan fuerte sobre los nuevos poblanos que el agua azotaba de un sitio para otro, atravesando las calles y entrando y saliendo en las casas.

Fray Toribio de Motolinía llegó a pensar que algo en el ritual de la fundación había sido equivocado y que Dios estaba ofendido. Pensó, también, que acaso un indio ladino hubiera escondido, entre los cimientos de algún hogar, uno de esos amuletos para hacer llover que por obra del malo consiguen hasta torrenteras.

Seguía lloviendo y los frailes de los conventos instalados en los cerros lejanos supieron de este interminable aguacero y pidieron, públicamente, por los aterrados padres de familia.

Agua pertinaz y espesa, decía fray Toribio. Se llegó a murmurar que Puebla había nacido con pecado y a sugerirse que lo mejor que podían hacer los agricultores varados en aquel lodazal era abandonar el campo y volver a los sitios de procedencia, por tierras de Veracruz.

Indios empeñosos dueños de dioses para llover, frailes en procesión, cristianos que observaban los negros nubarrones desde valles aledaños; todas estas presiones no consiguieron que los nuevos poblanos desfallecieran. Parecía como si en ese mismo momento estuvieran marcando la señal de su comportamiento futuro.

Y cuando ya las casas iban a disolverse, salió el sol y todo volvió a su ser. Entonces fray Toribio de Motolinía, convertido en el primer cronista de la ciudad, escribió un párrafo que aún hoy hace sonreír de comprensión y gozo a quien lo lee: «Dos credos después de haberse ido la gran nube, el lugar de Puebla estaba seco y limpio como una taza».

Salieron al sol, sobre la limpia taza, las treinta y tres familias y dieron gracias a Dios, comenzando de inmediato a organizar una vida que habrían de heredar, siglo tras siglo, sus descendientes.”

 

robledomeza@yahoo.com.mx

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